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Luisa Blanco, la primera socia de Central

Desde muy joven, esta hija de inmigrantes españoles se vinculó profundamente con el canaya. La suya es una historia de pasión y sacrificio, que brota de lo más genuino del alma popular.

Don Eduardo Blanco y doña Antonia Chacón, su esposa, eran españoles, de l@s tant@s que formaron parte de la inmensa inmigración que había superpoblado a la ciudad en poquísimo tiempo. Por suerte (o tal vez llegaron con algo de dinero en los bolsillos), no debieron hacinarse en los conventillos de Refinería o de la Villa Sanguinetti, sino que pudieron instalarse en una casita de calle Urquiza al 3600, a metros de la nueva cancha de Central.  

Él era de oficio barrilero y, con la creciente demanda que provocaba el incesante incremento poblacional, podía darse el lujo de que su esposa se quedara en la casa, dedicándose a cuidar de sus cuatro hij@s: Antonio, José, Eduardo y Luisa (nacida en 1891).

Un año antes que Luisa, en 1890, había nacido en Buenos Aires Ignacio Romeo Rota, hijo de Eugenio (fallecido rápidamente) y de Albertina Picard, que fabricaba mantas para caballos de carrera, lo que le permitió darles a sus hijos una buena educación.

Hacia 1905, atraídos por la posibilidad de trabajo que representaba el ferrocarril, los hermanos Rota se trasladan a Rosario, instalándose en la casa de su tía materna, María Picard, casada con Juan Díaz, que ese mismo año jugaba el primero de sus 76 partidos en la primera de Rosario Central.

Luisa Blanco. Gentileza de Luisa Carranza y Miguel Angel Ruedi

Y aquí es cuando comienza a darse lo que cuentan l@s historiadores: familias de jugadores de Central que, al mismo tiempo, eran emplead@s ferroviari@s y se ponían al frente de las necesidades de la Escuela de la Chimenea, donde mandaban a sus hij@s: l@s Flynn, l@s Díaz, l@s Rota, l@s Blanco…

Ignacio Romero Rota, por ejemplo: apenas llegado, demasiado joven, comienza a trabajar en el ferrocarril, debuta en la primera de Central en 1909 y en 1916, mientras seguía jugando (tenía apenas 26 años), es vicepresidente del club. Y al mismo tiempo conoce a Luisa, hermana de dos de los que serían sus compañeros, Eduardo y Antonio Blanco, y que venía de formar parte de la primera promoción de La Escuela de la Chimenea.

Ignacio Rota conoce a Luisa Blanco en aquel barrio lindante con la Refinería y los Talleres del Ferrocarril, donde los hermanos Blanco, Antonio, Eduardo y José, a pesar de ser más jóvenes, ya despuntaban el vicio en los campitos cercanos apenas conseguían una pelota.

Rota, según su hijo Alcides, medía apenas 1,62 de alto y pesaba casi cien kilos: “Te pechaba y te tiraba a la mierda, porque además era un cabrón”, aclara.

Tuvo su debut en la primera de Central en 1909, cuando apenas contaba con 19 años. Mientras, trabajaba de administrativo en el Ferrocarril Central Argentino, siguiendo los pasos de Juan Díaz, esposo de la tía María, en cuya casa vivía, y de su hermano, el famoso Zenón Díaz. Es que, como diría varias décadas después Harry Hayes (probablemente el más grande jugador amateur de la historia, seguro el más goleador), “eran tiempos en que pagábamos para jugar. Había que ser socio del club y además empleado de los ferrocarriles para poder patear”.

Rota y Blanco se casaron el 14 de diciembre de 1912 y se mudaron a una casa que, con el tiempo, también pasaría a ser histórica para Central: la de la calle Catamarca 3538, es decir, donde hoy funciona la Subsede Cruce Alberdi. Efectivamente, ese enorme predio que Central adosó a su patrimonio cuando el Club Cruce Alberdi no pudo continuar funcionando en forma independiente, fue habitado por la familia formada por Luisa Blanco e Ignacio Romeo Rota.  

Toda esta historia de trenes, colegios y fútbol es la que desemboca en el hecho pionero que haría trascender a Luisa Blanco: ella fue la socia número uno del Club Atlético Rosario Central, lo que implica que, casi con seguridad, fue la primera socia mujer de un club de fútbol no sólo de la Argentina sino del continente americano. Este hecho, que parece sencillo visto desde esta época, demuestra no sólo el temple de esta mujer que, desde muy joven, quiso tener los mismos derechos que tenían su marido y sus hermanos, sino también el genio de Miguel Green, que pensó un club para todas y todos y lo pudo concretar en la histórica asamblea de 1903.

La posibilidad que abrió aquella decisión fue tan inmensa como innovadora y, casi, revolucionaria. No había manera, por aquellos años, de formar parte de un club de fútbol que no fuera pertenecer de algún modo al lugar que había dado origen a esa institución.

Nos imaginamos a Luisa Blanco, yendo junto con su padre, su marido, o alguno de sus hermanos, recorriendo los pocos metros que la separaban de lo que era en aquel entonces la sede de Central: el mítico almacén de don Venancio Fuggini, ubicado en la esquina de Salta y San Nicolás. Y ya que la imaginamos yendo, imaginémosla también regresando del almacén de Fuggini, con su carnet en la mano y una sonrisa en los labios y en el corazón, sintiéndose por primera vez (y aunque fuera solo por eso) con los mismos derechos que su padre, su esposo y sus hermanos, para poder concurrir a la precaria tribuna de madera que ella misma había ayudado a construir. Sintiéndose la primera mujer en poder acceder a ella.

Central jugó de local en la cancha de la Villa Sanguinetti desde 1902 hasta 1918. Un grupo de socios le construyó a un costado la hermosa (y modesta) tribuna de madera color verde inglés. Luisa no podía ir, hasta que un día pudo.

Cuenta su hija Elbia que “había un solo lugar para ubicarse, y era para varones y mujeres, todos juntos, porque era la única tribuna que había, la de madera. Yo tendría cinco años, mi hermana tendría tres”. L@s pequeñ@s iban a ver jugar a su padre, el gran Ignacio Romeo Rota (111 partidos en la primera de Central) y a sus dos tíos, Eduardo (69 partidos y 10 goles) y Antonio Blanco (123 y 67).

“Al principio no había alambrado ni nada que separara, ¿eh? Eso lo empezaron a poner mucho después. Pero no había lío ni pasaba nada de nada. Alguna que otra vez alguno que estaba tomado y provocaba alguna cosa, pero de sacar armas y todo eso, no, jamás”, cuenta Elbia Rota, marcando diferencias con el presente.

A Luisa le esperaba una vida relativamente corta pero para nada reposada: fue madre de seis niñ@s: Elbia, Edelmira, Eliseo, Elia, Elsa y Ediglia. Sus hij@s le absorbían todo el tiempo. O casi todo, porque a Central le dedicaba bastante… 

Pero no todas eran flores para doña Luisa porque la sociedad de la época no la terminaba de digerir del todo. Cuenta su nieta que su abuela debió sufrir comentarios hirientes de otras mujeres del barrio y situaciones despectivas por parte de algunos varones, que no entendían para qué quería una mujer ser socia de un club de hombres. Doña Luisa se sobrepuso y concretó su deseo contra todo y contra tod@s.

Su nieta, también Luisa, hija de Elbia, cuenta que su madre decía siempre que ella no nació en la cancha o en algún partido de pura casualidad, porque parece que doña Luisa vivía más ahí que en su casa. Y, por si hacía falta, aclara que su abuela no era la típica dama de beneficencia. No. Su abuela, dice Luisa, era de ir para adelante: “¿Había que remover la tierra de la cancha? Ahí estaba mi abuela. ¿Había que organizar el carro para ir el domingo a alentar al equipo? Ahí iba mi abuela. ¿Había que viajar en tren a Buenos Aires a ver una final contra Racing? Ahí iba mi abuela”.

La casa de calle Catamarca era un centro de reunión obligada para los jugadores de Central, porque Rota era un líder natural y, a partir de 1916, vicepresidente del club. Pero además estaban también los hermanos de Luisa, Eduardo y Antonio, que no le iban en zaga. Juntos, escribieron las primeras páginas de gloria nacional de Rosario Central.

Cuenta Elbia Rota que era su madre “la que nos enseñaba a nosotros a ir a la carnicería a buscar la grasa para untar los zapatos de los jugadores. Poníamos grasa por todos lados”. En aquella época los botines eran de cuero pesado, para nada flexibles, llegaban hasta arriba del tobillo, tenían los tapones de madera, hinchaban los pies, sacaban callos y hasta se dice que largaban un olor nauseabundo.

También en la casa se encargaba Luisa de la ardua tarea de hacer los pantalones y la ropa que llevaba cada uno de los jugadores, al menos su marido y sus hermanos, con una de las primeras máquinas de coser Singer que se importaron en Rosario, porque todavía faltaba mucho tiempo para que el país tuviera una industria capaz de producirlas. Ah, y también las lavaban, para que estuvieran listas para el próximo match, porque tampoco era cosa de estar haciendo un juego nuevo cada semana…

Su hija también recuerda que su madre las llevaba para ayudar en el mantenimiento de la cancha. Y cuando llegaba el día del partido, generalmente domingo, Luisa se las arreglaba para organizar un carro tirado por una recua de burros, juntar a su familia y algun@s fanátic@s, e ir a alentar a Central.

Un terremoto familiar se produjo en 1914, cuando el gobierno francés, al entrar aquel país en la Primera Guerra Mundial, comienza a llamar a tod@os l@s descendientes. Rota era uno. El hecho de estar ya casado, de tener dos hijas y un trabajo en una empresa británica, impidió que doña Luisa se quedara sola al frente de la casa. Pero antes y después de este hecho que pudo ser trágico y apenas quedó en anécdota, lo que le esperaba a Luisa eran épocas de bonanza: seis hij@s en quince años, el progreso económico que iba teniendo su esposo, los logros que iba consiguiendo vistiendo los colores azul y amarillo y el orgullo de ser la única dama presente en los encuentros.

Eran tiempos de gloria para Central. El equipo disputaba regularmente el torneo local, donde era una verdadera máquina de ganar, golear y gustar, con Harry Hayes en todo su esplendor. En 1915, por ser campeón rosarino, tuvo que viajar a Buenos Aires para enfrentar a Racing, al que venció por tres a uno, esta vez con un familiar por línea: Ignacio en la defensa, Eduardo en el medio y Antonio en la delantera. Luisa también formó parte de la reducidísima comitiva que había acompañado al plantel. En 1916, la fiesta fue doble, porque ese año Central consiguió dos estrellas amateurs (que l@s fundamentalistas del dinero y del profesionalismo desdeñan como si nunca hubieran existido): en noviembre, la Copa de Honor MCBA, y en diciembre la Copa Competencia Jockey Club, en ambas ocasiones contra el mismo rival, Independiente, y las dos en la misma cancha, la de Racing Club.

Luisa con sus seis hijos y sus dos primeros nietos. Gentileza de Luisa Carranza y Miguel Ángel Ruedi

En 1919, hubo otra vez problemas con la cancha: algunos propietarios reclaman los terrenos donde jugaba Central, y dice la historia que hubo que armar una nueva cancha en un solo día, esta vez en la Parada Castellanos (donde hoy está el parque Scalabrini Ortiz).

En 1920 juegan sus últimos partidos en la primera de Central su hermano Antonio (Eduardo se había retirado muy joven por una lesión) y su esposo Ignacio. Para esa época, el malestar que provocaba en la masa societaria (y en l@s fanátic@s que no podían pagar la cuota y, por tanto, no podían ser soci@s) la falta de un lugar físico propio y la dependencia del Ferrocarril Central Argentino era inocultable. Las relaciones con los ingleses de la empresa tampoco daban para más. El presidente Federico J. Flynn entendía que las autoridades británicas nunca habían podido asimilar lo resuelto por aquella histórica asamblea que había permitido a quienes no fueran emplead@s del Ferrocarril (como Luisa Blanco, por ejemplo), asociarse al club. “Hasta que en 1925 los socios centralistas no soportaron más las presiones y las amenazas de las autoridades británicas de disolver la institución. Y en otra histórica asamblea votaron la liberación. El presidente Flynn había percibido que la empresa crearía una nueva entidad en la vecina localidad de Pérez, donde funcionaban sus talleres, pero con el objetivo de que sea exclusivo club ferroviario. Y no se equivocó”. El 1° de agosto de 1925 se realiza una Asamblea General en la que se expone el problema. Ese día el primer orador fue el socio Poy (abuelo de Aldo Pedro), seguido por Ignacio Romero Rota, quien había ido acompañado de su esposa, la socia Luisa Blanco, aunque la nieta de Luisa cree haber escuchado decir a su madre que en aquellas épocas las socias mujeres no podían hablar en las asambleas. Ignacio representaba fielmente el pensamiento de su esposa. Dijo Rota: “…si se oficializara el club, los socios estarían subyugados a los jefes y capataces de la empresa y de tal manera quedarían oprimidas las ideas de los socios; que el club antes de fusionarse con la empresa debería disolverse, como lo hizo Alumni cuando creyó terminada su misión (aplausos), porque si no, se entraría a formar parte de otro club con nuestro capital y premios y así quedarían en el olvido todos los triunfos conseguidos”. Más tarde, Rota pidió nuevamente la palabra para apoyar la idea del presidente de buscar un terreno para tener de una vez por todas cancha propia y lograr la deseada independencia del Ferrocarril.

El 10 de octubre se llama a otra asamblea en la cual el presidente Flynn informa “…haber recibido una nota del nuevo club –llamado Deportivo Central Argentino– invitando a todos los asociados para incorporarse al mismo, y destacando que los socios no empleados de la empresa podrán hacerlo pero sin voz y sin voto en las asambleas”. La reunión se fue caldeando, los gritos de Luisa oponiéndose a la idea tapaban muchas veces los que proferían los hombres, hasta que tomó la palabra el socio Scarpa y pidió un aplauso para Rosario Central “¡pues entiende que desde ese instante el club queda libre para siempre de extrañas tutelas!… La asamblea de pie aplaude unánimemente”. Central se había liberado del tutelaje del Ferrocarril Central Argentino y era, desde ese momento, un club libre e independiente.

Cuando, finalmente, en 1929, el canaya inaugura la cancha en su actual ubicación de Avellaneda y Génova, los sentimientos de Luisa Blanco se dividen: por un lado, sentía una emoción casi insoportable de ver, por fin, un estadio de verdad, con tribunas a los cuatro costados, vestuarios y todas las comodidades propias de la época y, por el otro, notaba un sentimiento de desarraigo de todo aquello que ella misma había construido tantas veces como había sido necesario. Y si bien estuvo presente en la fiesta de inauguración contra Peñarol de Montevideo el 27 de octubre de 1929, compartiendo ese momento inolvidable junto a su esposo y vari@s de sus hij@s, algun@s de l@s cuales ya eran adolescentes y soci@s del club (siguiendo el camino iniciado por su madre), la cosa ya no era la misma: la cancha le quedaba más lejos y la historia dejó de ser artesanal para masificarse de tal forma que el club comenzó a parecerle ajeno. Además, ya había nacido su sexta hija (Ediglia, en 1928) y el cáncer de útero comenzaba a manifestarse.

Finalmente, Luisa Blanco murió el 19 de abril de 1933, en medio del enorme cariño de su familia y el respeto de tod@s l@s canayas. En la Memoria y Balance de aquel año, sobre 2704 soci@s que poseía el club, la cantidad de mujeres llegaba apenas a la hoy ridícula cifra de 128. La primera era Luisa Blanco.

En su homenaje, el diario La Capital del día siguiente publicó una destacada nota titulada: “Falleció la socia N° 1 de R. Central”.

Hoy por hoy, a nadie en su sano juicio se le ocurriría impedir a una mujer asociarse a una entidad deportiva. Pero más de un siglo atrás la cosa era muy diferente. Sin embargo, el deseo de una mujer hizo posible lo que antes de ella era una utopía. Luisa Blanco merece estar, sin dudas, en el sitial de las pioneras de Rosario: fue la primera socia de un club de fútbol.

tapa libro insumisas

(•) Fragmento editado del capítulo incluido en el libro “Insumisas. Diez mujeres de la historia de Rosario” (Homo Sapiens Ediciones, 2020).

Publicado en la ed. impresa #10

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