Me pregunta el editor si Rosario es Barcelona. No tengo la más mínima idea, le respondo. Puedo escribir sobre la Revolución Francesa, anoto en un Whatsapp desde Madrid, después de dejar en la falda, boca abajo, 14 de julio, el último libro de Éric Vuillar (Tusquets, 2019), una novela apoyada en la investigación de todos los archivos disponibles sobre el cambio de hora histórico que se produjo en el siglo XVIII. El editor me da su consentimiento, pero advierte: que tenga un anclaje en Rosario. Pienso que la conversación es un barullo y mientras lo pienso, regreso al libro.
En 14 de julio se enhebran, uno tras otro, los vecinos que ha conseguido rescatar Vuillar de los papeles. Muchos de los que están ese día en las calles de París: una multitud. ¿Qué es una multitud? No responde a esta pregunta Vuillar, que se hace a sí mismo antes de comenzar a enumerar nombres y más nombres en el libro para detenerse en el del carretero Louis Tournay, vestido con un chaleco azul, con apenas veinte años. Tournay se trepa al tejado del cuerpo de guardia de la Bastilla, a la vista de todos. «El tiempo muere un instante en él», escribe Vuillar. Está en el Gran Patio de la Bastilla, el pasaje que conduce al puente levadizo: un pequeño pasillo que va desde el Antiguo Régimen hacia otra cosa.
Minutos antes, un disparo ha partido desde lo alto de las torres. Alguien es alcanzado, cae y queda inmóvil en el suelo. La gente sale, poco a poco, de las sombras, de los portales donde se protegen, para gritar con voz grave: «Asesinos, asesinos.» La multitud.
Casi dos siglos después, en otro hemisferio, en otra ciudad, en la que no hay Bastilla pero acontece una batalla, el 21 de mayo de 1969, casi a las seis de la tarde (exactamente a las 17:58 horas, según el cronista de Boom, la revista de Rosario) se escuchan los mismos gritos: «Asesinos, asesinos». Más de dos mil personas, reunidas en la esquina de Córdoba y Maipú, sentadas en medio de la calle, paradas en las veredas o en las vidrieras de los comercios y las escalinatas del Jockey Club, esperan. Es un miércoles y el sábado 17, cuatro días atrás, el oficial inspector Juan Agustín Lezcano le quita la vida de un disparo a un estudiante, Adolfo Ramón Bello. Esa noche, la del sábado, cae otro joven: Luis Norberto Blanco, un obrero metalúrgico de 15 años.
El país esta bajo la dictadura que encabezaba el general Juan Carlos Onganía y, en Rosario, el sábado 17, hacia el mediodía, los universitarios replicaron las protestas que ya se han iniciado en Corrientes y a las que acaban sumándose las principales ciudades el país. En distintos puntos del centro, cerca del mediodía, los estudiantes arrojan volantes. Se escuchan, como un presagio, como un eco de la historia, los mismos gritos: «Asesinos, asesinos». Mientras tanto, en el comedor universitario, la asamblea se inflama y un estudiante, subido a una mesa, llama a la lucha y «a la unidad de obreros y estudiantes». Más tarde, salen todos a la calle y cortan el tránsito. Hermes Binner, que cursa el último año de la carrera de medicina, está allí. Cuenta que la policía comienza a rodearlos, algunos con el arma en la mano y otros repartiendo garrotazos. Suenan tiros y todos corren hacia la calle Córdoba. El grupo en el que esta Binner entra a la galería Melipal, sobre Córdoba, hoy peatonal, y al ver que la galería no tiene salida, suben por las escaleras que conducen a los pisos de oficinas. De pronto, se escucha un disparo que retumba desde abajo y cuyo eco asciende y los paraliza. Es el que acaba con la vida de Adolfo Ramón Bello.
Al día siguiente, el cortejo fúnebre recorre la ciudad camino al cementerio La Piedad. Cuando pasan por la calle Alsina, entre Tucumán y Urquiza, soy un niño pequeño que observa desde la terraza como un grupo numeroso de estudiantes, tomados de la mano, rodean el coche que lleva el ataúd que contiene el cuerpo de Bello. Detrás, una multitud que no cesa de desfilar ante mis ojos, una mirada que retiene esas imágenes.
Muchos años después, Jorge Isaías me cuenta que él es uno de esos estudiantes que rodea aquel coche fúnebre, tomado de la mano de un compañero, de una compañera. ¿Isaías alza la vista y cruza la mirada con el niño? Quién sabe. Eso es un misterio. Como Tournay en París. Como Bello y Blanco en Rosario. Como la multitud.
El misterio/ en su propia/ intemperie/ nos sostiene. (¿Es la poesía?, Jorge Isaías).
Publicado en la ed. impresa #01