A sus 80 años, Rafael Ielpi mira hacia el pasado buscando respuestas. No fue la suya una infancia feliz y, sin embargo, vuelve sin dolor hacia los días en que la familia recorría el país siguiendo los pasos del padre ferroviario. No sorprende, entonces, que el poeta, escritor, historiador y gestor cultural rosarino cite al fotógrafo de Barullo en la Estación Rosario Oeste. No en el cómodo departamento que alquila en el Palacio Fuentes, frente a alguna de las cuatro bibliotecas que resguardan sus cinco mil libros. Tampoco en el imponente Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, que dirige desde hace más de 15 años. Ielpi decide retratarse en el viejo edificio de calle Paraná al 1300, el mismo desde donde en cada receso escolar partía para reencontrarse con su padre. El mismo al que llegaba junto a sus hermanas y hermanos en la culminación del verano para volver a alojarse en la casa de los abuelos paternos, para retomar las clases en una Rosario para él acotada. Una Rosario a la que comenzó a descubrir sobre el final de la adolescencia, y a la que le dedicaría vida y obra.
Nacido en El Maitén, Ielpi se radicó definitivamente en Rosario a fines de la década del 40, luego de que su madre los abandonara sin dejar rastros. Poco después, su padre murió en un accidente ferroviario. “No tuvimos una infancia muy feliz en Rosario. Ni siquiera diría feliz… Siendo condescendiente podríamos decir que fue una infancia… soportable”, resumirá Ielpi, lanzado a recorrer aquellos primeros años de vida en la ciudad que lo adoptó para siempre.
Aunque poco hay para contar de esos tiempos iniciáticos: el mapa rosarino se circunscribía únicamente a la amplia casa tipo chorizo de los abuelos paternos. La calle era territorio casi inexplorado, excepto por las breves incursiones al baldío de San Luis y Caferatta o a la Estación Francesa de Córdoba y Caferatta, con el fútbol como pretexto. La escuela primaria y el Club Centro Progresista en San Juan al 3600 completaban el escueto menú de opciones para el joven Ielpi.
—Hasta entonces, tu universo en Rosario era acotado.
—Muy acotado, eran esas cuadras de Echesortu. Después me fui de la casa de mi abuela a los 17 años, le dije que me quería ir, porque el tío y las tías que vivían en la casa no me trataban demasiado bien. Mi abuelo, que era un ser buenísimo, se murió al poco tiempo que murió mi padre. Era carpintero, más bueno que el pan. Y mi abuela una tipa de mucho carácter, seria, pero que nunca nos trató mal, y siguió llevando la casa cuando murió mi abuelo.
La llegada al Nacional 2 de Salta y Entre Ríos y el primer trabajo, en una fábrica de cuchillos e instrumentos de cirugía ubicada en Provincias Unidas y Godoy, fueron abriendo el mapa hacia nuevos territorios. Sentado frente a la mesa de algarrobo que ocupa el centro de un comedor enriquecido por decenas de cuadros (algún Grela, un Renzi), fotos y objetos, Ielpi rememora con precisión cada detalle. Su voz, firme, sólo se atenúa cuando, entrecerrando los ojos, rastrea algún nombre, algún dato que se esconde debajo de la bruma del tiempo. Pero Ielpi no deja que pasen por alto: historiador de oficio, dedicado a la preservación de los rasgos cotidianos del pasado, sabe que la vida está en los detalles.
Es por eso que Ielpi nombra. A Emilio Salgari, Julio Verne y Nikos Kazantzakis, autores que lo cautivaron cuando comenzó a navegar entre los cien o doscientos libros que conformaban la biblioteca familiar. Por eso nombra al austríaco Hermann Broch y La muerte de Virgilio, el libro que le voló la cabeza y lo confirmó como lector voraz. Elsa Muñoz, su profesora de Castellano en el Nacional 1, es también nombrada, como la responsable de impulsar su vocación autoral: “Nos hacía escribir composiciones. A mí me encantaba y un día me agarró terminando el año, y me dijo: ‘Mirá Rafael, vos tenés que dedicarte a escribir. Hacé lo que quieras, trabajá, pero no dejes de escribir, porque tenés una gran vocación para la escritura. A partir de ahí me entusiasmé”.
Con ese impulso, finalizada la secundaria, Ielpi ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras. Y dejó finalmente la casa familiar. Así recaló en una pensión en San Luis al 800, donde ante la falta de disponibilidad de habitaciones individuales, aceptó la sugerencia de la propietaria de compartir una habitación amplia con un muchacho que, como él, estudiaba Letras. Fue entonces cuando conoció a quien sería otro de sus grandes mentores: Aldo Oliva. “El tenía 27 y yo 17. No sé por qué Aldo vivía ahí, porque tenía su casa en Oroño cerca del Hipódromo, donde su padre era un gran cuidador de caballos de carrera. Debemos haber vivido juntos como un año y medio, dos años, y Aldo me abrió la cabeza con la literatura, la ideología”, homenajea Ielpi, que recuerda además a profesores como David Viñas, Ramón Alcalde, Adolfo Prieto.
A partir de entonces, el estudio se alternó con trabajos y sucesos de lo más variados: el estudiante Ielpi trabajó como operador nocturno en Teléfonos del Estado a fines de los 50, en el 61 se casó con la escritora Noemí Ulla (con quien sostuvo una relación de amistad pese a separarse poco después), militó en el Movimiento de Liberación Nacional, fue empleado de la sección Licencias del Consejo Provincial de Educación y, más tarde, inspector de la Dirección de Asuntos Rurales (empleo que lo llevó a recorrer el sur provincial, a bordo de una Estanciera, constatando el cumplimiento del Estatuto del Peón). Hasta que, a fines de los 60, la escritura se convirtió en fuente de trabajo, primero en diarios como Rosario y Democracia, luego como parte del equipo de dirección de la Editorial Vigil junto a Jorge Riestra. Más tarde en la fundamental revista Boom, bajo el comando de Ovidio Lagos Rueda, quien le encomendó una investigación sobre el pasado prostibulario de Pichincha. Esa labor, compartida con Héctor Nicolás Zinni, terminaría convirtiéndose en su primer libro de carácter histórico: Prostitución y rufianismo, publicado en 1972. Dos años después, se estrenó la exitosa “Crónica cantada sobre La Forestal”, donde Ielpi volcó las vivencias de la infancia en los quebrachales.
—Contar el dolor ajeno, que no se perdiera aquello que estuvo tapado (en La Forestal, en el pasado prostibulario de Pichincha), ¿fue una forma de sanar algo de aquella infancia no del todo feliz?
—Sí, seguro… Yo ya soy grande, y te voy a decir la verdad: la orfandad no la sentí como una cosa desgarradora. Porque evidentemente uno mismo las cosas que les duele trata de no recordarlas. Como lo de mi mamá: me dicen cómo no me interesó buscarla… Sí, me interesó. Pero no la encontramos. Y ahora de grande, y sin darme cuenta casi, toda esa cosa de la infancia me ha vuelto, pero no como una pérdida, como un dolor, sino como una necesidad de entender, escarbar en ese pasado sin ningún resquemor. Casi sin dolor, incluso, pero con una gran necesidad de entender. Todo el mundo dice que la infancia es la edad de oro, para mí no lo fue…
—¿Cuál fue tu edad de oro?
—Cuando me casé, tuve mis hijos… A mi mujer no la había visto más que alguna vez en la calle. La conocí el 20 de septiembre del 70, nos casamos el 21 de octubre del 70. Y estamos juntos todavía. Es para sentirse feliz si uno ha vivido todo ese tiempo sin zozobras. Podría decir entonces que uno ha vivido una época de oro. Y no somos ricos, no tengo casa propia, no tengo autos. Son cosas que a cierta edad empiezan a importar. Hay dos pensamientos que son ciertos: uno es que los adolescentes tienen un sentido dramático de la vida, lo otro es que muchos jóvenes se creen inmortales. Yo creí que iba a ser inmortal, entonces nunca aporté para la jubilación y cobro 8 mil pesos… entonces tengo que seguir laburando.
Laburante, Ielpi asume la rutina como director del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, al que conduce con orgullo, pese a entender que lejos quedaron los tiempos de esplendor. “Cuando llegué, en el 2003, el centro cultural estaba bastante caído, la gente no lo tenía encarnado como un lugar importante. Sobre todo en los primeros años (porque después empezaron a haber algunos problemas presupuestarios) buscamos cimentar el prestigio, también hacia el resto del país. Acá vinieron filósofos como León Rozitchner, José Pablo Feinman, Tomás Abraham, Eliseo Verón, Beatriz Sarlo. La última conferencia de Borges en Argentina fue en el Centro Cultural. Después hicimos muchos espectáculos, se movió mucho. En estos últimos dos años se achanchó, por razones ajenas al director y los que trabajan ahí. Hubo una decisión de refacción edilicia que nos inutilizó dos pisos, nos acotó el espacio. Además, el año pasado se instaló la escuela de danzas, porque se le estaban cayendo los techos. Y la Municipalidad nos ocupa salas para hacer eventos.
—El centro cultural se convirtió en un centro multifunción…
—Exactamente. Y dejaron de hacerse congresos, porque estamos retrasados respecto de otros lugares donde se hacen congresos, no tenemos la misma infraestructura, no tenemos fibra óptica.
—Tras la recuperación de la democracia, en la intendencia de Horacio Usandizaga fuiste el primer subsecretario de Cultura de Rosario. Además fuiste concejal durante diez años por el radicalismo, en distintos períodos. En líneas generales, después de tanto recorrido, ¿te parece injusto tener que lidiar, por ejemplo, con la asignación de presupuestos para gestionar?
—A mí nunca me gustó mucho sacar la cabeza del agua, no soy un tipo vanidoso. Y no siento que me hayan ninguneado. En algunos aspectos que no tienen que ver con la función pública sí: nunca me llamaron para ninguna antología de poesía, raras veces. Y soy un buen poeta de la generación del 60, sin dudas, uno de los mejores. Ahí sí. Pero en la gestión pública siempre se pelea. No quiero ser injusto, debo decir que los cinco secretarios de Cultura que tuve (Marina Naranjo, Chiqui González, Fernando Farina, Horacio Ríos y Guillermo Ríos) todos tenían improntas diferentes, cada uno con su librito. Y en realidad a mí me dejaron bastante libertad de acción. Si hubo restricciones presupuestarias, quiero creer que fueron para todos, no creo que me hayan querido joder a mí. De todas maneras, el Centro Cultural es el más importante que tiene la ciudad, es el más accesible para toda la ciudad. Lo que me parece es que es un edificio del Siglo XX, pero estamos en el Siglo XXI y debería ser aggiornado, con la tecnología que se necesita. No es fácil, sé que gestionar no es fácil. Y tenemos un karma, que es el presupuesto municipal, que es exiguo para una ciudad como Rosario.
—En tu gestión como subsecretario de Cultura se sentaron las bases para una serie de políticas culturales que se mantuvieron a lo largo de los años. Una de ellas tuvo que ver con instalar una agenda de espectáculos en espacios públicos; la otra con la descentralización de actividades a partir de talleres culturales en los barrios. ¿Cómo llegaron a delinear esas políticas?
—Cuando asumí, habían pasado muchos años de represión, de dictadura, y no era fácil volver a enhebrar el tejido social de la ciudad. Pero la gente tenía una necesidad de hacer cosas, de expresarse y eso me facilitó mucho las cosas. Cuando me convocaron me puse a meditar qué podíamos hacer. Y había experiencias interesantes: en Chile, en el gobierno de Allende, se habían creado esos tipos de talleres. En Buenos Aires estaba Virginia Aurie, que había hecho lo mismo. Me interioricé, pedí antecedentes, y entonces hicimos lo mismo. Después los espectáculos al aire libre eran una necesidad. La gente venía a pedir cosas. Creo que fue una buena gestión.
—¿Esa gestión es reconocida por tus pares, por otros gestores culturales?
—No, mejor no opino de eso… Pero, por ejemplo, Lifschitz en cada acto que he ido siempre que habló de la gestión cultural decía que todo eso nació con mi gestión. Con Binner no tanto… Pero tengo otra suerte, porque la gente me recuerda más por la cultura que por la política, y fui diez años concejal. No fui un concejal vociferante, pero fui un buen concejal.
—¿Sentís el reconocimiento de la gente?
—Más que otra cosa, la gente en realidad me considera un escritor. Pero en realidad no he escrito narrativa, que sí te da una repercusión más inmediata. Mi producción es poética, y un librito de cuentos. Después lo que sí valoro mucho es la cosa de la investigación histórica, de la vida cotidiana. Yo siempre insisto que no soy un historiador académico. Y los académicos, a los que somos divulgadores, a pesar de que tenemos seriedad y que investigamos, nos ven como una cosa lateral. En algún momento me rompió un poco las pelotas. Porque para mi investigación de Vida cotidiana de Rosario laburé como doce años. Hay una frase de Tomás Eloy Martínez, que puse en el libro, que dice: “Cada vez que me preguntan qué cosas del pasado recuerdo con más intensidad, contesto con una involuntaria paradoja: Lo que más recuerdo es lo que no he visto. Así lo siento, exactamente: recuerdo lo que no he tenido, trato de incorporar a mi memoria lo que no sé. Y lo que más extraño (que es otra manera de nombrar lo que más recuerdo) son casi siempre experiencias colectivas en las que no estuve y que siguen conmoviendo todavía la imaginación de la gente. Sobre esas historias escribo: porque nada se recuerda tan hondamente como lo que no se pudo vivir…”. Todo eso no lo viví, pero me conmueve, me emociona.
Foto: Ielpi en la Estación Rosario Oeste, donde todo empezó (Sebastián Vargas)
Publicado en la ed. impresa #01