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Barullo en papel Recorridos

Se come pero no se cuenta

Algunas de las mejores pizzas de Rosario están rodeadas de misterio. El Servicio Secreto Gastronómico (SSG) cuenta, por ahora, con agentes leales.

El tipo es flaco. Canoso. Los ojos oscuros. Está erguido, serio. El delantal blanco. Blanco de tela, blanco de harina. Pero olvidate de eso. Olvidate por un segundo. Mirá las manos. Yo sé lo que te digo. Quedate con las manos, el movimiento de los dedos. El tipo flaco, blanco, canoso, sabe que hay un momento en el que ya puede confiarle a la masa su misión más trascendente: convertirse en pizza. Disimula. Lo ves así, como haciendo algo terrenal, y jamás vas a pensar que él, rodeado de muzzarella, aceitunas y tomates, tiene algo que lo une con Peter Parker, con Bruno Díaz, con Hijitus. El maestro pizzero también atesora un secreto. Quiero saber cómo hace lo que hace. Pero no hay caso: no lo dirá. La pizza se elabora, se come, pero no se cuenta. Un secreto es un secreto. Y algunas de las mejores pizzas de Rosario están rodeadas de misterio. El Servicio Secreto Gastronómico (SSG) cuenta, por ahora, con agentes leales.

Toma 1. José es mozo. Un día se presentó en Via Apia y se quedó para siempre. Pellegrini al 900 era distinta en 1965. Las mesas llegaban hasta calle San Martín. José tenía 24 años y dice que a esa edad –como Súper Hijitus– “volaba”. Vio pasar a clientes de tres generaciones por el local que pronto celebrará 54 años de tradición, de mística, de pasión por la comida. José debe ser socio vitalicio del SSG porque cuando le pregunto por su pizza preferida juega al misterio. “Todos los gustos”, responde enigmático. 

Por el local desfila gente famosa, pero los clientes se siguen tomando fotos con él. Es un ícono del comercio. Y es extraño: José es un agente que no teme que su rostro se conozca, se difunda, se viralice.

Martín Rougier está casado con la nieta de los fundadores y es un todoterreno del lugar. Explica que cada pizza es “única» y que su elaboración demanda unos doce minutos. Habla de la muzzarella, pero hasta ahí. “No te voy a decir la marca”, advierte. Faltaba más. Ya empiezo a entender esta lógica. Martín cree que la pizza es un clásico porque es práctica, económica y porque, desde su forma redonda, invita a reunirse y a compartir en derredor de ella. La pizza también apasiona, fanatiza, habilita planteos. “¿Qué pasó que sacaron la de humita de la carta?”, le preguntaron a Martín hace un tiempo. El cliente estaba inquieto. Reclamaba por la aparición con vida de la de humita. No fue el único. Y la de humita, un día, volvió. Ilesa.

El SSG no puede bajar la guardia. Un chef rosarino afincado en Europa ronda cada tanto el local. “Vengo a comer pizza porque me encanta. Pero también para descubrir cómo la hacen”, confiesa a los mozos. La búsqueda de la poción mágica lo llevó a bordear la locura: utilizó papa creyendo que ahí estaba el secreto. Falló. No está claro si el laboratorio voló por los aires. En Via Apia se ríen por la ocurrencia: saben que la fórmula está preservada. 

Tercera generación de una familia que hizo de El Barrilito su casa
Tercera generación de una familia que hizo de El Barrilito su casa / Foto: Sebastián Vargas

Toma 2. Se rueda en Fisherton. Creo estar en presencia de una de las fundadoras del SSG. Rosa tiene 90 años. Su alias le permite pasar desapercibida: Pocha. Pochas hay muchas. Pero ella, a diferencia de otras, fundó en noviembre de 1978 El Barrilito. Se fundió con su almacén de ramos generales, abrió el bar y empezó a amasar. Cuarenta pizzas a la mañana y otras cuarenta a la tarde.

 –¿Y cuál es el secreto, Rosa? 

 Quizás porque está más allá de todo desliza algo. “Amasarla bien, pero no mucho”, advierte. ¿Y cuánto es mucho? Mucho es una medida imprecisa, salvo que se trate de un recital completo de Diego Torres. Pocha es como una tarotista: dice, pero no dice. Más bien da a entender.

Federico Mysuta, el nieto de Pocha, sonríe. Es la tercera generación de una familia que hizo de El Barrilito su casa. Suena lindo, pero es real. Viven arriba del local, en Córdoba al 7700. La pizza “es amor”, según describen los Mysuta. Pero también pueden ser números. En El Barrilito se venden unas 350 por semana. Para abastecer esa demanda se compran 80 kilos de muzzarella, 30 de jamón cocido, otros 30 de pollo y unos 85 de harina. Todo para producir una pizza al molde, “media masa”, que ya es un clásico irresistible. La Especial lidera el ranking. La de pollo a la crema con panceta pelea en el segundo lugar. Algunos quieren “el disco más fino” que haya. Otros, el jamón arriba. “Una locura”, según la mirada de Federico. Están los que recorren geografías escabrosas combinando ajo, aceitunas y anchoas. “Extravagantes. No le dan un beso a la pareja ni en pedo”, bromea Federico. 

Sigo la recorrida. Toda sociedad secreta tiene que tener opositores. Sólo debo encontrarlos.

El maestro pizzero de La Palmera trabaja desde hace dieciocho años a la vista de la gente
El maestro pizzero de La Palmera trabaja desde hace dieciocho años a la vista de la gente / Gentileza Daniel Miniello

Toma 3. Una noche en Alberdi. “La pizza no tiene ningún secreto, ¿entendés?”. Daniel Miniello está en una oficina pequeña. Esa habitación es como una mamushka, dentro de otra más grande. La Palmera se fundó en junio de 1980 y fue creciendo hasta que la pizzería se comió toda la casa familiar de Rondeau al 4200. Suena el teléfono. Daniel toma pedidos. Corta y vuelve con la idea: “La pizza necesita tiempo para descansar. Es un trabajo artesanal. La masa es nervio, es algo vivo. Agua caliente, sal, aceite, levadura. Y si el que la hace no está bien, se nota”. 

Daniel se pone filosófico. “¿Sabés cuál es el secreto? Vivir sin disfrutar la vida, trabajando de lunes a lunes para atender bien al cliente”. Cuenta que así logró que la gente “se aquerencie” con el lugar. Supo tener clientes que compraban pizza las treinta noches del mes. “Te lo juro. No sé si por comodidad o qué, pero me pasó”. En La Palmera no creen en secretos. Martín, el maestro pizzero, trabaja desde hace dieciocho años a la vista de la gente. Pasa la masa, “el nervio vivo”, de una mano a la otra. Los clientes miran el espectáculo con desgano. Ya están acostumbrados. A los malabares. Y a ese sabor que ya es una marca registrada en el barrio.

Mozos de Santa María
Mozos de Santa María, zona sur / Foto: Sebastián Vargas

Toma 4. Termina la recorrida y tengo hambre. “Traeme dos de anchoa y dos de jamón y queso doble”. Los dueños de la tradicional Santa María, en Garay al 900, deben ser el ala dura del SSG. Directamente se niegan a hablar. “No estamos acostumbrados”, se excusan. Desconozco si en la cocina está el oráculo. Algunos dicen que sí. Otros lo desmienten. Fama tienen. Como el doctor Favaloro. O como Charlotte Caniggia, ¿quién sabe? Pago la cuenta y abandono Santa María. Es medianoche. Los autos recorren la avenida San Martín con premura. Detrás de una pared veo a un hombre que me observa con recelo. Quizás sea un integrante del Servicio Secreto Gastronómico. Tal vez sólo un efecto provocado por el exceso de cerveza. Prefiero no averiguarlo.

Publicado en la ed. impresa #01

Por Mauro Aguilar

Soy periodista, toco el piano en una banda de rock y hago stand up, pero sólo me destaco con una costumbre en peligro de extinción: el asado.

2 respuestas a «Se come pero no se cuenta»

me encantó este viaje pizzero por los negocios rosarinos. Nuestras pizzas son mejores que las acartonadas que te sirven en Italia. Doy fe. Tu recorrida Mauro compartida en Barullo es excelente

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