Siempre lo mismo. 40 kilómetros. 21 paradas. El centro, Malvinas, Lisandro de la Torre, Alberdi, Luis Agote, Pichincha, Parque, Abasto. Y, de nuevo, el centro. Siempre lo mismo, en loop. El Monumento a la Bandera, el río Paraná, el puente Rosario-Victoria, el reflejo azul y blanco en las vidrieras comerciales del microcentro. Un mercado, dos museos, tres shoppings, varios parques. Siempre lo mismo. Tres recorridos diarios. Dos horas y cuarenta cada uno, ocho horas los tres. “Rosario siempre estuvo cerca”, canta Fito a modo de metamensaje. Canta, también, la Trova, Fabián Gallardo y alguna que otra banda un tanto rocanrolera como Vilma Palma o Cielo Razzo. Una voz masculina intercala relatos, leyendas urbanas, fechas varias y curiosidades a medida que el paisaje va mutando. También saluda, gentil, en la parada uno de Corrientes y Córdoba: Bienvenidos. Welcome. Bem-vindo. Los auriculares celestes, las ventanas panorámicas sin vidrios, las veinticuatro butacas y el toldo-techo corredizo. Siempre lo mismo. ¿Siempre lo mismo?
La idea de materializarlos surgió de la empresa mayorista Welcome Rosario SA, un emprendimiento de Auckland Turismo que contó con el apoyo y la colaboración municipal, en especial del Etur: tres colectivos turísticos; una apuesta a (re)descubrir la ciudad en ciento sesenta minutos. Una audioguía pregrabada, paradas definidas y la opción de elegir, a piacere, redundar en alguna y retomar el recorrido pasada una hora, o dos. El famoso hop on-hop off de las principales metrópolis, reversionado con tinte rosarigasino. La temporada estival del mes de enero, 2021 fue la elegida para rodar las calles por primera vez. Vacaciones, turismo, calor: un cóctel seductivo y prometedor. La mezcla de hoy es ligeramente distinta: diez grados, veredas crujientes, nubosidad constante. En el paisaje urbano resaltan accesorios varios: boinas, polainas, cuelleras, gorros. La calefacción está al máximo, aunque es prácticamente imperceptible en un vehículo que se enorgullece de sus aberturas sin mediaciones.
‒Tengo una bufanda, ¿la querés? Es recalentita, era de mi papá.
La voz llega desde el asiento de conducir. La bufanda en cuestión es gris, de lana de alpaca. Abrigadísima, es cierto. El frío se escurre en un día que de otoñal tiene poco y nada. Son las once y cuarto de la mañana y soy la única pasajera arriba del City Tour Ros.
Silvina Moreno tenía nueve años cuando descubrió su vocación de colectivera. En ese entonces viajaba con una amiga por el techo de su casa de Villa Gobernador Gálvez en un colectivo piloteado por una rueda de bicicleta herrumbrada y fabricado a partir de cajones de vino hechos con alambre. Esa emoción inexplicable, que pensó que llegada la adultez jamás podría llegar a sentir, fue la que reapareció a los cuarenta y ocho, cuando se subió por primera vez al colectivo de la Mixta en 2018.
‒Es una sensación de grandeza y felicidad a la vez, como si manejar el colectivo fuera parte mía. Es una cosa rara, porque no sé si todos sentirán lo mismo. Es una pasión, te juro, como el fútbol para los argentinos.
Silvina se ríe con cierta picardía. Le brillan los ojos mientras enumera cada una de las cinco líneas de transporte urbano que manejó: 131, 132, 138, 139 y 141. Al City Tour Ros ‒dice‒ llegó a raíz de uno de sus otros trabajos: el de taxista. Cuenta que fue a cargar nafta a una estación de servicio que, por la zona, no frecuentaba. Hablando con el playero, él le dice que era chofer del colectivo turístico y que estaban buscando a alguna chica para sumar al equipo. Pasó currículum, carnet, todo. Quedó efectiva.
Pienso que su logro es, también, el logro de muchas y a la vez el de todas. A partir de luchas relativas a la paridad de género, ver una mujer al volante del transporte urbano dejó ya de ser algo esporádico. Dice Silvina que están contentas por eso. Que se está cumpliendo lo que les habían prometido, que cada vez hay más mujeres manejando camiones de limpieza, y también en el sistema Mi Bici Tu Bici. Mientras tanto siguen dando las luchas necesarias todos los días, cada una desde su lugar. Contra los insultos, contra las miradas de desaprobación, contra los comentarios descalificatorios. Su trinchera es el grupo de WhatsApp: son 53 y se autodenominan Colectivo de mujeres.
El bus llama la atención. Se nota en las miradas, algunas inquisitivas, otras cómplices, unas pocas suspicaces, otras curiosas, acompañadas de una sonrisa y un saludo tímido. Me vienen a la mente Juarroz y su red de mirada, esa que, dice, mantiene unido al mundo y no lo deja caer. Percibo en el recorrido repetido una especie de tiempo-espacio diferente, donde todo es igual y al mismo tiempo no lo es. Conexiones fugaces se suceden como intersticios en un plan preestablecido, pero siempre trashumante. En una ciudad, muchas ciudades; en un viaje muchos viajes, como una mamushka-urbana que se reinventa en cada kilómetro recorrido. La permanencia está en quienes toman la calle y la hacen propia. Por avenida Belgrano y Laprida gritan un saludo entusiasta. Es el cuidacoches de la zona. Silvina responde, bocina mediante, sonrisa mediante. En Alberdi, frente a la Rambla Catalunya, uno de los pescadores gesticula con la mano. Otra vez la bocina como señal inequívoca de afecto. La ventana de la conductora se abre en Pueyrredón y Pellegrini para chocar el puño con un pibe de unos catorce años. Sonrisa blanquísima, gorra amarilla.
‒¿Te acordás de mí?
‒Sí, el del corazón. Un dulce.
Se refiere a que una vez, cuando frenó, él le dibujó un corazón en el vidrio. Fue con el cosito para limpiarlo y quedó bastante tiempo, huella difusa de un encuentro fortuito de la calle.
El barrio Inglés, por su parte, deja vislumbrar, cual ráfaga, una escena inesperada: un chef de punta en blanco, con su toque blanche bien calzado saluda, entusiasta, desde un carrito en la vereda. Silvina lo describe como “un personaje”. Ya le pidió, dice, que le haga propaganda con sus pasajeros. ¿El eslogan? Los mejores choripanes de todo Rosario. Me asalta la duda de si los contactos trascienden el bus. La respuesta es no: el vínculo es siempre así, ella desde ahí arriba, ellos desde abajo. Dice la conductora que no sabe los nombres, aún de las personas que saluda en cada parada, pero que adora a cada una por ser gente maravillosa. Dice, también, que algún día se va a tener que parar a preguntarles, cuando ande en el taxi, para ver si la reconocen. Porque no es lo mismo estar arriba que estar abajo. Taxis hay muchos, y son todos iguales. El bus es otra cosa.
‒Maxi.
‒¿Me escuchás? Está todo cortado acá, porque hay manifestaciones en la plaza López. Así que yo seguí por Belgrano y agarré la rotonda, agarro la Fluvial directamente.
‒Gracias por avisarme. Yo estoy acá en el monumento al pucho.
‒Bueno, estate atenta cuando vuelvas, te vas a encontrar con esto.
‒Genial Maxi, gracias, nos vemos.
El intercambio se da en modo manos libres, el celular está sujeto, firme, a la derecha del volante. Maxi, el otro conductor, maneja la segunda unidad, que transita el mismo recorrido a trece paradas de distancia. Silvina aclara que el monumento al pucho es el apodo de la Usina Sorrento, que así se le llamaba hace cuarenta años, cuando ella era chica. Comenta también que los viernes son un caos, que si no es por los cortes es por las escuelas. El microcentro le da la razón. Suenan perros, taladros, bocinas, llaves, gritos y rueditas de mochilas carrito. En Oroño y 3 de Febrero conversan dos zorros. Una chica en moto habla por celular mientras se calza el casco para arrancar. El casco es negro, la campera es negra, la cuellera también. Hablan por celular, también, en la puerta de una cochería, en lo que parece ser una fila larga de espera. Silvina prende la radio y sintoniza la FM Kiss, como siempre. Todavía falta un rato más para llegar.
El final del recorrido es también el principio de otro nuevo. En Córdoba y Corrientes hay cuatro chicas esperando: Marcella, Isabella, Ana Carolina y María. Son del centro de San Pablo, Brasil; más precisamente de Piracicaba. Dos de ellas hablan un español casi perfecto, resultado de sus tres años viviendo en Rosario. Cuentan, sin embargo, que allá por el 2019, cuando ingresaron juntas a la carrera de medicina en la UNR, no podían parpadear ni una vez en la clase. Si lo hacían, perdían el hilo de la conversación. Los exámenes orales las forzaron a incorporar el dialecto rioplatense al punto de dejar de entender el ibérico, que ahora evitan en las películas que miran. El sheísmo ya es cosa de todos los días. Cashe. Plasha. Shuvia. Del bus se enteraron gracias a Ana Carolina, su amiga que vino a visitarlas por un par de días antes de partir para la Patagonia. María, la suegra de Isabella, se prendió al recorrido a pesar del frío, que resolvió combatir al transformar su pashmina en pasamontañas. Silvina les da la bienvenida, cálida, y se para al frente para contarles los principales detalles. Parece un tour privado, y casi que lo es. Las cuatro se calzan los auriculares celestes y alternan entre los tres idiomas disponibles a medida que el vehículo avanza.
Es sábado y el día sigue gris. Silvina viste la misma campera fucsia, los mismos pantalones blancos, los mismos mocasines negros, las mismas medias altas. La camiseta de algodón y la bufanda gris completan el uniforme antifrío. En la mochila sigue lo de siempre: el peine azul, los anteojos de sol estilo aviador, unas gomitas ácidas, un par de chupetines y el traje blanco. Al traje lo lleva para cubrirse cuando llueve en el trayecto de ida y vuelta al galpón. Es amplio, tipo mameluco: cubre el cuerpo entero, la cabeza y la mochila. Tarda media hora en moverse en moto desde su casa en zona centro a donde duerme el bus, zona noroeste. Previo a salir se toma unos mates y prepara el almuerzo del día que es, casi siempre, una manzana. Antes, hace un año, comía de todo. Ahora, con la celiaquía confirmada, come lo que encuentra sin Tacc en lugares-hallazgo como el kiosco de Corrientes y Montevideo o el Mercado del Patio.
Los días no fueron siempre así. Cuando vivía en San Lorenzo trabajó por veintitrés años en una farmacia. Atendía, ponía inyecciones, tomaba la presión, monitoreaba el colesterol, medía la glucemia. En otras épocas su oficina era el salón de clases. Pero aunque estudió tres años del profesorado de biología, no lo terminó. Dice que dejó porque pensaba que no servía para enseñar. Ahora, recién recibida de personal trainer y dictando clases personalizadas de gimnasia dos veces por semana, piensa distinto. El presente es multifacético. Intercala el volante del colectivo con el del taxi, la docencia de entrenamiento con el trabajo en las tareas de la casa y, también, con la maternidad de su hijo de trece años. Él sueña, como ella a su edad, con manejar un colectivo.
En la parada de La Fluvial se sube una chica de treintipico. También una pareja de arriba de cincuenta que discute cómo se hace para sacar, por el teléfono, el boleto que no pagaron con anticipación. En el Museo Macro suben dos amigas, ambas con barbijo, ambas sin sonrisa. Los sábados el bus se llena más, había dicho Silvina. Es cierto.
Florencia suele viajar sola, no es la primera vez. En general son viajes cortos, escapadas para salir de Lanús y cambiar un poco de aire. En todas elige subirse a los buses turísticos para guardar en la retina un pantallazo de la ciudad. Es militante acérrima del viajar con una misma. La mejor parte, dice, es que te obliga a socializar, a comunicarte, a conocer otras historias de vida, otros lugares, otras costumbres. Andrea y Daniel, en cambio, eligen viajar de a dos.
‒Festejamos treinta años de casados, durante este año. Es en diciembre, pero ya empiezan los festejos adelantados.
Daniel la mira a ella mientras habla, cómplice. Un rato después va a bailar al ritmo de la música de la audioguía para hacerla reír. Es la primera vez que visitan Rosario, y dicen que les llama la atención la buena manutención de los edificios históricos, cosa que en el conurbano bonaerense donde viven, no pasa. Prefieren conocer desde arriba del bus porque, si van en auto, quien maneja no ve nada. Marisa y Marisol viven allá, también. Hace cuatro años que dejaron atrás su Colombia natal para estudiar y trabajar en Argentina. Vinieron juntas, con dieciocho años de amistad en la mochila y un gusto compartido por viajar los findes, por ahí cerca y sobre ruedas.
‒¡Estás congelada!
El gesto acompaña el grito en Carballo y Avellaneda. No creo ser la única, aunque el resto lo disimula bien: el viejo recurso del vestido en capas. Abajo, unos kilómetros después, alguien hace burbujas para entretener a los autos en Italia y Pellegrini. Una chica rubia con colita alta juega con su Border Collie en una plaza de barrio Martin. Dos adolescentes se besan en la peatonal Córdoba. Motoqueros se reúnen en un bar de la costanera. Son como quince, todos de traje negro, con los cascos sobre la mesa. En el barrio Inglés el chef no está. Tampoco las mochilas carrito en el centro, ni el corte de calle en la plaza López. La ciudad es un continuo devenir, leí una vez. Lo dijo Renzo Piano, un arquitecto italiano en alguna de sus conferencias. Pienso que Gilles Deleuze estaría de acuerdo. Pienso que yo también lo estoy.
Publicado en la ed. impresa #21