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Un rosarino en Delhi

Lejos ya de aquellos tiempos en que la vida discurría en el espejismo de la comunidad organizada, el neocapitalismo nos sorprende cada mañana porque ningún día amanece de igual manera. Las leyes del juego son plásticas: mutan en cada jornada y ese, justamente, es lo que podríamos llamar el espíritu de este tiempo, el Zeitgeist de nuestros días: desplazamiento y metamorfosis. A la liquidez que diagnosticaba Zigmunt Bauman se le debe incorporar lo gaseoso que retorna, inexorablemente, condensado, pero con una materia distinta. La pérdida de las certezas y la devaluación definitiva de la experiencia hacen que un ciudadano se vea envuelto –y dispuesto– a diferentes cambios para sostener su condición de tal, en términos materiales y emocionales.

La política, el trabajo y el amor, por tomar tres ejes capitales, el de organización social, el de realización personal y el campo de los afectos, se ven en constante movimiento y cambio. Este proceso no se produce desde el cuestionamiento o la pulsión transformadora. No hay, en política, una idea superadora que ponga en la cuerda floja al sistema; en lo laboral no hay un cambio de paradigma como, por ejemplo, aconteció en el pasaje del fordismo al toyotismo y en lo afectivo, no existe un relato como el de la revolución sexual. Todo se desplaza y muta al libre albedrío.

La política da paso a una tecnocracia en la que el ciudadano, en ese entorno hostil, se ve obligado a circular no ya como fuerza de trabajo sino como emprendedor, eufemismo que encierra la obligación de producir tantos roles como le exija el mercado. La desaparición del trabajo hace que deban buscarse oportunidades, nichos vacantes para ocuparlos y adaptarse a esa demanda. El neocapitalismo es el tránsito del ciudadano a un estadio inferior,  el de un producto, y como tal debe generar su necesidad. Como ocurre en el circuito del consumo, los productos rotan y la demanda es variable, con lo cual se debe estar en el permanente upgrade, actualización, de uno mismo, aquello que en marketing se entiende como una nueva versión del producto; claro que en casos extremos se puede incluso ver obligado a mutar en una nueva propuesta. Así como las tabacaleras fueron diversificando hacia la alimentación, un arquitecto puede pasar de realizar proyectos urbanísticos en Rosario a la producción artesanal de queso en una chacra de Córdoba o al diseño de programas informáticos para una empresa de Delhi desde un monoambiente en Barcelona.    

En los años ochenta Woody Allen creó un personaje, Leonard Zelig, cuya vida contó en un falso documental. Zelig padecía una patología extraña que le llevaba a transformarse de manera constante, mimetizándose con el entorno que le rodeaba. Así, en una fiesta de la alta sociedad, se expresaba con un elegante acento bostoniano y exhibía sus ideas republicanas al tiempo que podía pasar al área de servicio de la casa y mezclarse con el personal doméstico, utilizando giros vulgares y soltando consignas demócratas. La película cuenta cómo una psiquiatra, que acaba enamorándose de Zelig, intenta curar su trauma. El existencialismo actual opera de manera inversa: no busca una cura, al contrario, nos vamos inventando reglas para abandonar lo que somos y convertirnos en otros de la manera más efectiva posible, es decir, con un costo traumáticamente bajo y rentablemente alto. ¿El porvenir es alcanzar la virtud de Zelig?

Zelig, película de Woody Allen

Estamos en las antípodas de Montaigne. Intentar ser un sujeto que pugna por seguir siendo él mismo, simplemente él mismo, en medio de una catarata de fanatismo y destrucción como intentaba Montaigne, es, según el sistema, ir contra uno mismo. Cuenta Stefan Zweig en su bello libro sobre Montaigne que éste buscaba incansablemente en su yo interior, al que no consideraba particularmente extraordinario ni interesante pero que, sin embargo, percibía como único e incomparable. Buscar el yo que habitaba en él, dice Zweig, le permitía de algún modo dar con el del otro, el que nos es común a todos. Nada más lejano a esta deriva existencial, una brújula que marca un norte, el cual, al alcanzarlo, se constata que la línea del horizonte a la que hemos llegado fue trazada por alguien con un rotulador. Tal vez por el arquitecto rosarino, camino a Delhi vía Barcelona.

Publicado en la ed. impresa #05

Por Miguel Roig

Escritor y periodista rosarino que reside en Madrid. Es coeditor de la Revista Socialista y socio fundador de Mongolia, revista satírica mensual española. Escribe una columna en el diario.es y en Perfil. Sus últimos libros son El marketing existencial (Península, 2014) y Conversaciones con Alberto Garzón (Turpial, 2016).

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