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Barullo en papel Crónicas

Un aventurero en la ruta de los sándwiches

Nuestro experto en gastronomía no se priva de nada a la hora del placer. Esta vez recorre tres espacios clásicos en Rosario a la hora de colocar la felicidad misma entre dos trozos de pan: Junior, Monreal y Gorostarzu. Un recorrido donde no falta ningún condimento.

Los chinos idearon la ruta de la seda. Los mendocinos, que no son tantos, montaron una más divertida: la del vino. Atrás llegó la marea gastronómica: en el sur apostaron al chocolate y en el norte a las empanadas. Los cordobeses, capaces de terciar en una guerra comercial con asiáticos y norteamericanos, doblaron la apuesta: ofrecen rutas del queso, del chacinado y del cabrito. Rosario también tiene un producto para trazar su propio recorrido: el sándwich. En un puñado de cuadras se puede completar un paseo por sabores clásicos e imbatibles, una oferta que ya conquistó a tres generaciones y que continúa batallando entre cajitas felices y velocistas con sus paladares entrenados para la comida rápida. 

El camino se extiende por once cuadras y tiene tres paradas obligadas. La primera, en Mitre 849. “Ha llegado a su destino”, me anuncia la voz de una joven ibérica. Apago el GPS y nos separamos por un rato: ella irá por unas tapas y yo a conocer la oferta del bar Junior, un comercio que fue pensado como zapatería para niños y al final no, nada que ver con suelas y cueros: desde el 17 de febrero de 1953 cautiva con su oferta de sándwiches.

El pavita caliente

El lugar es pequeño y la arquitectura está inspirada en bares neoyorquinos. O al menos desde su reforma, en 1963: mesas rectangulares y blancas. Bancos negros y redondos. La decoración no tiene secretos: el fanatismo por los Beatles se evidencia en cinco fotografías. Y se extiende a la carta, que ofrece un Ringo, un Ringo especial, un Harrison o el triple John Lennon.

Ya lo decían los cuatro fantásticos de Liverpool en una de sus más famosas canciones: “Todo lo que necesitas es un buen sándwich”. ¿Y McCartney? Tranquilos, también está en la oferta gastronómica, aunque a él se lo homenajea en forma de ensalada. Quizás detrás de esa diferencia se oculte otro elemento para alimentar el mito de su muerte temprana.

La historia del bar Junior es, al mismo tiempo, la historia de una familia que dedicó su vida al negocio. El camino lo iniciaron Juana Armoa y José Peláez -“Pepa” y “Pepe”-, lo continuó su hijo y ahora sus nietas. María José Peláez, una de las que tomaron la posta, recuerda jugar desde pequeña en el local que ahora administra junto a su hermana.

“Mis abuelos vivieron para el negocio”, cuenta la mujer de 44 años. El trabajo en aquellos inicios era artesanal y el producto tenía diseño de autor. Hasta los nombres elegidos para los sándwiches llevaban una historia, un lazo con la clientela que los pedía con determinados ingredientes.

Bar Junior / Sebastián Vargas

“El Reina era por una señora que se llamaba así. El Valle o el Padrino, lo mismo”, explica María José. La tradición se sostiene: hoy en la carta se asoman Juancito y Samy, Ale y César. La gente mezclada con trozos de pavita, mayonesa, pasta de roquefort y apio.

Pero la costumbre de un nombre simpático podría ser sólo una cáscara vacía si detrás no se sostuvieran sabores, calidad, texturas. “Este lugar no se caracteriza por ser barato. Los sándwiches tampoco son grandes. Pero acá hay calidad. Si venís a comer lomo, es lomo. Es la misma filosofía de mi abuelo”, explica María José.

El Pavita Caliente, el mismo que elaboraba Juana en los años 50, es el más vendido en la actualidad junto a las diferentes variantes que contienen lomo. En diciembre, el mes con mayores ventas, Junior despacha unos 200 sándwiches por día.

“Yo jugaba acá desde chiquita. Acá me corté, me quemé. Sé hacer todo. Me meto en la cocina y les explico a los cocineros que hay una técnica para armar los sándwiches. La idea es que el cliente venga y coma lo mismo y como lo comía en su época. La forma en que lo armo y lo cocino es un proceso y si lo cambiás la gente se da cuenta”, asegura sobre la alquimia que le permitió enamorar a una clientela ya fiel.

Julio Menditeguy

A Junior y a Monreal lo separan apenas tres cuadras y media. La distancia justa para recuperar el apetito. Monreal está ubicado en la esquina de Entre Ríos y San Lorenzo. Es una propiedad montada con ladrillos y cemento, pero que bien podría ser intervenida por Marta Minujín con panes de miga, fetas de jamón crudo, huevos y salsa holandesa. Lo merecería su historia: ¡en ese espacio se elaboran sándwiches desde 1937!

Mientras en el cine se exhibía Los muchachos de antes no usaban gomina, el paraguayo Arsenio Erico se cansaba de gritar goles y Roberto Ortiz era elegido presidente gracias al “fraude patriótico”, una ensalada de partidos políticos con pésimo sabor, en ese lugar los hermanos Pepe y Jorge Aguiló inauguraban una sandwichería donde, entre otras curiosidades, no había expendio de bebidas: un bebedero en la vereda permitía a los clientes digerir la comida.

La familia Monreal, que se dedicaba a la lechería, adquirió el local en 1960 para continuar con una tradición que, casi seis décadas más tarde, convierte a esta firma en una referencia gastronómica de la ciudad. “Al comprarlo, mi abuelo, mi padre y mi tío tratan de mantener las formas para hacer las cosas como las hacían los viejos Aguiló. Quedan varios empleados de la firma anterior, así que siguieron haciendo lo mismo”, reconstruye Fernando Monreal, quien conduce el negocio en sociedad con su primo Oscar.

El lugar conserva una barra con mármol blanco, algunas pocas mesas y 25 banquetas altas. Son las once de la mañana y a la hora en que muchos mortales pensarían en un café con leche, dos ancianas ingresan en el local y piden un mixto de jamón crudo, palmito y roquefort. Como ya no es necesario retirarse del local para tomar agua en el bebedero las mujeres se dan el gusto de pedir una cerveza negra. Si así transitan la mañana no quiero imaginar cómo será la noche. Prefiero no averiguarlo.

Como en Junior, Monreal mantiene el nombre de los tradicionales sándwiches. “La mayoría son de la década del 40. El Menditeguy, que es muy famoso, es de finales del 50. Es por Julio Menditeguy, que vivía en San Lorenzo entre Sarmiento y Mitre. Julio venía a la mañana a comer su sandwichito”, recuerda Fernando.

Monreal / Sebastián Vargas

Algunos otros –Goñi, Pinasco, Conti, Enz, Lucía, Andrés o Pedrito– recuerdan a personas más o menos conocidas de aquellas épocas. Tener un homenaje así no es para cualquiera. Muchos juran ser destinatarios de honores que, en verdad, no les pertenecen. “Es así. Algunos se los atribuyen y no son para ellos”, se ríe Fernando.

“La idea del negocio siempre fue trabajar buena mercadería y no innovar. Al contrario de rubros como la ropa o la moda nosotros apostamos a seguir siendo simples y a vender siempre lo mismo. Si quieren algo artesanal, vienen acá. Y nosotros hacemos algo para saborear, no para llenarse”, aclara Fernando.

Hoy Monreal vende, en promedio, unos 20 panes de miga diarios, una cantidad que permite elaborar mil triples o dos mil cuatrocientos simples. Se compran entre 50 y 60 kilos de jamón y de queso por semana.

El sándwich que más se vende es el Pedrito, una combinación de lomo, queso y salsa holandesa que cautivó a la clientela más joven. “Vienen y te dicen: «El Pedrito mata». ¡Y pensar que hace veinte años no vendía uno!”, bromea Monreal. El Menditeguy, con su combinación de pavita, salsa holandesa y queso gratinado, es un clásico que no pierde actualidad: como la buena música, siempre se mantiene entre los primeros del ranking.

En Monreal aseguran que la esencia para obtener un buen sándwich está, primero y antes que nada, en el pan. Después en la salsa y por último en los ingredientes. “Cuando el pan es malo al sándwich no lo podés salvar con nada”, concluyen. Juran que no hay misterios. Que ellos ofrecen un producto que es posible elaborar en cualquier lado. Basta probar un bocado de lo que hacen para desmentirlos: chicos, no intenten esto en sus casas. Nunca lograrán lo mismo.

Triple de crudo con ajíes

Ya pasé por dos locales. La carga es cada vez más pesada. Pero el recorrido está elaborado estratégicamente. El último punto de la ruta es Gorostarzu, en la esquina de Italia y Catamarca. Hay que caminar ocho cuadras desde Monreal para llegar a la chopería que funciona desde 1928. Suficiente distancia para aligerar el peso.

En el local hay una balanza, sus sillas y su barra con madera que recuerdan a otra época. En los espejos del local habla el pasado: las calcomanías adheridas publicitan el champagne Presidente, la manzanilla La Chispera o el vino Bergerac. En las paredes el café La Virginia se vende “siempre superior”.

El Vasco Gorostarzu inició el camino con un almacén de ramos generales. Luego se ubicó una mesa, comenzaron a ofrecer cerveza y se abrió el camino para los sándwiches. En los 60 el negocio pasó a manos de los propietarios de la chopería Santa Fe y desde 2002 está en poder de una sociedad que integra, entre otros, Jorge Sauan. Los nuevos dueños recibieron un estandarte que en diecisiete años nunca arriaron. “No quisimos cambiar ninguno de los productos por los cuales Gorostarzu se hizo famoso”, explican en el comercio.

Dentro de la oferta uno de los pilares, además de la cerveza tirada, es la sandwichería. Sauan tiene 37 años y cuando habla se le advierte pasión por la cocina. Destaca como un acierto haber conservado al personal que llevaba décadas trabajando allí y que ya conocía dos aspectos centrales del negocio: las técnicas para elaborar la mercadería y los secretos para atender a la clientela.

“Cuando compramos mantuvimos a seis empleados de treinta o cuarenta años de antigüedad. Hubo un mozo que empezó a trabajar a los dieciocho años y se jubiló con nosotros. El sandwichero fue el que estuvo al lado de uno de los dueños de Gorostarzu durante cuarenta años. Eso permitió manejar el mismo linaje con la atención y en la sandwichería”, resume.

Gorostarzu / Sebastián Vargas

Los de miga que más se destacan son el de roquefort y jamón crudo o el triple de crudo con ajíes, que viene en tres capas. Completa el podio el de anchoa, huevo cortado en rebanada -nunca picado- y manteca, ideal para acompañar con una cerveza helada por la fuerza de su sabor. “Esos serían los tres pilares que tenemos en los de miga”, revela Sauan.

Entre los calientes destacan el carlito de pollo con un huevo frito elaborado como un omelette. “Huevo poncho”, en la jerga interna de la cocina. Hay otro sándwich que sale con tortilla. Sauan metió esa idea en la valija en uno de sus viajes a España, aunque la adaptó a su paladar: le sumó panceta, queso, lechuga y tomate. Todo envuelto en pan árabe. “Eso vuela”, se entusiasma al verlo en la carta.

Tomado de los carritos que circundan la cancha de Boca, en 2013 Gorostarzu incorporó el sándwich de bondiola. Pero también se le agregó un toque propio: queso y cebolla caramelizada con una pizca de azúcar y otra de mostaza.

La carta, su volcánica oferta de sabores, de ingredientes, de variedades, es un viaje directo al paraíso: me siento Adán frente a un cajón de manzanas. “Acá cobramos bien, pero no transamos con la calidad y la cantidad de mercadería. Y tenemos un sabor característico”, resume uno de los titulares de Gorostarzu.

Los clientes están advertidos: pueden salir de aquí con los bolsillos un poco más flacos, pero con el estómago lleno, el corazón contento y el paladar reclamando un pronto regreso. ¿Algo más para tener en cuenta? Nada, porque el colesterol es un problema de los médicos y no para andar discutiendo entre buenos comensales.

Regreso al automóvil. Enciendo el GPS y le pregunto a mi compañera de ruta cómo estuvieron sus tapas. Me ignora con elegancia: “En trescientos metros, gire a la izquierda”. Ni siquiera me tutea. Su voz suena fría, distante, protocolar. La culpa es mía: algo me dice que debí invitarla. 

Publicado en la ed. impresa #05.

Por Mauro Aguilar

Soy periodista, toco el piano en una banda de rock y hago stand up, pero sólo me destaco con una costumbre en peligro de extinción: el asado.

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