El 23 de febrero, César Aira cumplió 70 años. Me resulta tan raro como que yo esté por cumplir 60. Cuando nos conocimos, él tenía 42. Eso es lo más extraño de todo, que aquella tarde en el café La Paz, cuando sentí que estaba en presencia de la literatura y no sólo de un escritor, él tuviera dieciocho años menos que los que yo tengo ahora.
En verdad, Aira ya representaba para mí a la literatura antes del primer encuentro, desde que lo había empezado a leer, y fue por eso que quise conocerlo. Las cosas podrían haber salido mal. No es raro que un autor al que amamos por lo que escribió nos decepciones al escucharlo en una conversación circunstancial. ¿Qué quiero decir aquí con “literatura”, para señalar en Aira los atributos de un representante eminente? Nada que tenga que ver con valores culturales prestigiosos. “Literatura” remite, en estos apuntes autobiográficos, a la idea de que el lenguaje –una frase o toda una historia- puede convertirse en algo que nos afecte inmediatamente, más acá de lo que significa, con la fuerza necesaria como para deslizarnos fuera del mundo, por un momento, y permitirnos entrever la presencia de otros mundos, acaso más reales o más encantadores que el que habitamos.
Aunque no hace literatura cuando conversa (sería espantoso), Aira se desplaza por la conversación como quien corteja la inminencia de lo inaudito –lo que nunca se nos hubiese ocurrido pensar de ese modo-, a través del comentario de una curiosidad o el relato de una anécdota ligeramente extravagante. Para hacerlo, cuenta con dos recursos invalorables: elegancia expositiva y memoria prodigiosa, sobre todo cuando se trata de revivir sus hallazgos de lector. Por otra parte, es una de las personas más generosas y amables que conozco. A estas virtudes, antes que a la timidez, atribuyo su decisión de casi no intervenir en la escena pública. Para ponerse a salvo de los compromisos que podría contraer por haberse mostrado bien dispuesto, practica el arte de la sustracción preventiva.
Cuando nos encontramos por primera vez, en 1991, yo había viajado para invitarlo a participar en uno de nuestros congresos universitarios. Le conté que había dos chicas de nuestro grupo, Analía y Nora, que fantaseaban con escucharlo leer algo sobre Arlt (sabíamos que era uno de los pocos novelistas argentinos que admiraba). “Nunca me niego, si se trata de satisfacer el pedido de una dama”. Y escribió sobre Arlt, un ensayo titulado “Arlt”, en el que el mundo de Astier, Erdosain y Balder aparecía iluminado desde un punto de vista deslumbrante y soberano, completamente distinto a los de la crítica especializada. Había compuesto el ensayo según un método enigmático: “la introyección feliz de lo imaginario”, que consistía en haberse dejado alcanzar por el universo arltiano “en ráfagas de luz sombría, en visiones deliciosamente escalofriantes”. La clase de método que inventan los escritores que saben exponer sus hallazgos y argumentar sus humores, y que los críticos después usamos hasta extenuarlos.
La primera vez que vino a Rosario para participar en uno de nuestros congresos, Aira escribió para nosotros. No sólo porque le dictamos el tema, sino porque el despliegue de su imaginación ensayística violentó sutilmente nuestros protocolos de lectores “competentes”, porque su escritura le transmitió a las nuestras entusiasmo e inquietud. Y lo mismo ocurrió durante más de quince años, en cada congreso, jornada o coloquio al que lo invitamos para conocer su versión sobre los temas que nos ocupaban (Puig, el exotismo, el ensayo, la intimidad, los diarios de escritores). Cada vez nos confrontó con la evidencia de que había otra perspectiva diferente a la del saber académico, más aventurada y perspicaz, para pensar lo que nos interesaba. Pocas veces se tiene la suerte de recibir regalos tan espléndidos. Confío en que habrá sentido nuestro agradecimiento, cada vez.
A un escritor con vocación de Monstruo, que el primer grupo en quebrar una lanza por su literatura haya sido el de unos profesores universitarios tiene que haberle provocado tanta gratitud como incomodidad (“¡qué pueden saber estos de literatura, si se dedican a enseñarla!”). De esa ambigüedad entrañable, imagino, salió la novela de aventuras titulada Los misterios de Rosario.
Publicado en la ed. impresa #01