La sala de teatro y cine está atravesada por la historia personal de aquellos que la pensaron y crearon. Néstor Zapata, de 81 años, uno de sus fundadores, es un hombre convencido de que “el artista tiene que ser la voz de su momento histórico, de la sociedad en la que le toca vivir”
Nestor Zapata habla de sí mismo en plural. Se concibe como parte de una construcción colectiva: Arteón, mucho más que una sala de teatro y cine inaugurada a fines de los 60, mucho más que un grupo de hombres y mujeres actuando, dirigiendo, escribiendo, viajando por el mundo para representar sus obras. Y mucho antes, haciendo de albañiles: revocando, poniendo ladrillos, levantando las maderas del escenario. Es parte de su identidad.
-¿Qué es Arteón?
-Arteón es todo lo que hizo. Todo lo que produjo, todo lo que consiguió: resistir, plantear, luchar, lograr, estrenar. Toda su historia le fue dando un nombre. Vos ahora decís Arteón y la gente ya sabe a qué te referís.
-¿Y para usted?
-Es toda mi vida. Me vas a hacer llorar. A veces confundo mi apellido con el nombre de Arteón. Para mí Zapata es Arteón. Digo a veces: “Hice en tal año…”. No, no hice. Arteón hizo. “Produjimos en Arteón…”. No, vos produjiste, me corrigen. Sí, bueno, pero es lo mismo. ¿Cuál es la diferencia?
La retórica de esa pregunta lo expone todo. Un individuo que transita por el camino de lo colectivo como único camino posible. Y no se trata de una confusión. Zapata, de 81 años, es un hombre convencido de que “el artista tiene que ser la voz de su momento histórico, de la sociedad en la que le toca vivir. De esas circunstancias sociales, políticas y económicas de las cuales es parte. No puede sustraerse. Para ser un hombre digno y un artista digno tiene que hablar el lenguaje de su pueblo. Transmitir la lucha, las emociones, las necesidades y los sueños de su pueblo. Ser la voz de su gente. Ahora bien, “sin resignar el lenguaje estético”, explica con la didáctica de quien ha enseñado muchas veces su oficio: director, iluminador, actor. Artista. Concibe el arte como “una simbiosis muy maravillosa de la estética y la ética”.
Cofundador del prestigioso grupo de teatro que recorrió Europa y gran parte de América Latina y Estados Unidos, no menciona a los premios como lo más importante de su carrera. Aunque haya obtenido un Martín Fierro, una Estrella de Mar y ganado el Premio del Público en un Festival de Madrid. Aunque haya encabezado quince giras internacionales exitosas. Más bien, se emociona con anécdotas sencillas. Una coherencia en su concepción de hombre-arte- pueblo.
Acaso una mirada que se fue aguzando con el paso del tiempo. Zapata empezó a actuar a los 16 años. Y a los 19 abandonó los estudios en la Facultad de Derecho de la UNR para ser artista. “No quería ser otra cosa”, dice feliz, sentado en la última fila de la sala en la que ha transitado y transita su vida.
El 27 de diciembre de 1968 los actores Sara Lindberg y Néstor Zapata se casaron en el entrepiso de la sala Arteón, que estaba en construcción. Entre baldes de arena pusieron tablones y celebraron. Eran jóvenes fundadores de esa compañía teatral. Se conocieron a los 17 años. Fueron amigos, compinches, compañeros del grupo TIM Teatro Rosario y detrás de escena se enamoraron. Siguieron actuando y viviendo juntos hasta 2015, año en que ella falleció. Aunque no es fácil decir que es una historia terminada. Zapata dirá citando algunas de sus obras teatrales que “el amor y la necesidad de amor son más fuertes que la muerte”.
Luego del casamiento, Sara y él se fueron a Mar del Plata, volvieron y siguieron construyendo, haciendo de albañiles como el resto de los integrantes. Poco después la sala se inauguró y quedó claro el lugar que ocuparía en el corazón de la ciudad: en septiembre de 1969 estalló El Rosariazo. Néstor recuerda: “La gente corría por la calle porque la policía venía a caballo. En cada esquina tiraban muebles viejos para que los caballos no pudieran pasar. Era una resistencia del pueblo. Y cuando la policía los corría subían acá al Arteón y se metían en el cine y se sentaban”.
Llegaba la policía y preguntaba:
-¿Dónde están?
-¿Quiénes?
-Los que subieron.
-No hay nadie. Este es el público que está viendo una película.
Los protagonistas de aquella rebeldía sabían que el Arteón era un refugio. Nadie los iba a delatar. El espacio físico adquirió un valor simbólico como lugar de resistencia desde el inicio. Aunque lo que uno ve hoy cuando sube al primer piso de la galería El Patio es una sala muy distinta de la que se quemó el 27 de octubre de 1972. Esta tiene 200 localidades, la anterior casi 300 y el escenario está exactamente al revés. “El día que la quemaron nos cruzamos a la casa de enfrente. Veíamos cómo el techo se hundía”, recuerda Zapata. Sus lágrimas hoy, a medio siglo de aquel incendio, permiten entender el profundo dolor de ese día.
-¿Quién la quemó?
-No sabemos. Nunca se supo. Y teníamos dos películas guardadas cuyos negativos se quemaron. Eran dos mediometrajes: El hueso de Paco y Última acción. Se perdieron las cámaras que recién habíamos comprado, los proyectores… todo. Todo, todo, todo. Desde la terraza vimos eso y cómo los bomberos sacaban las lentes derretidas. Dijimos: ¿qué hacemos? ¿Y qué íbamos a hacer? Empezar de nuevo.
Esa noche los integrantes de Arteón se pusieron a juntar cajas de zapatos y a forrarlas con papel de embalar marrón. “Les pusimos un cartelito que decía: Usted colabora con Arteón. Éramos treinta entre chicas y muchachos. Y salimos todos un sábado a la noche al centro de Rosario. Recorrimos los bares, las colas de los cines, los teatros… y todos nos decían: «Vengan»”. Respira hondo. Se emociona. “Cuando llegamos abríamos las cajas y tirábamos la plata en la mesa. Era un montón. Por supuesto, no alcanzaba ni para pagar las butacas que se habían quemado. Pero lo que servía era que habíamos visto una actitud de la gente muy grande en favor de Arteón. Eso nos alentaba”, recuerda.
-Eran tan queridos como los actores de radioteatro…
-Sí, en ese momento nos dimos cuenta. La gente llenaba el cine porque dábamos las películas que los cines comerciales no daban: porque estaban prohibidas o no querían comprometerse. El chacal de Nahueltoro, Morir en Madrid (un documental sobre la guerra civil española), Queimada… películas bravas que en otros lados no podías ver.
-¿Y ustedes por qué las daban?
-Porque creíamos en eso. Estábamos contra el sistema. Éramos jóvenes rebeldes a lo establecido. Durante el golpe militar estábamos en contra de los militares. Y en 1972 el grupo tomó la decisión de militar políticamente. Nos fuimos a la Juventud Peronista. No nos dieron mucha bola, nos veían como jóvenes medio locos… que hacían teatro… estaban muy metidos los Montoneros en ese momento. Y en vista de ese desprecio dijimos: “¿Ah sí? Muy bien. Nosotros vamos a militar arriba del escenario. Empezamos a hacer obras de contenido muy fuerte y a llevarlas a los barrios postergados. Recuerdo que en una villa de barrio Franzetti, en la zona oeste de Rosario, llevamos una obra que no tenía título, trataba de la rebeldía de un grupo obrero porque un trabajador había perdido el brazo en una máquina y la empresa lo explotaba, no querían pagarle. En ese momento en Rosario había un cura tercermundista que se llamaba Néstor y nos invitó: “Yo tengo un galpón donde nos reunimos”.
Lo que narra es una escena que se le grabó en la memoria para siempre. Cuando llegaron, se encontraron con un galpón lleno de gente. “La señora con cinco hijos, los viejos, los perros, los borrachos. Era una villa grande”, cuenta Néstor. Antes de la obra el sacerdote hizo una misa inolvidable. En vez de darles la hostia, había comprado un pan casero que bendijo y fue pasando de tal modo que cada uno arrancaba un trozo y comía. Lo mismo hizo con la botella de vino que fue circulando de mano en mano. Actuaron. Fueron ovacionados. Y entonces una mujer de ese barrio les preguntó:
-¿Cómo se llama la obra?
-No tiene nombre -respondió Néstor.
-¿Cómo que no tiene nombre?
-¿Por qué no le ponen ustedes un nombre?
-Y bueno -dijo la señora-. Nuestro pan. Que se llame Nuestro pan.
Desde entonces Nuestro pan recorrió el país. Hasta fue calificada de “muy bella” por el destacado director teatral polaco Jerzy Grotowski, que la vio en un Festival de Teatro Internacional de Córdoba. Los sonidos guturales y la fuerza de la representación dramática sin texto seguían su estética. Pero él los animó a buscar textos de autores latinoamericanos. “Ustedes tienen mucho que decir”, les sugirió. Entonces Néstor y sus compañeros volvieron a la sala de Sarmiento al 700 con otros bríos. A contar de otro modo historias colectivas.
-¿Usted cree que el arte debe estar cerca de la realidad del pueblo que la concibe?
-Yo creo que el arte es precisamente una simbiosis maravillosa de la estética y la ética. Quiero decir: el artista tiene que ser la voz de su momento histórico. Fundamentalmente, de la sociedad que le toca vivir. De esas circunstancias sociales, históricas, políticas y económicas de la cual él es parte. No puede sustraerse. Para ser un hombre digno y un artista digno tiene que hablar el lenguaje de su pueblo. Transmitir la lucha, las emociones, las necesidades y los sueños de su pueblo. Ser la voz de su gente. Ahora bien, no resignar el lenguaje estético. Precisamente porque en todas las formas de recrear esa realidad y de exponerla, hay un alto contenido estético. Para quién se hace algo determina cómo lo hacés, eso es indudable. Porque vos tenés de tu producto una motivación: para qué hago esto. Por qué. Y luego para quién.
-¿Y Arteón para quién lo hace?
-Para el público que está más sorprendido de sentarse y ver una obra. Nosotros ahora tenemos chicos viendo Malvinas, el sentimiento de un pueblo en las escuelas secundarias de los pueblos, que nunca jamás fueron a un teatro. Van a ver una obra por primera vez a los 15, 16 años. Se emocionan porque les habían contado una historia de Billiken. Pero esto fue en serio, se vivió. Y cuando termina la obra siempre hay un ex combatiente para hablar con el público y con los protagonistas. Estamos reflejando una realidad de nuestro pueblo, pero no con un lenguaje estético estúpido. Lo hacemos con música de Litto Nebbia, con coreografías lumínicas muy buenas, con una estética valiosa. Creemos que el lenguaje intelectual queda totalmente minimizado al lado del lenguaje emocional. El corazón es el mejor conducto de comunicación con la gente. El intelecto es relativo porque siempre el intelecto del espectador puede ser contrario al tuyo u oponerse. Decía un maestro nuestro: “Se puede pensar distinto pero sentir igual”. Cuando vos hablás de Malvinas, ¿quién se va a oponer? Nadie. Todos estamos iguales y uno es peronista, otro socialista, otro radical…
-Usted escribió la primera obra sobre Malvinas que se hizo en el país. Se estrenó en 1992. ¿Cuál fue el impulso?
-Todo el mundo nos decía: no hagas una obra porque aún es muy grande la herida, no te metas en esa. Y yo le decía a Sara: “Necesito hacer algo porque yo quise ir a la guerra y no pude. Me anoté y no me llamaron. Tengo una deuda”. Y escribimos Malvinas con Tito Buzzo y Litto Nebbia.
La obra obtuvo el premio Estrella de Mar. La primera que ganó una obra dramática nacida en la provincia de Santa Fe. Y nunca dejó de girar. Actualmente lleva 1.037 funciones ininterrumpidas.
“Mi casa después de las diez de la noche ya no es mi casa”, dice el personaje Carlos Mendizábal, protagonista de Bienvenido León de Francia (2015), aclamado por el público, tratado como una estrella, como un galán, un ganador pero al que se lo ve embarrado hasta la rodilla empujando un colectivo empantanado en el que viajaba la compañía. El filme pone en valor a los hombres y mujeres del radioteatro que llevaban la obra de pueblo en pueblo. En Milagro de otoño (2019) Luis Machín es un ilusionista que remolca sus sueños en un viejo Citroën por caminos polvorientos. Las dos últimas películas dirigidas por Zapata narran la vida de artistas que viven de gira y llevan una vida errante, donde la consagración y el aplauso tienen una trastienda de mucho sacrificio.
-¿Por qué están tan presente en su obra las giras por lugares pequeños?
-Porque estudiar teatro no es solo trabajar en tu ciudad. Eso no existe. Jamás el teatro fue un arte estable. El hombre de teatro está hecho para girar porque su público se agota en su ciudad y tiene que buscar otros públicos en otras ciudades que no han visto la obra. Los actores europeos viven girando. Es como el marinero: vive para salir, no para estar.
-¿Y a usted le gusta girar?
–Sí, me encanta. Ahora estoy viejo. Pero cuando era joven si no salía me volvía loco. Me agarraba un ataque. Hemos ido a España en cinco oportunidades. Hemos viajado por Extremadura haciendo cerca de treinta funciones. Ahí llevábamos una versión de la crónica cantada de La Forestal y también Evita, imágenes sensibles. Una obra que recorrió Latinoamérica y Estados Unidos. En Boston la apodaron la Evita Negra porque Evita con su pelo rubio y sus rodetes dice en un momento: “No se equivoquen, yo soy una más, una negrita del montón, de un pueblo perdido”. Y era cierto. Su cabello original era oscuro. Entonces el personaje se saca la peluca y queda su cabello negro suelto abajo. Y la gente se asombra. Ahí tenés el lenguaje estético puesto al servicio de una historia, La gente te aporta cosas, a mí no se me habría ocurrido decir la Evita negra pero la gente te da cosas maravillosas. Todo lo hicimos con el grupo Arteón.
-Cuando lo fundó, ¿imaginó que iba a durar tanto tiempo?
-No, lo fundamos por una herida que tuvimos.
“Las heridas fueron de crecimiento”, dice Zapata. Su carrera como actor e iluminador se inició en el TIM teatro, dirigido por Carlos Mathus. Crearon una sala por calle San Lorenzo entre Sarmiento y San Martín. Los actores construyeron la sala: hicieron el piso, la revocaron, cortaron maderas, pintaron. Y allí aprendió la primera lección: el arte es un trabajo que no tiene nada de banal y exige poner el cuerpo en muchos sentidos. “Hacer teatro no era ir a actuar. El hombre de teatro era un hombre que trabajaba, limpiaba, se encargaba de todo y sufría para pagar el alquiler y la luz. Esa fue nuestra vida”, dice. Por si fuera poco, quien llegaba tarde al ensayo debía pagar una multa por respeto a sus compañeros. La pertenencia a ese teatro de vanguardia se truncó cuando en 1965 quiso empezar a dirigir. Mathus no estaba de acuerdo en que ese joven veinteañero ocupara su lugar y empezó a hacerle la vida imposible. “Sentimos que nos estaban echando a pesar de que era nuestro, lo habíamos hecho nosotros y nos pertenecía. Yo decidí irme, Sara Lindberg quería venirse conmigo y María Teresa Gordillo también. Un par de días después nos sentamos en la mesita de un bar de calle Sarmiento los tres solos. No teníamos sala, no teníamos grupo, no teníamos plata, nada. Propuse hacer una obra y María Teresa dijo: «No, teatro no. Porque vengo muy mal de lo que nos pasó. No quiero ni hablar de teatro»”, recuerda.
-Hagamos cine -propuso Néstor.
-¿Cine? ¡Si nunca hicimos cine! -dijeron sus compañeras.
Pero de aquella herida salió el primer cortometraje: C65. Una película conceptual donde los colores estallaban en la pantalla al ritmo de una música perturbadora. La estrenaron en un cine porteño de la calle Corrientes. Esa noche estaba Eliseo Subiela y otros directores de cine que también expusieron sus filmes en un festival prestigioso. Los integrantes de Arteón, en plena formación, habían llegado con la ilusión intacta. Pero fueron abucheados. “¡Al Vieytes, al Vieytes!”, les gritaban los espectadores. “Preguntamos qué era el Vieytes y nos dijeron que era un neuropsiquiátrico”, recuerda Zapata.
Vencidos por ese fracaso, cenaron en un viejo bodegón bohemio donde el mantel era de papel. En silencio, “hechos mierda”. Entonces el joven director levantó la vista y en las paredes escritas con aerosol se topó con una frase de Friedrich Nietzsche: “Di tu palabra y rómpete”. Les pidió a sus compañeros que miraran hacia la pared y sostuvo: “Nosotros dijimos lo que queríamos decir y ahora hay que aguantársela. Acá empieza nuestra historia”. Con un fracaso rotundo y a la vez, con la certeza de que podían seguir, la historia les daría revancha. El grupo Arteón se convirtió en una cuna de actores consagrados y prestigiosos directores de cine y teatro. Cosechó giras y premios en todo el mundo. Se labró un nombre prestigioso en el arte internacional, pero sobre todo en el corazón de un pueblo. Un proceso que pocas veces coincide.
-¿Usted se siente un hombre consagrado?
-¿Quién, yo…? Yo soy un hombre profundamente feliz. He sido un privilegiado de Dios. He podido hacer teatro toda mi vida porque lo quise hacer. He sufrido todo lo que sufrí porque me gustó que me pasase lo que me pasó. He tenido una familia maravillosa. Mi compañera Sara: una actriz maravillosa y mis hijos también: Bárbara que es actriz y Federico, iluminador, me siento consagrado de haberles transmitido el arte. Me han ofrecido varias veces el reconocimiento que da el Concejo Municipal como artista distinguido y lo he rechazado.
-¿Por qué?
-Porque no creo que tenga que ser una distinción estar en medio de los funcionarios o de los políticos. El premio te lo da el público, la gente. Cuando yo me encuentro con gente que me agradece o recuerda lo que hicimos… con un aplauso del público o con la solidaridad que hemos tenido en este momento que querían cerrar la sala y todo el mundo nos apoyó, ya con eso me siento realizado totalmente.
-Usted ya tiene reconocimiento local, nacional, internacional… ¿por qué sigue luchando?
-Porque esta es mi vida. Nuestra vida.
ABOGADOS
Hace doce años el actual propietario del inmueble ubicado en Sarmiento 778 decidió ponerlo en el mercado inmobiliario y de la construcción. Desde entonces Zapata y sus compañeros han luchado para que la sala siga siendo un bastión cultural, proyectando películas y estrenando obras de teatro. La lucha se dio en las calles, en los despachos gubernamentales, en la Justicia. Finalmente este año lograron que el Estado provincial se comprometiera a expropiar y trasladar allí la Escuela Provincial de Teatro. La noticia llegó el mismo día en que Barullo entrevistó a Zapata. El artista y gestor popular estaba radiante con el triunfo. Pero interrumpió la nota para enfrentar un juicio que le inició Sadaic a Arteón por la musicalización de Milagro de otoño. Exigen una suma millonaria que el cine independiente no puede pagar. Tras disculparse, Zapata se pone de pie sobre su bastón y a paso firme deja la sala para reunirse con sus abogados.