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Barullo en papel Recorridos

La abandonada tierra de los muertos

Una crónica sobre el cementerio de Granadero Baigorria, donde la mirada del cronista se hermana con la sensibilidad del escritor

Tantas veces el amigo le había hablado del alivio que conseguía para sus días al concebirla como la última carta de albedrío y voluntad. A pesar de todas las miserias, de todos los fracasos, de todas las decepciones, podía elegir irse al mazo y seguir siendo, al fin y al cabo, el amo y señor de la partida, sin dioses en el medio que le obligaran al cómo, que le decidieran el cuándo; lo consideraba una rebelión y a la vez un poder. Decía que pensaba en la muerte para confirmarse en la vida. Y entonces encendía un cigarrillo, exhalaba y, junto con el humo, la ansiedad parecía dispersarse un poco, pero se quedaba agazapada en la tristeza fija del entrecejo, como una cicatriz vieja; permanecía siempre ahí, flotando en mitad de la mentira que por un rato la noqueaba.

El del cronista fue uno de los hombros que cargó el ataúd en el cementerio de Granadero Baigorria. No recuerda el camino que hizo, hace diez años, desde el coche fúnebre y como entre nieblas. No sabe hoy cómo llegar a esa tumba. Ni le interesa. Ahí no hay nada más que huesos, no hay nadie. ¿Cuántos son los que mantienen los ritos de la muerte, las visitas con flores los domingos a la mañana? Los más viejos, tal vez. Pero ellos también se van mudando poco a poco al otro barrio y los más jóvenes, los que quedan, ni se enteran ni les importa que las tapas en las bóvedas de los padres se hayan roto cuando los ladrones arrancaron las placas de bronce, que las fotos de los abuelos estén blanqueadas e invisibles por efecto del sol y de las lluvias porque ya no queda un vidrio sano; da por sentada esa indiferencia como un nuevo orden revelado, aunque algunos rastros de generaciones más recientes visitando a sus muertos lo desmientan. El móvil de CD’s pintados a mano que vio colgado en la rama de un árbol, por ejemplo; no tiene otra razón más que el prejuicioso sentido común para pensarlos como la obra de alguien joven, en realidad, pero lo cree así. Y se dice que es una excepción que le confirma la regla.

Cementerio de Granadero Baigorria
Cementerio de Granadero Baigorria. Foto: Guillermo Paniaga

En el cementerio de Baigorria también yacen los restos de sus abuelos, de algunos tíos. Pero no es por ellos que vuelve cada tanto. Piensa en ellos, ahí, y en el amigo, pero no va por ellos. Va porque al final del predio está el sector que guarda los sepulcros de los rufianes de la Zwi Migdal y de las madamas de Pichincha. Y va porque ahí, además de una parte de la historia de Rosario, hay huellas de su infancia.

Para entrar pide permiso al encargado del cementerio; le da un poco de charla, le dice que es periodista, que va a sacar fotos para una revista. Es mentira. O más bien una verdad que todavía no es del todo cierta. El cuidador le confía las llaves y una breve historia: el cementerio no estaba completamente abandonado; hasta hacía poco tiempo, una de las tumbas era visitada periódicamente por un anciano, un empresario que viajaba desde Córdoba. Se lo cuenta en voz baja, como un secreto. El hombre llegaba en un auto lujoso, dejaba la ofrenda para la memoria de su madre y luego devolvía las llaves y se iba; pero hace meses que el visitante no aparece, cree que él también debe de haber muerto ya.

En todos esos años ni se había imaginado que alguien pudiera seguir visitando a un familiar en ese cementerio que creía olvidado. Y hasta hacía un minuto no había concebido jamás la posibilidad de hablar con él; pero cuando se supo tan cerca, le apenó saber que ya nunca más podría hacerlo. Era el último testigo y lo perdí –piensa, mientras cruza Orsetti.

Ingresa por la puerta principal, la que da al norte, y mientras avanza intenta recordar dónde era que estaba la familia de su madre. De chico lo sabía perfectamente, jugaban carreras con su hermana desde la entrada hasta la bóveda; pero ahora no logra encontrarla. La de la familia de su padre es más fácil de ubicar, está justo a donde va, al lado de la puerta interna que da acceso al cementerio de la Zwi Migdal. Ahí se reencuentra con las imágenes de su abuela, de su abuelo, de sus tíos.

Cementerio de Granadero Baigorria
Cementerio de Granadero Baigorria. Foto: Guillermo Paniaga

Abre el candado, entra y lo primero que ve es un caballo flaco y atorrante pastando entre las ruinas y los cipreses; parece un burro más que un caballo y aquella visión le hace pensar en los caminos de tierra hacia Comala, en los fantasmas de Rulfo y en los suyos ahí cerquita. Pero está solo. Nadie le habla.

Está solo.

Mira los árboles y atiende al silencio. De pibe le gustaba tirarse en el camino central que nace en el portón siempre cerrado. Esa vereda divide en dos el predio; desde el portón, a la derecha, los sepulcros de los hombres. A la izquierda, las mujeres. Cada vez que iban con sus padres, casi cada domingo, mientras ellos acomodaban las flores, se colaba por entre las rejas para deambular solo y al fin recostarse en la vereda para mirar hacia arriba, hacia el extremo de los árboles, y escuchar desde bien abajo el arrullo melancólico de las torcazas. Sentía una especie de felicidad ahí tirado. La calma de los cementerios pero no de la muerte; era como un descubrir y ser consciente, entre lápidas, de toda la vida que tenía por delante. Por eso es que, como el canto de las chicharras al verano, asocia el de las palomas a los tesoros perdidos y al cementerio de las madamas. Ahora también oye a las torcazas. Camina hasta la vereda central y cierra los ojos; luego los abre y mira hacia arriba; de ninguna manera logra sentir nada parecido a lo que había sentido cuando era chico.

Es que ya está viejo.

Está solo y está viejo.

Recorre lentamente las tumbas. Aún no lo sabe, no lo planea, pero en pocos días volverá participando de una visita guiada. Un grupo de actores representará la historia de las mujeres sometidas y los rufianes de Rosario; contarán sobre Raquel Liberman, cuya denuncia en Buenos Aires logró desenmascarar la organización nacida bajo la fachada de una asociación de socorros mutuos que, gracias a ella, los encargados de velar por la ley, cómplices de los rufianes, ya no pudieron amparar la prostitución y la trata. La Zwi Migdal finalmente se disolvió, pero ninguno de “los tenebrosos”, ni los jefes ni los subordinados, terminó entre rejas. El derrumbe llegó a Rosario y gran parte de la actividad prostibularia, de por sí mal vista por la sociedad y de pronto sin la protección de las autoridades, debió abandonar poco a poco Pichincha y trasladarse al todavía agreste Pueblo Paganini, donde finalmente los rufianes compraron los terrenos que destinarían para última morada de los muertos “impuros” que la colectividad rechazaba en sus cementerios.

Cementerio de Granadero Baigorria
Cementerio de Granadero Baigorria. Foto: Guillermo Paniaga

La guía contará que Paganini pasaría a llamarse Granadero Baigorria en 1950, cuando muchas de las localidades de la zona fueron rebautizadas con los nombres de los héroes de San Lorenzo. Y además, que la presencia de cipreses en la ornamentación de los cementerios, como en ese mismo, se debe en parte a los griegos, en parte a los cristianos. El mito griego cuenta que el joven Cipariso mató por error a un ciervo amaestrado al que amaba más que nada en el mundo y le pidió a Apolo que lo convirtiera en un árbol para poder llorarlo eternamente; el dios accedió y lo transformó en un ciprés, que desde entonces se consagra a los muertos como símbolo de la tristeza y el dolor. Para los romanos cristianos, sus formas ascendentes ayudaban a las almas a encontrar el camino del cielo, de la vida eterna y la resurrección, y por eso los plantaban junto a las tumbas. De chico no conocía nada de eso, ni le daba por pensar que allí, en ese pedazo de tierra, había polacos más que griegos o romanos y que ninguno era cristiano, pero igual se recostaba y miraba hacia lo alto como si entre los árboles se escondiera un secreto, como si allí hubiera algo más que el azul del cielo y a veces las nubes.

Muere de ganas ahora por tirarse ahí de nuevo, pero no lo hará, porque ya está grande y sabe que no va recuperar aquella felicidad que tuvo, que allá tampoco, en la punta de los cipreses, hay nada; y porque ya no soporta más muertes, aunque vengan de todas las ganas.

Recorre las ruinas del cementerio con respeto, en silencio. Mira las viejas fotos perforadas que de chico le parecían baleadas, las secuelas locales del nazismo y el odio al judío; de hecho era un mito corriente, entre los que conocían el predio, que los ataques habían ocurrido en los años de la Segunda Gran Guerra. Pero el cuidador, al que le había contado este parecer, le explicó que los círculos eran por un hongo en las fotos que se las había ido comiendo poco a poco, que eran por el tiempo y no por las balas. Sin embargo el odio se percibe real en la destrucción con saña de los nichos que recordaba como hundidos en la tierra, enmohecidos, pero no vandalizados, como ahora. Dicen desde el municipio que trabajan en la restauración, en la recuperación del valor histórico del cementerio. Por eso las visitas guiadas, por ejemplo. Pero cada vez que vuelve, el cronista lo encuentra más devastado.

El caballo atorrante que pasta entre las tumbas lo mira cuando se asoma a la construcción del fondo, una galería que da paso a la habitación donde, sobre una mesa de mármol grabada con los signos del rito fúnebre del judaísmo, acicalaban a los muertos antes de llevarlos a la morada final. Recuerda la mesa, la recuerda intacta, recuerda lo tonto que le resultaba la idea de cortarle las uñas y el cabello a un muerto (porque con acicalar entendía eso, un corte de uñas y pelo). Hoy el mármol está destruido, como las tumbas. Durante la visita, la guía hará recorrer al grupo alrededor de lo que queda de la tabla de piedra. Y el cronista se sentirá Skinner en la oficina del gerente de la fábrica de cajas.

Ahora la puerta está cerrada, vuelve sobre sus pasos y el caballo deja de mirarlo, como si ya nada requiriera de su vigilancia. Le saca una foto, dos, cien. Y mientras dispara descubre en el borde del predio el único sepulcro sobre el cual se acumulan decenas de piedras. La madre del empresario, deduce. Y por alguna razón le alegra el descubrimiento. Tu hijo no va a volver, piensa, como hablándole a la tumba; si existe un más allá, entonces ella lo debe de saber. Va a buscar una piedra y regresa. No sé quién sos –le dice–, pero alguien alguna vez te quiso. Deja la piedra junto con las otras y saben los dos que esa será la última.

¿De dónde viene la costumbre de dejar piedras en lugar de flores? Será porque las piedras no se pudren, no mueren; pero no mueren porque tampoco viven. De todos modos respeta la costumbre y la cumple como alguna vez hizo en las tumbas de Franz Kafka y de Max Brod, en Praga, en un cementerio aburrido, el más deslucido que conoció.

Cementerio de Granadero Baigorria
Cementerio de Granadero Baigorria. Foto: Guillermo Paniaga

Y puesto a preguntarse sobre orígenes, ¿de dónde le viene al cronista la fascinación por los cementerios? Ya leyó los viajes de Mariana Enriquez, y no es el mismo placer del fetiche que le sospecha a ella. Tampoco son los muertos, ni la muerte.

No conoce tantos en el mundo, pero sí todos los de la zona, por supuesto los de Rosario, donde sintió tan incómodo y fuera de lugar, como el caballo en Baigorria, las edades que se leen en las cruces que pueblan el sector de pobres e indigentes de La Piedad, mayormente varones, pibes que no superan los veinte años; los juguetes y los adornos infantiles en las sepulturas del cementerio de Disidentes, porque ningún niño debería estar ahí; las enormes distancias sociales que aun después de la vida se perciben entre las fastuosas bóvedas rodeadas de mármoles y los nichos de pared abandonados a su suerte en El Salvador.

No son los muertos, ni es la muerte. No es el rito. Camina los cementerios, quizá, porque en ellos reconoce la historia que ahora solo existe en las fotos y las tumbas olvidadas; porque son un espejo de la arquitectura de cada época, de las aspiraciones, de las creencias de una ciudad que hoy poco a poco se destruye y se reconstruye a sí misma con las formas de un arcón para las muertes impensadas: las de cuerpos incendiados a la vera de los caminos, de madres ejecutadas, de bebés ametrallados, de chiquitos alcanzados por el plomo de una balacera. Cada muerte como una tabla para la gran caja, como las cuentas de un rosario ardiente. Tal vez sea por eso. No lo sabe en realidad, pero le gusta pensarlo así; le parece noble la empatía.

Sale del cementerio judío y cierra el candado. Mira las fotos de sus abuelos. Va a saludarlos y se dice que es una pelotudez, ahí no hay nadie. Pero al final traslada un beso sobre dos dedos que apoya en el cristal. Camina lento hacia la salida de Orsetti, va mirando a los lados con atención, intenta reconocer el sector donde está la familia de su madre o la tumba de su amigo. El día se torna tautológicamente gris y siente hondo una tristeza obligada por el frío y el plomo del cielo.

Busca y no encuentra. Le da bronca. Quisiera comprobar que todavía está la foto en blanco y negro de su abuelo materno. Y también sentarse delante del nicho del amigo para hablarle a nadie, porque él ahí no está; contarle del inmenso dolor de los que se quedan acá, de la trampa que encierra esa última carta de la voluntad, de las puteadas que le raja cada día a esa calma mentirosa y egoísta que a los desesperados les promete la nada; imagina las palabras y el modo de decirlas, creyendo que por fin podrá convencerlo como antes no pudo. Pero es inútil, no la ubica. Por qué la pena, se pregunta, si al fin y al cabo ahí no hay nadie.

Sale y cruza la calle, camina lento hasta la casa de la esquina. Que queden lindas esas fotos, le dice el cuidador cuando recibe de vuelta las llaves; sonríe y se frota las manos, parece contento, lleno de frío y de vida.

Publicado en la ed. impresa 21

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