
¿Cuál es el ingreso de un vendedor de droga en las calles de Rosario? Sin duda el narcomenudeo es mucho más rentable que el tradicional trabajo de puntero político barrial. Podemos imaginar, entonces, que una posición ha ido desplazando a la otra pero que ambas responden, como la economía popular, a un orden de las cosas en que el trabajo formal está en franco retroceso, alcanzando umbrales de ruptura social.
En los años setenta, quienes entonces vivíamos en cualquier barrio de la ciudad todavía contábamos entre los vecinos con un carpintero, un taller de marcos y cuadros o, aunque había muy pocos, un maestro del vitral.
El sociólogo Richard Sennett reflexiona sobre la desaparición del artesano. Cada uno de quienes desempeñaban estos oficios podrían haber ganado más dinero si trabajaban más de prisa, pero había una exigencia moral y una satisfacción en su labor que se traducía en el producto que entregaban. Un obrero tampoco era ajeno a esta contingencia, como no lo es un escritor. Antón Chéjov consideraba de igual manera su trabajo como médico y su labor como escritor, ambos bajo el criterio del arte, es decir, como una preocupación y una dedicación directamente relacionadas con la técnica y los resultados.
No muy lejos de Rosario, en La Salada, provincia de Buenos Aires, hay un epicentro laboral que no se puede catalogar solo de informal porque constituye un mercado ilegal por voluntad política, y por su funcionalidad para el ejercicio de la política. Matías Dewey en El orden clandestino (Katz Editores, 2015) cuenta cómo en La Salada los jefes de las ferias y de los talleres clandestinos mediatizan relaciones sociales, pero instaurando o fomentando un entorno normativo alternativo y diferente al del Estado de derecho. Se manejan con un nuevo conjunto de normas y moldean el orden paralelo. Un orden en el que el trabajo es marginal pero el Estado, al permitir ese orden clandestino, se convierte también en marginal.
Saltando al otro hemisferio, en el marco de la Unión Europea, está Prato, un tradicional centro de fabricación y diseño de moda situado en la Toscana, que se ha convertido no solo en centro de importación de ropa desde China, sino en un centro de producción. Inmigrantes clandestinos chinos llegan a Italia para trabajar en los miles de talleres de la ciudad –regenteados también por empresarios chinos–, que permiten producir primeras marcas Made in Italy con salarios asiáticos. Según un informe de la BBC, en Prato hay hoy alrededor de 25 mil personas de origen chino trabajando por salarios muy por debajo de sus homólogos italianos. A tres dólares la hora, o unos 200 dólares por la producción de veinte vestidos, los estándares de calidad de los artículos, por supuesto, son mínimos y están lejos de los exigibles a un buen trabajo artesanal, aunque la etiqueta los identifique con una marca y una denominación de origen Premium. ¿Qué opinarán de esta situación la primera ministra italiana Giorgia Meloni, su ministro Matteo Salvini y el resto de las fuerzas que gobiernan el país con la promesa de un continente blanco, católico y enemigo de migrantes?
Tener un trabajo es, hoy por hoy, cualquiera sea este, un motivo de éxito. El éxito se mide en el mercado en función del nivel del fracaso del otro. Entre estos empleos, que muestran solo una parte del deterioro laboral en general y que son signos patentes de la desigualdad, y el desempleo, no es sencillo determinar en cuál de las dos posiciones está el fracaso.
En los setenta, el cantautor uruguayo Daniel Viglietti musicalizó un poema de Nicolás Guillen, que se popularizó por su estribillo: «Me matan si no trabajo y si trabajo me matan; me matan ay, siempre me matan…». Por aquel entonces se hablaba del hombre nuevo, liberador y liberado, inspirado en la figura de Ernesto Guevara. Décadas después, el verso cobra un nuevo significado no menos perverso: la ausencia de trabajo sigue siendo letal y también lo es un puesto de empleo basura, es decir, la mera explotación. Hemos pasado del hombre nuevo al hombre invisible, aquel que se pierde de vista a sí mismo.