Por Romina Magallanes
Ilustraciones: Julieta Elzeard

I
Los orígenes se pierden, en el principio fue la huella, dice Jacques Derrida. Pero hay resplandores que, como parece con los amaneceres, nos inventan comienzos.
Supongo que ese comienzo tiene el nombre de Jaco Pastorius. El vinilo de su primera obra, lanzado en 1976 por Epic Records, podría ser el aclarar de un inicio. La recomendación de un amigo (Joaquín Melero, mi bajista más querido) y un regalo para su cumpleaños fueron los azares de traspasar esa puerta a la nueva disquería de Seba. Otro Sebastián, que era infaltable cliente de la antigua Paraphernalia, cuyo dueño anterior tenía el mismo nombre. Pero Seba es otro.
Entre los silencios e intervalos lo escuchamos con fascinación. No solo la que Jaco propicia, esa que nos arrebata y nos lleva donde quiere. Sino la fascinación que un lugar puede abrir entre nosotros con nosotros mismos, una lejanía entre maravillada y aterradora en la que una disquería de jazz deviene paraphernalia (en su múltiple semántica). Y la escucha es tan grave, tan imponente que no son nuestros oídos los que escuchan un disco, es la bandeja girando, los brillos que el sol dibuja en las paredes repletas de CD’s, de libros, la potencia del piano vertical Zeitter & Winkelmann de ochenta y ocho notas, la luminaria que parece un paisaje de maderas y hogueras, el ambiente atemporal y de un espacio ambiguo, entre extranjero e íntimo lo que activa en el cuerpo una escucha apasionada, es decir pasiva, cautivada, con la que poco podemos hacer más que afirmarla y dejarnos llevar por ella. Jaco deja de girar y volvemos (no se sabe bien adónde) de una verdadera afección feliz, aunque diferentes.
Después, el vino y la charla. El atardecer. Disimular esa intemperie de experiencia que vivimos sustraídos.
Como dice Sergio Cueto en La música de la representación: “La escucha es la habitación de una pausa, de un intervalo en la intemperie, quizás la conversión de la intemperie en reparo. (Pero solo la experiencia de la intemperie puede despertar en nosotros el deseo de vivir en la pausa de una música)”.
Paraphernaliaes esa habitación, la intemperie de la música y su reparo.
II

La luz tiene algo de musical. O la música la afina.
En esa luz veíamos los rostros y escuchábamos las voces de seis escritores que leyeron poemas, haikus y cuentos acompañados por una improvisación posterior de Pablo Socolsky, que era como su lectura en el piano o el piano y él interpretando la poesía. Poética también.
Julieta Elzeard, Paula Galansky, Marina Maggi, Santiago Hernández Aparicio, Belén Campero y Lila Gianelloni, entre claroscuros que también iluminaban con sus voces presentaron en tres noches parte de sus obras, en el ciclo de lecturas que continuaba los restos del día que dejaba la Feria del Libro de Rosario, en Paraphernalia.
Las palabras, los restos, la luz se improvisaban con la noche cambiante que entraba a la disquería con los acordes de Pablo, o con su composición instante a instante, nota a nota de las improntas que dejaron los versos y las frases en él y en cada uno de quienes estábamos allí. Resonaban, otra vez, las palabras leídas. La noche traía, también, su luz afinada a su manera de misterio.
Alberto Giordano nos enseñó una pregunta ensayística: ¿qué puede la literatura? No ¿qué es? No ¿cómo se hace? No. Qué puede. Esas noches donde circulaban y se fugaban letras y música, o juntas se encontraban para irse enamoradas en nuestros recuerdos, me pregunté qué puede un lugar ¿Qué puede un concierto de espacio, cuerpos, voces, sonidos, luces y noches?
Frente al micrófono Marina leía: “Nadie puede talar / augurios vacilantes”. Salí a la noche que me seguía con la pregunta y recordé la conjetura de Borges que también repite Giordano: “Esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Paraphernalia puede esas inminencias.
III

Paraphernalia es viajar en los tiempos y a la vez es anacrónica.
El verano pasado, una guitarra eléctrica animada por Luciana Bass era materia vibrante que sonaba con sus manos, sintetizadores y la resonancia espectral, que como todo espectro asedia, de un destornillador que se introducía entre las cuerdas generando un sonido de horror. Horror estético, cuando se está en presencia de lo intolerable y nos mantenemos ahí por la experiencia luminosa de una belleza (aunque la palabra sea antigua) asombrosa. El asombro, no es casual, era la fuerza de la filosofía para Platón, su motor, su corazón. No se trata de que la interpretación de Luciana, el uso de objetos como ese, o cualquier “cosa” acompañando una guitarra no sean frecuentados en la música hoy, cuando se lanza a experimentar. Sino del asombro que provoca que un objeto útil se transforme en inservible, en “no servil” para nadie, en libre gracias a la música. El extrañamiento aquel en el que la cosa asombre como tal, musicalizada. Ese destornillador despertó el asombro por cada “cosa”, las mesas de madera, el espejo del baño, la púa de la bandeja de vinilos, las servilletas, las copas semivacías, las tapas de los libros exhibidos, los estuches de los instrumentos, el aire, una mano que tiembla. Durante esa ejecución el mundo se abrió en Paraphernalia como si hubiera sido descubierto por primera vez. Rocío Giménez López, en teclados, sobrevolaba e insistía en que seamos por primera vez exploradores del mundo sin la instrumentalidad del capitalismo, sin el utilitarismo en el tratar a las cosas como si fueran hechas a nuestra medida. El destornillador mutó de “herramienta para” a música. Ese salto fue estremecedor. Rocío y Luciana destituyeron y suspendieron las certezas mundanas para regalarnos la vida de las cosas que tenemos a mano y cuyo “hecho de ser” menospreciamos, olvidamos. En ese entonces, el piano no había llegado a Paraphernalia aún. Se hubiese dado una comunión musical de entes, sin jerarquías. Un piano del siglo XIX y un destornillador “cualquiera”.
A esos juegos de contrastes no son ajenos los conciertos en Paraphernalia. Hace unas semanas tocaron Lucía Scaglione -flauta dulce-, Agustín Tamagno -oboe- y María Jesús Olondriz -cello- música barroca. Y aquí me detengo en el oboe. Por su contraste exquisito con el destornillador, en principio. El oboe había sido construido con los planos de los oboes del siglo XVIII. Que en ese entonces no eran iguales. No estaban normalizados como ocurrió tiempo después. Había una heterogeneidad en las formas de fabricación del instrumento que requería un aprendizaje de su ejecución según sus distinciones. Eso me explicaba Agustín entre charlas sobre la admiración que sentía Ludwig van Beethoven por el filósofo alemán Immanuel Kant. Y traía, como aquella vez, la relación entre filosofía y música que habían despertado Rocío y Luciana, con siglos de diferencia. Nos deslumbraba ese oboe que se mimetizaba con el antiguo. Y el destornillador y ese oboe, el jazz experimental y el barroco, en sus enormes distancias estéticas, conceptuales, de actitud, etcétera, en una voluptuosidad del contraste revivieron la anacronía que, en algún punto, la música muestra. Porque claro que hay tantas Historias de la música como Historias de la filosofía. Sin embargo, por epifanías donde poco de lo intelectual entra en juego, o entra solo a condición de dejarse afectar por la irrupción experiencial del sonido, la cronología sucumbe, y el oboe y el destornillador, la improvisación y la lectura obediente de una partitura antigua brillan en la lejanía infinita y a la vez reunida en que la música, como experiencia atemporal, los vincula.
La disquería Paraphernalia está ubicada en Rioja 1070, Rosario.