El apellido de Miguel lleva atravesada la historia contemporánea de la Argentina. Al contrario de sus parientes lejanos, ha montado su empresa con el sacrificio del inventario lento de cada adquisición. Primero el ahorro, luego la compra y a disfrutar hasta nuevo aviso. En ese orden fue primero la casa, después la droguería, el vehículo o un buen electrodoméstico que dure cien años. El primer auto, por ejemplo, fue un Ford Falcon Sprint, color naranja, aquel que de pequeños mirábamos con la admiración por sus rayas negras que lo flanqueaban completo como un diseño deportivo de lujo. Cuenta Miguel que un cliente asiduo llegó con las llaves en la mano y se las entregó al padre proponiéndole que se lo pagara con los insumos que compraba para la industria. Un sistema de trueque que debería funcionar más que nunca en nuestra actualidad.
Miguel mantiene una cadencia tranquila con la que mide las frases justas para contar algo. Pero antes no era así, según él usaba sólo cincuenta palabras del vocabulario nacional y gracias a la primera lectura de un libro que andaba suelto por su casa desembocó en la lectura de miles más. Se trataba de una obra que llegó a leer hasta diez veces, Arena y espuma, del libanés Khalil Gibran, quien abrió las puertas de la lectura a toda una generación allá por los años setenta. Miguel entendió que la lectura era fundamental. Hizo un curso de oralidad y expresión para optimizar su atención al público y perdió la cuenta de la cantidad de palabras que fue sumando. “Entendí que podía conversar con cualquier persona, fuera del barrio que fuera”, cuenta.
Miguel va registrando los libros que ha recibido desde su oficina, que parece salida de una foto de hace medio siglo con mezclas de actualidad. Convive entre pagos en efectivo, boletas de cobro, recibos, pagarés y archivos de chapa, con dos secretarias que administran desde sus computadoras la movida bancaria y los pedidos por WhatsApp.
‒Escuchate esto ‒dice relojeando las hojas del cuaderno de notas‒: cincuenta y seis mil trescientos dieciocho hasta la fecha y con los nombres de cada uno. Otros más en los clubes de fútbol cuando era entrenador de juveniles. En dos clubes hice dos bibliotecas, con libros perdidos, pedidos, encontrados, porque le dediqué veinticuatro años al entrenamiento de pibes. En Coronel Aguirre llegué a juntar diez mil ochenta y ocho libros, en el Club San Roque trescientos veintisiete, y en Central, cuatrocientos quince. Al final de cada partido se los regalaba a los referís, a los contrincantes, a jugadores y hasta a algún socio que demostrara una leve inquietud por la lectura.
Con el mismo registro riguroso lleva fechas y anotaciones. Por ejemplo, el 9 de febrero de 1983 su padre inició comercialmente, como dueño, una droguería en la calle Cerrito y Corrientes, hasta que murió a los ochenta y seis años en 2006 y Miguel ‒que lo acompañaba desde siempre‒ tomó la posta. El padre fue empleado de esa droguería hasta que el dueño anterior se la vendió en pagos de largas cuotas. Los inicios fueron duros.
‒Vendíamos sólo ácidos: cítrico, sulfúrico, ascórbico, bora, borato de sodio, todo para la industria y una idea de mi papá, sobre productos más populares, inició el cambio. Hizo una compra inicial de veinte litros de cloro, veinte de detergente y un litro de pino para preparar. Unos días después, yo estaba en el fondo de la droguería llenando un bidón y el tin tin de la campanita de la entrada no dejaba de sonar. Pensé que alguien me estaba haciendo una broma, incluso le dije a mi viejo que no molestaran con el chiste. Cuando me asomé, vi tanta cantidad de gente que la cola de espera doblaba la esquina. El éxito de esa cola se perpetuó tanto que hice fabricar un banco de material para que la gente grande pudiera sentarse.
Y los libros, como siempre, estuvieron presentes: el sábado 23 de agosto de 2014 instaló frente al negocio, al lado del banco de material, una casita a dos aguas cuya puerta de vidrio tipo vitrina permite introducir tres decenas de volúmenes. Alrededor, un pequeño bosque compuesto por una santarrita, una madreselva, un malvón y un olivo ofrece sombra y adecuada ambientación para la lectura en el banquito de cemento.
‒La planta que más me gusta es el malvón, porque mantiene la resistencia de crecer en cualquier lugar. Vos lo ponés en agua, tierra o piedras y aguanta cualquier clima. Pero la planta insignia de la droguería es la madreselva y tiene que ver con la infancia de mi mujer en el pueblo de María Juana. Cuando ella se iba caminando a la escuela primaria, pasaba junto a una madreselva. Son esos olores del pueblo que cuando te fuiste te quedan para siempre en la nariz. Para hacerle un elogio buscamos una esencia que fuera similar, la encontramos después de cientos de pruebas y la pusimos en un perfume para la ropa que hoy se llama María Juana.
Hay mañanas en que se forman colas de gente esperando su turno para llevarse el libro conveniente o quedarse leyendo en el banco de material.
Miguel quisiera que esa movida se generara sola porque está un poco cansado, dice. A veces le roban libros o plantas. Vandalizan la casita, aunque un vecino vuelve para arreglarla las veces que sea necesario. Son, justamente, los mismos vecinos quienes se fueron uniendo con escobas y trapos para mantener el espacio en buen estado. Le han quemado un olivo que continuó creciendo por prepotencia de vida, o los cartoneros se llevan los libros en un descuido de apenas segundos. Con ellos Miguel mantiene una contienda cuerpo a cuerpo. Un libro equivale a juntar, de un solo tirón, un atado de diarios o un costal de cajas resumido en la historia de algún bestseller de la década del noventa. Yo prefiero dejarlos librados al azar y cuando sé que Miguel no anda merodeando (porque lleva el registro riguroso para dosificar la cantidad diaria), dejo apurado alguna colección de la Historia de Alemania o un par de enciclopedias de tapa dura que para un cartonero serían oro puro. Prefiero que ese azar sea sorteado entre el lector y el cartonero. Podría imaginarme las respuestas de Borges, si le dijeran que uno de sus libros fue utilizado para salvarle la olla a un cartonero.
Otra contienda era con los vecinos y los cien kilos mensuales de alimento que Miguel dosifica en la vereda para que las palomas se alimenten. Los techos de las casas y los autos sufren las deyecciones desde los árboles. Dice el comentario popular que la caca de las palomas quema algunas pinturas doble capa de los vehículos. El padre solía quedarse hasta doce horas de corrido en el local. Al mediodía almorzaba sánguches o pan sentado en la vereda y a partir del 27 de septiembre de 1987 empezó a arrojarles los restos a las palomas. Los resultados de una costumbre diaria construyeron una enorme bandada que convive con los vecinos del barrio. Pero Miguel busca paliar el problema ayudando a lavar los autos, o haciendo colocar pinchos en los cables de altura para que las palomas no se posen. Situaciones que llevaron a que Miguel conversara asiduamente en un ejercicio de socialización vecinal que derivó en una choripaneada mensual en la vereda de la casita. Los vecinos participan de la comilona, se conocen con los de los edificios nuevos, renuevan amistades, festejan el encuentro barrial.
Miguel construyó su lugar en el mundo como herencia italiana, en donde el cliente, los empleados y sus familias tiran de la soga hacia el mismo fin económico de la subsistencia.
‒Yo me despierto siete menos cuarto y llego a mi casa cerca de las ocho de la noche. Tomo mates con mi señora y hago el resumen laboral de pedidos, de pagos. Termino a las nueve. Y no interpreto nada sin esfuerzo. Porque si entendés mal la salud, entendés mal el cuerpo: lo lindo que es tener un auto comprado con esfuerzo. Interpretás mal porque la marca que no es de primera calidad, también te viste. Tener barba de unos días no habla de tu desprolijidad, es que no tuviste tiempo de arreglarla por laburo. A ser simple no se aprende, se nace simple, igual que con humildad.
Un tacho exhibido como reliquia entre los estantes muestra los abollones de una dura batalla, de un principio laboral rústico en donde se preparaba el cloro y lo envasaban, el detergente, el champú, jabón líquido, todo adentro del único recipiente. El eslogan en el dorso de los uniformes del equipo de ayudantes ‒“Hay que aguantar”‒ es producto de una frase repetida por su madre ante las adversidades que atravesó la familia y que sirvió de soporte en los cuerpos castigados por el trabajo.
‒¿Y sos pariente del expresidente? ‒pregunto disparando las palabras como al descuido. Su color de ojos es similar a los de Mauricio Macri, y también el angulado corte de su cara.
‒Aahhh, la pregunta del millón –dice sonriendo‒. Mi abuelo y el abuelo de él eran primos hermanos. Pero nunca nos vimos –aclaró‒. Te digo más, hasta me dan ganas de poner el apellido de mi vieja en la tarjeta de crédito.
Un señor mayor que escuchó casi toda la conversación me indicó la salida. Mientras abría la puerta me pidió que escribiera una buena nota sobre Miguel: “Es un buen pibe, nunca se dio dique y mire hasta dónde llegó”.
Publicado en la ed. impresa #14