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Los mozos y las habilidades perdidas

“¿Cómo es eso que se puede parar una película y empezar a verla desde el inicio?” preguntó don Magencio, el abuelo de mi novia. Don Magencio era un inmigrante gallego que vio una radio por primera vez en su vida al llegar al puerto de Buenos Aires. “Parecía brujería, una caja que hablaba”, contaba. Casi 60 años después, a inicios de los 80, miraba curioso el funcionamiento de una videocasetera, otra caja diabólica. Creo recordar que argumentamos sobre las ventajas de ver cine en casa, usamos la palabra rebobinar, etcétera. Pero a Magencio le importaba un pito entender algo que no iba a usar nunca. Dio media vuelta y se fue, encogiéndose de hombros e insinuando un “ma, si” con la mano (hasta los gallegos tienen gestualidad italiana en Argentina). Durante mucho tiempo recordé esa anécdota con sana envidia. Envidia de alguien que había sido testigo de cambios radicales en la historia de la humanidad (las grandes guerras, la televisión, la llegada del hombre a la Luna, la videocasetera). Todo eso en el lapso de la vida de un hombre. Una experiencia por la cual no creí nunca poder transitar. La pifié fiero. También fallaron muchos escritores de ciencia ficción tratando de pensar el futuro (salvo notables excepciones como George Orwell y el gran Philip Dick). Ya lo había dicho irónicamente el físico Niels Bohr: “Es muy difícil predecir lo que va a suceder, sobre todo tratándose del futuro”.

Hoy nuestra cotidianidad está regida por la ineludible presencia de pequeños objetos y aplicaciones que gestionan y hasta rigen nuestra vida. Compramos objetos que seguimos llamando teléfonos, pero sirven para muchas otras cosas. Y ocasionalmente los usamos para llamar por teléfono. Cuando llamamos a alguien, lo más probable es que lo hagamos sin recordar (o, más aún, sin haber conocido nunca) su número de teléfono. Crecí en épocas en las que recordar un número asociado a una persona o a una casa era una habilidad, o más bien una necesidad. Hasta llegábamos a identificarnos por el número de teléfono. Páez se describió como “el chico que jugaba a la pelota, del 49585”. Hoy toco “mamá” en la pantalla de mi teléfono, que llama a un número al cual mi madre me responde. ¿Por qué un número es sinónimo de “casa”? ¿Cuántas nuevas habilidades ganamos perdiendo otras por la falta de necesidad?

En una reunión de amigos alguien mencionó una aplicación novedosa para smartphones que permite hacer una reserva en cualquier restaurante o bar. Pero no estamos hablando solamente de prefijar día, hora y número de comensales, sino también de elegir el menú, de manera tal que uno puede llegar y no tener que esperar para empezar a comer. A las 21.25, la pinta de cerveza y las papas con cheddar estarán en la mesa 7 cuando hayas llegado. El encanto inicial que despertó la aplicación en el grupo se convirtió rápidamente en desilusión: ¿y los mozos?

Un mozo (o una moza) no es la persona encargada de traer el plato a la mesa. Un mozo es la persona que no necesita traer la carta para recomendar un plato, no necesita ir a la cocina para consultar lo que queda disponible ni, mucho menos, para decir por lo bajo “hoy el vacío está un poco duro, así que les sugiero pedir otra cosa”. En Rosario, uno todavía puede encontrar eso en muchos lugares. La Marina (cerca del Monumento) es uno de ellos. Cada lector tendrá seguramente un lugar y un mozo de cabecera.

Los mozos no anotan el pedido. A lo sumo vuelven a preguntar algún detalle antes de traer los platos, para asegurarse de entregarlos correctamente a su destinatario. Como mucho, pueden usar una libretita minúscula, pero no una mini-Tablet que envía el pedido a la cocina.

Un buen mozo no necesita ser sonriente ni amable. Abundan los mozos carentes de simpatía, pero no por eso son faltos de empatía con el comensal. Hace un par de años, estábamos con mi hijo y un amigo en el Ristorante Mattozzi, en Nápoles, una pizzería histórica fundada en 1833. Nos atendió un mozo de más de setenta años, vestido a la vieja usanza y con cara de pocos amigos. Pedimos unos spaghetti alle vongole, ante lo cual el mozo (que bautizaré “Beppe”) movió los bigotones explicitando su desagrado y nos respondió parcamente: “No. Ustedes no quieren eso. Ustedes quieren comer la pasta con gallinella, y antes les traigo unas entradas”. Mientras tratábamos de esbozar una respuesta, Beppe se fue y volvió con una bandeja que tenía tres peces muy feos, bocones y con ojos saltones. Tres moncholitos sin bigotes. “No pueden irse de Nápoles sin haber probado esto” (que eran, sin duda, los últimos tres moncholos que le quedaban). Le dimos el visto bueno, pero le dijimos que preferíamos no comer entrada. En menos de tres minutos nos trajo las entradas que él había decidido. Y después la pasta con los moncholos. Todo estaba buenísimo, pero Beppe decidió todo lo que comimos, manejando el suspenso de la cena como un Hitchcock de la gastronomía. Estaba exquisito. A la mesa de al lado llegó un parroquiano. Se abrazaron y Beppe (sin preguntar nada) le trajo una pizza. Todo dicho.

Un mozo tiene códigos. Una noche de verano en el Trastevere fuimos cenar a la Osteria da Zi’ Umberto. Todas las mesas estaban llenas y había cuatro o cinco personas esperando. Pregunté a un mozo cuánto tiempo había de espera. Me dijo: “Hablá con Vanni”. Vanni iba y venía por las mesas con la bandeja cargada de cosas, supervisando todo. Tomó mi reserva al mismo tiempo que atendía una mesa y me dijo: “en cuarenta minutos”. Pregunté si era necesario quedarse esperando ahí, o podíamos ir a dar una vuelta, y respondió: “los espero en cuarenta minutos”. Regresamos a los cuarenta minutos puntuales, ya famélicos y frente a un panorama casi trágico. No solamente seguía lleno, sino que había una cola de más de veinte personas. Vanni nos miró desde lejos, asintió con la cabeza, fue al costado del negocio, trajo una mesa plegable que abrió frente a nosotros y frente a las miradas furiosas de la gente haciendo cola. Antes que nos pudiéramos sentar nos dijo: “Les recomiendo las flores de calabaza fritas y saltimbocca alla romana”. Si están en Roma, ya saben dónde ir.

A un mozo le importa lo que trae a tu mesa. En Abarrote pedimos el café de rutina después de haber comido. El mozo tardó demasiado. La clásica demora de un olvido, que no presagiaba un buen café. Cuando pedimos la cuenta para irnos resignados, el café estaba llegando. Fue uno de los mejores cafés que tomé en Rosario. Cuando se lo agradecí, el mozo respondió: “Soy un enfermo del café, y lo hago como me gusta tomarlo, y eso se logra con un goteo lento”. Un mozo puede lograr que un comercio se convierta en tu casa o la casa de un amigo. 

Podemos perder el uso de la agenda telefónica de papel, pero ¿queremos reemplazar al mozo por una tablet a la entrada de todos los bares y lugares de comida? ¿Estamos frente a un oficio a punto de desaparecer, como el deshollinador, el vendedor de golosinas en el cine, el tipógrafo? Ser mozo es más que un oficio, es un arte que convierte un café o una cena en un goce distinto. No podemos permitirnos perder a los mozos. No podemos permitirnos perder algunas habilidades que nos alejan como personas. Y que conste que lo digo por puro egoísmo.

Por eso a pesar de mi dependencia y pasión por la tecnología, hoy quiero encogerme de hombros como Magencio frente a la videocasetera, ir al café de Pellegrini y San Martin y que Alejandra, la moza, nos mire con cara de: “¿Lo de siempre?”. Miradas reales, la presencia palpable de alguien querido compartiendo la mesa, el olor del café haciéndose, sin mediaciones, sin apuro. No negocio.

Publicado en la ed. impresa #13

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