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La revolución en el aire

“No hay ingenuidad cuando enarbolamos la palabra revolución, porque algo sí sabemos: nada es igual, nada será igual”, escribe nuestra columnista Sonia Tessa.

Se respira otro aire en la calle, en los colectivos, en las oficinas. Se escuchan todos los días frases que antes eran una anomalía. Las más jóvenes no dejan pasar ni una violencia, son conscientes de que está en sus manos construir otro mundo. El tema son los vínculos. Donde había violencia, donde había jerarquías, hay límites, hay revisión de los estereotipos. En cada espacio compartido hay una sorda batalla cuerpo a cuerpo. Nada es para siempre, cada vez hay que volver a recordar que las violencias invisibles son aquello que sostiene al patriarcado.

Y está la calle, donde cada día son más las mujeres y las identidades disidentes que van corriendo los límites de lo que se puede pensar. Son ellas, las pibas, las adultas, las medianas y las viejas, las que fueron amasando nuevas palabras. El 8 de marzo de 2019, el mundo –sobre todo el mundo occidental pero no solo- crujió con esta revolución. Más contundente que el Paro Internacional de Mujeres de 2018, la medida de fuerza global de este año demostró que esta fuerza es irreversible. No habrá forma de lograr que triunfe esa restauración conservadora que encarnan las derechas y las iglesias pero esperan agazapados y deseantes millones de machos heridos por haber perdido –por estar en proceso de perder- sus incontables privilegios.

Hay quienes dicen que la revolución no es tal porque no conmueve los medios de producción. Son los mismos que durante años se aprovecharon de las tareas de cuidado invisibles, esas que llaman amor pero es trabajo no pago. Son los mismos que durante siglos ejercieron su poder patriarcal como un látigo contundente, y respondieron a las críticas con un banal “no te aguantás un chiste”. Son los mismos que nos dijeron locas, malcogidas, incogibles, brujas, ignorantes, vanidosas. Son los mismos que nacieron sabiendo cuál era su lugar en el mundo: el centro.

Ahora, en las calles, son los que se quejan porque no los invitamos. Y bueno, esta vez, como siempre nos pasó a nosotras con asados y reuniones de amigos, les toca quedarse afuera. Es apenas un ejemplo. Fue mucho más violento lo que hemos sufrido desde tiempos inmemoriales: las tortas escondiéndose para sobrevivir, no perder el empleo, no ser repudiadas. Las tortas que ahora se pueden mostrar orgullosas a los besos por la calle pero antes, no hace tanto, tenían que escudarse en la palabra amigas. Las travas que ni siquiera vivieron el refugio de los afectos más íntimos, rechazadas muchas veces por sus propias familias, lanzadas a la calle, a la desprotección. Esas travas que ahora cantan sus canciones, levantan sus banderas, crean sus bachilleratos.

Hubo y hay una revolución. Es irreversible. No somos ingenuas: sabemos el poder de las instituciones que impulsan una restauración para devolver el lugar central a la biología –ciencia positivista si las hay- y desmonte lo que llaman –con letra y música de Joseph Ratzinger, el papa que debió renunciar- “ideología de género”.

Y por las calles de una ciudad cualquiera del vasto mundo, el 8 de marzo hubo 60.000 personas, en su abrumadora mayoría mujeres. Las había jóvenes y viejas, había trans, travestis, no binarias, tortilleras. Todas, todes, saben lo que es habitar un cuerpo feminizado. Una experiencia intransferible. Por eso se les pide a ellos un respetuoso silencio: aprendan, reflexionen, cuestionen todo aquello que aprovecharon sólo porque era lo que “naturalmente” les correspondía, y luego vengan a admirarnos con respeto: somos nosotras y nosotres quienes desmontamos esas violencias para construir un mundo mejor ahora mismo, no el año que viene ni cuando tomemos un supuesto poder que en realidad, es el poder que nos confiere nuestro entramado colectivo en cada plaza, en cada esquina, en cada oficina, en cada fábrica, en cada encuentro, ese poder de decir que no, de negociar las reglas en igualdad. Y falta, muchísimo falta. En la Argentina una mujer es asesinada cada 29 horas. Nuestra revolución es interseccional pero hay muchas, muchísimas, que ni siquiera pueden defenderse. Sabemos que estamos en deuda con las más vulnerables, con las que no saben leer ni escribir, con las precarizadas, con las migrantes, con las indigentes. No hay ingenuidad cuando enarbolamos la palabra Revolución, porque algo sí sabemos: nada es igual, nada será igual. Vamos a cambiarlo todo.

Publicado en la ed. impresa #01

Por Sonia Tessa

Periodista feminista. Me gusta escribir como nada en el mundo y, sobre todo, en el suplemento Las 12, de Página/12. También hago radio en Juana en el Arco, por Radio Universidad y televisión en Ningunas Locas, por 5RTV. La foto es de Ana Isla, quien la tomó en la marcha del 8M.

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