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La mirada infantil

Dando un paseo por la ciudad acorralada por la pandemia un recuerdo que el olvido había confinado a la oscuridad me hizo aminorar el paso: la imagen de una muñeca que mi madre había ganado en una rifa. No tendría yo más de cinco años cuando un día apareció ella, emocionada, con una caja redonda, igual a la de las pamelas, y al abrirla sacó una muñeca que al ponerla en pie mediría no menos de medio metro. La llevaba de la mano ya que poseía un mecanismo que le permitía caminar y, cuando la sentaba, los ojos parpadeaban. Estaba vestida con un largo vestido de volados color crema y calzaba unos zapatos infantiles o tal vez lo parecían porque le faltaban tacos.

Mi madre solía, de tanto en tanto, sacarla de la caja y ponerla sobre su cama, sentada, rodeada de almohadones. Vivíamos entonces en la casa donde nací, en la calle Carriego del barrio Ludueña, a pocos metros de la calle Córdoba. En aquel tiempo, los años sesenta, una vez al año, con la crecida del río, teníamos inundaciones y por las calles circulaba el agua que llegaba desde Empalme Graneros, donde la riada era aún peor ya que entraba en las casas sin anunciarse. Toda la zona quedaba confinaba a un encierro circunstancial hasta la bajante que acontecía, con suerte, días después y en algún caso llegó a durar semanas.

Mis padres alquilaban un departamento de pasillo cuyos propietarios, inmigrantes italianos, ocupaban el frente. La mujer, creo que oriunda de Rímini, le enseñó a mi madre a cocinar comida italiana, con lo cual en casa alternábamos platos españoles con pastas amasadas a mano en la mesa del comedor. Éramos pobres, pero al menos yo no me daba cuenta.

Pocos años después la situación económica de mis padres mejoró y nos mudamos a la calle Alsina: ya nunca más vi la manzana convertida en una isla; afortunadamente, como la inundación nunca había llegado al salón, era para mí un recuerdo divertido pero no para mi padre, que siempre rememoraba el miedo que le despertaba la posibilidad de que el agua subiera unos centímetros y desbordara las veredas.

En Madrid, como en Rosario y en todas partes, la pandemia también asusta más en la periferia que en las áreas céntricas. Mientras transcurre septiembre y ya superada la cuarentena, la nueva ola de contagios obliga a los barrios del sur a una serie de restricciones en la movilidad y causa cifras de infección muy altas, las más graves de Europa lo cual ya es decir. Esto no es nuevo. La esperanza de vida aquí, en la capital de España, es de unos 84 años, pero la horquilla entre el norte y el sur de la ciudad es de unos 10 años: mientras que en el norte sube hasta los 88 años, en el sur baja a 78.

A principios de los setenta, aún bajo el franquismo, mi padre nos trajo a España a conocer a la familia de aquí. Fuimos a Ibiza, donde todavía está su casa natal, y allí nos hospedamos recibidos por mis tíos. Es una casa de campo rodeada por una considerable extensión de tierra donde crecen olivos y pastan ovejas y cabras. Muy poco antes de que llegáramos acababan de conectar la electricidad e instalar sanitarios; yo, viajero procedente de una supuesta modernidad, sentía que realizaba un viaje en el tiempo, hacia el pasado, hacia la pobreza. No entendía, entonces, que aquello era lo esencial, los materiales mínimos de subsistencia, y que con eso era más que suficiente para vivir.

A veces, cuando voy a Barcelona, me acerco al hotel donde paramos unos días en aquel viaje. Aún existe. Está en la plaza del Pi del Barrio Gótico y suelo subir al primer piso, donde hay una cafetería desde la que me asomo al balcón. Siempre he creído que lo hago para recuperar la mirada infantil, aquella que observaba la plaza al comienzo de los oscuros años setenta españoles, pero hace un tiempo me di cuenta de que busco otra cosa en ese lugar: recuperar a mis padres y a mi hermano, a mi familia, tal como éramos entonces, al menos por un momento. De igual modo, al recordar la imagen de aquella muñeca entendí que la ilusión incomprensible, entonces, para mí de la devoción de un adulto por un juguete era que, en realidad, mi madre había obtenido un objeto que la pobreza, en la que vivió de niña, le había negado.

Publicado en la ed. impresa #09

Por Miguel Roig

Escritor y periodista rosarino que reside en Madrid. Es coeditor de la Revista Socialista y socio fundador de Mongolia, revista satírica mensual española. Escribe una columna en el diario.es y en Perfil. Sus últimos libros son El marketing existencial (Península, 2014) y Conversaciones con Alberto Garzón (Turpial, 2016).

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