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Barullo en papel Crónicas

La cofradía de los libros viejos

Orígenes y recorridos de algunas librerías de viejo de la ciudad que son como organismos vivos que crecen y a veces mutan.

Todas las librerías nuevas se parecen, pero las de viejo lo son cada una su manera, me dirá alguien en algún momento, en un arranque a lo Tolstoi. Supongo que tratará de decirme lo mismo que voy a intuir después, cuando vaya conociendo orígenes y recorridos de algunas librerías de viejo de la ciudad: que son como organismos vivos que crecen y a veces mutan. Empiezan como locales pequeños que aparecen en cualquier lugar de la ciudad; si la suerte les es favorable, se consolidan como parte de la geografía urbana. Si la suerte es adversa, en cambio, prescinden del local, aunque no siempre se despiden del todo: muchos se reinventan a través de la venta por internet.

Podrán estar atendidas por una pareja de libreros jóvenes que se lanzaron a la aventura con vocación y su propia biblioteca; por consolidados referentes del sector con más de tres décadas en la actividad; y hasta por antiguos clientes que, casi como los personajes de Jack Black y Todd Louiso en Alta fidelidad, un día se hayan pasado al otro lado del mostrador. Habrá las que tengan estantes repletos de viejas revistas —El Gráfico y Sólo Fútbol, las Anteojito y las Billiken, Skorpio, Cimoc, Fierro o El Péndulo—; las que prescindan de la literatura pasatista o la autoayuda para enfocarse en contenido humanístico; las que atesoren viejas enciclopedias y las que las rechacen porque hoy todo se resuelve en Wikipedia.

El perfil de una librería de viejo es, quizás, algo que se constituye a través del tiempo. No influyen sólo el gusto y la intuición de los libreros, sino también el azar y los avatares de otras vidas: las de sus clientes. Las separaciones, mudanzas, viajes y muertes van conformando, con sus huellas y sus restos, parte del rasgo que caracteriza una librería. Al fin y al cabo están hechas de libros con múltiples pasados.

Las librerías de viejo no son, sino que devienen. Por eso son tan difíciles de explicar y tan fáciles de querer.

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De un tiempo a esta parte las librerías de viejo se multiplicaron y de las cuatro o cinco icónicas que teníamos en los 80 o 90 —Librolandia, en Pueyrredón y 9 de Julio; BuscaLibros en Alberdi; la eterna Longo; el Pez Volador de San Martín y San Lorenzo; El Viejo Almacén, en San Luis y Buenos Aires— la ciudad pasó a tener cerca de quince, sin contar a los que trabajan con venta virtual y llevando los libros a domicilio o en las distintas ferias que tienen lugar a lo largo del año.

Todo recorte es arbitrario y el mío también. Trazo, entonces, un recorrido signado por los caprichos de la memoria y salgo a caminar mis librerías afectivas.

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Muchos de los clientes que se entretienen revisando anaqueles en Urquiza y Santiago se saludan con los dueños y entre sí, como viejos parroquianos. En el ambiente flota una suerte de camaradería contagiosa. Algo de eso se debe percibir desde afuera, porque así fue como Mariano Mirassou se acercó a la librería por primera vez.

—Pasaba todos los días en el colectivo, de regreso del trabajo, y sentí que tenía que conocerla. Un día entré y me enamoré. No me fui más.

No exagera: primero se volvió cliente asiduo y más tarde se sumó al negocio que Luis Oliva lleva adelante desde hace más de treinta, primero como la recordada Librolandia y luego con el nombre de la intersección que le dio cobijo al nuevo local. “La librería tiene tanto material de salida permanente, que garantice cierta venta, como material de calidad para aquellos que se alejan de la literatura pasatista”, explica Mariano.

—Los libros son cápsulas del tiempo —dice—. En lo nuevo no hay sorpresa. En lo usado hay hallazgo, hay tesoro.

Mariano habla pausado, calmo. Sus definiciones son pensadas y están envueltas en cierto halo de romanticismo que él mismo se encarga de mantener a raya. Se autodefine como bibliófilo pero sabe que también es comerciante y que al fin y al cabo los libros se tienen que vender. Durante la charla algunos clientes se suman y aportan su mirada. Horacio —antiguo militante del PC, mirada intensa, sonrisa desdentada—, que supo tener tres librerías de usados, reconoce que probablemente nunca le fue del todo bien porque le costaba desprenderse de algunos libros. Remarca una frase de Mariano, que acaba de decir que los libros pagan su lugar, no se pueden eternizar en un estante.

—Parece contradictorio pero es así —dice—. Los libros pagan su lugar cuando se van.

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Casi nueve años atrás, cuando Ángeles y Marcelo decidieron poner una librería, arrancaron con la fusión de sus bibliotecas particulares y la compra de un lote de libros que, les pareció, bastaba para empezar. La librería se llamó El Lugar, y aunque el local de 9 de Julio 1389 no es muy grande, tras haber desparramado todos los libros todavía quedaban huecos que debieron disimular con plantas y adornos. Hoy tienen dos depósitos donde guardan el material que no pueden exhibir por falta de espacio.

Ángeles dice que el público se va formando según el perfil que proponga la librería. “Manejamos títulos que si los venden en otro lugar tal vez pasen desapercibidos, y viceversa”. Pero también, añade Marcelo, el público los ha ido moldeando a ellos, empujándolos hacia un perfil marcadamente humanístico: filosofía, psicología, sociología, crítica literaria. Se nota en la disposición de libros. Es más habitual ver nombres como Barthes, Benjamin o Adorno que novelas pasatistas o esos típicos libros de saldo que se repiten en los tablones de usados que se despliegan en cualquier feria.

—Tenemos un par de clientes que buscan primeras ediciones o libros raros, pero también muchos que buscan material muy específico: de investigación, poco frecuente, estudios concretos sobre una rama particular, cosas así.

La empujo hacia alguna anécdota y me habla de un libro sobre algún dialecto africano que no alcanza a recordar. Les había llegado, dice, de alguien que había sido investigadora de la Unesco y volvió al país con una biblioteca prodigiosa que se desmembró tras su muerte. El atípico libro fue adquirido por un estudiante holandés que hacía tiempo lo buscaba sin éxito y se lo llevó de regreso a Europa, desde donde había llegado en la bodega de un barco.

Idas y vueltas que a veces trazan los libros a través del océano.

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El Pez Volador es sinónimo de usados. A fuerza de años y presencia, el nombre que se repite en cuatro locales del centro de la ciudad se instaló con fuerza en el mercado de librerías de viejo. Por las tardes, detrás del mostrador de la más antigua —San Lorenzo y San Martín—, se encuentra Cristian, el Tripa. Flaco y arrugado, con un gorrito de lana torcido, atiende al mismo tiempo el mostrador, las redes y llamadas de whatsapp por las consultas que recibe de compradores de Mercado Libre. Antes de que me presente pregunta cómo atender la llamada y después le grita al teléfono en altavoz. Pelea con la tecnología y va perdiendo.

Librería el Pez Volador

—Cuando la gente busca un libro y no lo encuentra, le dicen andá a El Pez Volador —dice con orgullo—. Si no lo conseguís ahí, no lo conseguís en ningún lado.

En los estantes hay de todo. Desde revistas viejas, material escolar, best sellers y novelas románticas, hasta lujosas ediciones o libros difíciles de conseguir. Lo último se mueve más por internet que en el local. El comprador especializado llega más por ahí. El comprador del local, dice, es más bien comprador habitual de saldos. Como el viejo que nos interrumpe, en algún momento, para llevarse tres libros de Wilbur Smith. Le cuento a Tripa que mi abuelo también era un gran lector de Wilbur Smith. Viajaba mucho por trabajo y en su tiempo libre recorría librerías de usados para las solitarias noches de hotel. Se hizo fanático de esas novelas históricas de aventuras y sus sagas de los Courtney o los Ballantyne. Yo me quedé con unos cuantos.

—Traelos —dice—. Este viejo compra todo lo que llega de Wilbur Smith. Hasta los que ya tiene.

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A la librería más antigua de la ciudad nadie la llama por su nombre. Todos le dicen —le decimos— la Longo, que era el nombre de su fundador: un siciliano emprendedor que se bajó de un barco a los nueve años sin saber leer ni escribir y terminó poniendo una librería. Diez años atrás, los cien años de historia le valieron una placa en la pared pero ninguna ayuda estatal. La Longo, hoy, resiste como puede, atendida por Amalia —la Coqui— que a sus 87 años hace gala de una memoria estupenda, una vitalidad de asombro y un filoso sentido del humor.

El paso del tiempo se ve, se huele, se palpa. Tal vez demasiado. Hay una sección donde el piso de pinotea está salido y tapado con una lona; un pedazo de techo desprendido revela el interior del cielo raso; las hojas de algunos libros amenazan con deshacerse entre los dedos, las telarañas y el polvo cubren los estantes más altos de los centenarios muebles de roble. Hay, sin embargo, en el ambiente, una calidez y un halo de hechizo que puede más que todo: por un momento me siento como Bastian en la tienda de Karl Konread Koreander, a punto de ponerle las manos encima a La historia interminable por primera vez.

Pierdo, igual que hice en todas las librerías que visité en este recorrido, un largo rato revolviendo anaqueles y hojeando libros antes de presentarme, mientras la Coqui conversa con una amiga. Lo que precipita mi presentación es, tal vez, que la amiga —pronto sabré que se llama Marta— se despide diciendo que se va “a leer la Barullo”.

—Me encontré el primer número en la reja de una ventana y me la llevé —dice Marta—; como me gustó fui a buscar el segundo a la feria.

Dice, también, que no le alcanzaba la plata pero alguien la escuchó contar cómo había llegado hasta ahí y le entregó la revista igual: pagó la diferencia con la anécdota y una foto. Le cuento que había leído eso en Facebook y le muestro la foto porque ella no tiene redes sociales. Se ve, posando con la revista, y ríe otra vez. Reímos los tres.

Recién entonces me siento a charlar con Coqui, con la prodigiosa memoria de Coqui —que entre tantas otras cosas habla de su padre y de Jorge Riestra, del viejo Ross, de Julio Vanzo y de Julio Marc— y yo me olvido que se supone que estoy trabajando y ya no anoto nada más. Nos interrumpen dos veces. Primero un hombre que dice que es la primera vez que entra —“es que abrimos hace poco”, dice Coqui, muy seria— y más tarde una vecina que se sorprende al ver que la librería sigue abierta casi una hora después del horario habitual de cierre.

Pido disculpas pero ella las desestima. Total vivo acá arriba, dice. Ni siquiera me deja ayudarla a bajar la persiana.

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Muchas librerías quedan en el tintero: pretender abarcarlas todas es una utopía. Vuelvo con la noche que cae y un puñado de libros viejos en la mochila: una primera edición de La conciencia del señor Zeno, de Svevo; un Orlando de Virginia Woolf con traducción de Borges; Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa, también en primera edición; y un curioso librito titulado Recursos afectivos en el habla de Rosario que publicó la UNL en el 68 y que no sé bien por qué compré. 

Pienso que los clientes también tenemos perfiles diferentes. Pero en el fondo algo nos une a todos, como si fuéramos parte de una misma hermandad, de una cofradía no tan secreta. Una especie de búsqueda del Santo Grial que nos lleva a peregrinar por los estantes y las bateas, con la convicción irrevocable de que siempre hay páginas que nos guardan respuestas o revelaciones que contribuyen a iluminar nuestro mundo.

Por eso seguimos buscando.

Por eso, acaso, hurgamos en libros viejos como quien busca una verdad, o una esperanza.

Fotos: Lucía Rubiolo

Publicado en la ed. impresa #03

Por Javier Núñez

Escritor y coordinador de talleres literarios. Soy hincha de Newell’s y padre de tres hijos. Lector compulsivo de libros e historietas, crecí tratando de contar mis propias historias. Con La doble ausencia gané en México el premio Sergio Galindo a primera novela. Mi último libro es La feroz belleza del mundo. Tengo algunas cuentas pendientes, viajes que ya no podré hacer y sueños a los que no renuncié. No creo mucho en Dios ni Dios cree mucho en mí, y así quedamos a mano.

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