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Barullo en papel Crónicas

El periodista que conmovió al mundo

Walter Operto, nacido en la pampa gringa, fue el primer cronista argentino en llegar en octubre de 1967 al lugar donde había sido tomado prisionero el célebre guerrillero rosarino. Y fue el autor de la nota que se transformó por entonces en primicia mundial: el Che no murió en combate, fue fusilado. A los 83 años, Operto sigue haciendo historia.

I

Walter Operto cuenta con un raro privilegio: haber sido el primer periodista argentino que dejó testimonio escrito sobre la muerte del Che Guevara en las sierras bolivianas. Recuerda con fascinación a aquellas mujeres campesinas e indígenas rezando ante el cadáver del Che, una vez que las tropas militares lo bajaron de los montes para exhibirlo ante el pueblo.

El 7 de octubre de 1967, el New York Times anuncia que de acuerdo con los informes militares “el comandante cubano y sus 16 camaradas están cercados desde hace dos semanas. Los militares bolivianos afirmaron que el comandante Guevara no saldrá de allí vivo”. Un cable de agencia internacional se expande por el mundo con la misma certeza. La revista Así –de enorme popularidad por entonces en Argentina– envía a Operto, de 30 años, y al fotógrafo Hugo Lazaridis a Bolivia a cubrir los pasos de la guerrilla del Che. “Cuando llegamos a Bolivia nosotros teníamos la presunción de que el Che podía estar liderando ese foco guerrillero campesino, pero en rigor la noticia ocurre cuando se conoce su muerte”, recuerda Operto.

Los enviados especiales, que se han trasladado en un avión Cessna de cuatro plazas, propiedad del diario Crónica, cuyo logotipo se vuelve visible en el fuselaje, aterrizaron en Santa Cruz de la Sierra y desde allí se trasladaron hasta Vallegrande, territorio colonial e indígena, de treinta mil habitantes, al enterarse de la detención de Guevara y su traslado a la escuelita La Higuera, un lugar inaccesible por tierra y por aire.

La noche del 8 de octubre se montó la escena de mostrar al mundo al Che muerto en combate. Al otro día es trasladado al Hospital Señor de Malta, donde también llegaban heridos soldados y guerrilleros. Allí estaba ubicado el asiento de la Séptima Brigada, comandada por el coronel Andrés Selnich.

El cadáver -el torso desnudo, los ojos abiertos, las heridas visibles del supuesto combate en cuello, brazo y tórax- fue exhibido en la morgue del hospital durante unas cinco horas. Allí se tomaron las fotografías que recorrieron el mundo. “Lo primero que me llamó la atención fue comprobar la muy poca gente que concurrió a verlo, no sé si por temor o porque no se enteraron. Fue un desfile de mujeres que le rezaban. Habrán pasado doscientas personas hasta que lo sacaron», recuerda Operto.

Su investigación periodística derivó en la noticia que conmovió al mundo. Escribió que Guevara no había muerto por las heridas sufridas en combate, como decía el informe oficial del ejército boliviano. El revés de la trama fue que el Che había sido tomado como prisionero con vida –una ráfaga de ametralladora en el combate de la Quebrada del Yuro había quebrado sus piernas– y fusilado el 9 de octubre con un tiro de bala de revólver calibre 45 mm en el corazón.

–Fue una primicia mundial que publicó Crónica –dice Operto. LA PRENSA DEL MUNDO ENTERO CONFIRMA NUESTRA PRIMICIA tituló la revista Así.

El periodista comenzó a sospechar sobre la versión oficial de la muerte del Che después de entrevistar al coronel del ejército. “Es imposible, están todos en La Higuera”, mintió el coronel cuando Operto intentó entrevistar a los soldados que habían participado de las acciones militares.

A cinco cuadras del único hospital del pueblo estaba la casa del doctor José María Caso, responsable de las autopsias. El cronista fue a su encuentro, el hombre lo hizo pasar al interior de su domicilio, y contestó sin tapujos cómo eran las heridas encontradas en el cadáver: en las piernas, en los hombros, en los costados, y un balazo mortal, calibre 45 mm, en el corazón.

Operto acababa de descubrir otra contradicción con la historia oficial. Una persona que tiene una bala 45 no tiene tiempo a decir “no me maten, valgo más vivo que muerto”, como dicen que dijo el Che.

–¿No habló con los soldados que combatieron con el Che? –lo interrogó el médico. No importaba que media hora antes el coronel boliviano le hubiese dicho al periodista que no había ninguno allí.

–Deme un nombre –le rogó Operto.

–(Valentín) Choque –contestó el hombre.

El hospital era una fortaleza rodeada por soldados armados. El argentino pensó que lo único que quedaba por hacer era enfrentar a la guardia con paso presuroso y avanzar. Sus compañeros, el fotógrafo y el recién llegado Luis Chouciño, camarógrafo corresponsal en Buenos Aires de la CBS de Estados Unidos, no pusieron reparos. Los tres avanzaron decididos y la guardia se abrió, dejando libre el ingreso a un patio interior colonial, con aljibe en el medio, pasillos y corredores. Con anterioridad, los extranjeros ya habían percibido que frente al blanco, el boliviano indígena o mestizo (como eran los soldados y suboficiales) tenía una actitud de temor o recelo atávico porque siempre los trataron con violencia.

Pasa una enfermera y Operto le pega el grito:

–¿Dónde está el soldado Choque?              

–Allí, señor- dice la mujer señalando una sala con siete camas con soldados heridos.

–¿Quién es Choque?

–Yo, señor – contesta el herido, levantando su brazo al aire.

–¿Usted peleó en La Higuera?

–Sí, señor.

–¿Allí capturaron vivo al Che?

–Sí, señor.

–¿Murió en ese momento?

–No, señor.

–¿Cuándo lo mataron?

–Al otro día, señor.

–¿Cómo lo mataron?

–De un tiro, señor.

–¿Quién lo mató?

–El sargento…

El soldado herido interrumpió su testimonio revelador ante los gritos que profería un enfermero desde la puerta de ingreso a la sala, al descubrir a los tres reporteros. “¡Guardias! ¡Guardias!”, gritaba. Operto, el fotógrafo y el camarógrafo abandonaron el hospital por la parte de atrás y corrieron tres cuadras hasta encontrar una cancha de fútbol, donde esperaba el piloto del Cessna.

“Los periodistas pagos por la guerrilla” –un brulote del gobierno boliviano de entonces– escaparon con toda la información e imágenes recolectadas y cruzaron la frontera. Operto escribió el artículo en Crónica y Así. La noticia recorrió el mundo y Operto se transformó en testigo de cargo. Después se difundieron las secuencias por la CBS en Nueva York en la que aparecía preguntándoles a los soldaditos y eso derrumbó la versión oficial boliviana y la de Estados Unidos.

A la distancia, sabía que no era exacto atribuirle la muerte del Che al oficial Gary Prado pero quería ponerle nombre y apellido a ese fusilamiento. Él no apretó el gatillo, dio la orden (“Saludos a papá”, en clave) para que lo matara el sargento Mario Terán. “Para mi generación –dice Operto– el Che era una figura liberadora, ejemplar, no me cabía en la cabeza su muerte, era como la muerte del padre. Pensaba que si el Che moría el mundo tenía que conmoverse, pero murió ante la indiferencia de los pobladores. A la distancia puede resultar una especulación egoísta, aunque creo que si el Che viviera volvería a morir de la misma manera, por los pobres. Y ésa sería su grandeza. Un gran ejemplo ético de vida. Más que un soldado, era un sacerdote”.

Lloró ante el cadáver de Guevara y se lamenta que los años de exilio interior durante la última dictadura militar en la Argentina no le permitieron conservar los ejemplares originales de sus históricas crónicas. Apenas conserva fotocopias que distribuye generosamente a Barullo.

Lo que recuerda de memoria es una cita del diario del Che sobre la indiferencia de los campesinos ante su discurso en un viaje en camión: “Uno les habla y en el fondo de sus ojos aparece un brillo como si se estuvieran burlando de nosotros”.

-¿Aún te obsesiona esa imagen del Che con los ojos abiertos, tirado en un catre, muerto? –le pregunto.

–Ya no. Aquellos jóvenes de la década del sesenta sentíamos que su muerte sepultaba la ilusión de una sociedad más justa. Este país lo reconocerá cuando lo despoje de todo lo ideológico, tal vez tengan que pasar muchos años. Las próximas generaciones lo van a limpiar de todas esas impurezas y tomarán su ejemplo de vida.

El cadáver del Che -el torso desnudo, los ojos abiertos- en la morgue del hospital.

II

Operto nació en pueblito santafesino: San Mariano, siete cuadras de largo y dos de ancho, cuatrocientos habitantes aún hoy y una estación de trenes. Uno más de los tantos territorios que se detuvieron en el tiempo con grandes extensiones de tierra. Allí estaban, en el centro de la provincia, en el departamento Las Colonias, las dos estancias de Carlos Saavedra Lamas, premio Nobel de la Paz en 1936, bisnieto del coronel Cornelio Saavedra, presidente de la Primera Junta de Gobierno, y de su hermano Mariano, colonizador de las tierras y fundador del pueblo.

Allí creció e hizo la escuela primaria. Su padre Juan Bautista Operto, hijo de colonos piamonteses venidos de Fossano, provincia de Cúneo, Italia, era chacarero, panadero del pueblo, pero fundamentalmente se dedicaba a la política, era dirigente del Partido Demócrata Progresista, llevaba en sulky a don Luciano Molinas, a Lisandro de la Torre a militar en la zona, en un momento de expansión de los conservadores progresistas. Con el apoyo del peronismo en 1955 –toda una paradoja de esos tiempos–, su padre fue elegido presidente de la comuna por veinte años.

Don Operto era gran lector de diarios. Leía La Prensa, que tenía una corresponsalía en el pueblito a cargo de Pedro Ingaramo, juez de paz. El diario de los estancieros llegaba todos los días a las cinco de la tarde en el tren que unía Buenos Aires con Tucumán. Su hijo admite que la experiencia de la lectura del diario fue un punto de partida de su formación profesional pero no duda en reafirmar que su escritura periodística tuvo un comienzo con los jesuitas. Al terminar sexto grado, sus padres lo envían a estudiar al Colegio de la Inmaculada Concepción en la ciudad de Santa Fe. No entró en nombre de la élite santafesina y tampoco por ser hijo de un chacarero pobre sino por su padrino Carlos Saavedra Lamas. Ya como pupilo entendió el orden militarizado de los jesuitas cuando tuvo que desfilar con un Mauser al hombro a paso militar.

El padre Reyna –uno de los curas españoles que tuvo como maestro– dirigía una academia de escritura que le permitió leer a novelistas como Manuel Gálvez, el sacerdote Guillermo Furlong y Hugo Wast, popular y ferviente católico con brotes antisemitas. En ese mismo colegio estudió David Viñas, quien escribió Un Dios cotidiano. Por su condición de pupilo, Walter Operto salía sólo una vez al mes, a la mañana, “a dar una vuelta” por el centro de Santa Fe. Por la tarde, la agenda de los pibes incluía cine. Con once años, el pupilo Operto comenzó a escribir en un cuaderno los argumentos de las “hermosas películas” que veían los jesuitas, y esos cuadernos se los leía a sus amigos cuando volvía a pisar San Mariano como comentarista de cine.

Se ríe el viejo Operto ahora, de 83 años, sobre su primera profesión, en un bar de Pellegrini y San Martín, después de completar nuestros datos en un cuaderno que no es el de Inmaculada sino el de la pandemia.

Admite que tenía vocación religiosa, pone como ejemplo que escuchaba misa todos los días, hasta tuvo un guía espiritual dentro de la orden que le hablaba de su vocación religiosa y lo estimulaba a continuar los estudios en el seminario de Córdoba. Entonces el estudiante de tercer año de la Inmaculada pensó en cómo escapar de esa situación para no ser cura.

Leyó un aviso que hablaba de las bondades de la carrera militar, un argumento perfecto para sostener ante sus padres para dejar el Colegio. Se inscribió en el preparatorio de la Escuela Naval Militar Río Santiago, en Ensenada, provincia de Buenos Aires, pero sintió la misma asfixia y ahogo que en la Inmaculada. Ese verano dejó San Mariano sin animarse a decirles a sus padres la decisión tomada. Tomó el tren que iba a Tucumán pero se bajó en Rosario. Cuando llegó le pidió a un tío que lo estaba esperando en el andén de Rosario Norte que avisara a sus padres: Rosario iba a ser su ciudad, no la escuela militar.

Con 16 años, alquiló en una pensión en bulevar Oroño, descubrió la librería Ciencia de Gilberto Krasniansky, lugar de encuentro de intelectuales, simpatizó con el Partido Comunista, comenzó a leer a los poetas Pablo Neruda, César Vallejo y Vicente Huidobro, escribió un libro –Tiempo del hombre–, e integró un grupo de jóvenes escritores donde sobresalían Eugenio Castelli, Nicolás Rosa, Alberto Gómez Fuentes –el de las Malvinas, acota– Carlos Alberto Garramuño y Daniel Giribaldi.

–Escribí ese libro precisamente para matar a Dios. Uno de los versos decía: Dios ha muerto esta mañana/ lo he visto con mis ojos.

A principios del cincuenta, Juan Domingo Perón creó dos diarios: Democracia (matutino, en formato tabloide) y Rosario (vespertino, tamaño sábana). La redacción y la planta impresora estaban en calle Urquiza entre Mitre y Entre Ríos. Llegó la llamada revolución libertadora y los diarios fueron intervenidos por el gobierno militar. Democracia cerró primero y el Rosario pasó a ser una cooperativa hasta su cierre definitivo. Los diarios malditos del peronismo de los que no hay mayores registros tienen una explicación: los archivos fueron quemados.

Giribaldi, el poeta, su amigo, fue el que lo hizo entrar en el periodismo. Operto ingresó al Rosario en la sección Deportes. Su trabajo consistía en escuchar por radio un partido de fútbol e ir anotando las secuencias mientras torpedeaba la máquina de escribir con dos dedos.

Los muchachos del Rosario, que habían cobrado sus sueldos solo un par de meses, se reunían a la noche en el bar El Sibarita, San Lorenzo y Corrientes. Díaz, el mozo, les servía el plato del día: tallarines con manteca y un vaso de vino.

No hablábamos de hambre y de pobreza, ya teníamos utopías en la cabeza –aclara.

Y apostaban también. Cada uno ponía un peso para acertar los resultados de los partidos de fútbol. “La Polla”, se le llamaba. Un día ganó Operto: 40 pesos, el equivalente a un pasaje en tren a Retiro.

No lo dudó. Sacó el boleto a Buenos Aires.

A las siete y media de la mañana llegó al edificio del diario Crónica. Lo recibió Rafael, el portero. Cuando le preguntó a quién buscaba, no dudó en nombrar a toda una eminencia del periodismo gráfico argentino de entonces, que había estado en el diario Crítica de Botana y ahora era secretario de Redacción de Crónica: el gordo Juan Carlos Petrone.

–Vengo a ver a don Juan Petrone.

–¿Te conoce?

–Sí, me conoce.

–No llegó, esperalo ahí–. Y le indicó un asiento de la recepción.

Cuando el portero le avisó a Petrone que estaba esperándolo un muchacho que venía desde Rosario le ordenó que lo hiciera pasar. Petrone estaba sentado alrededor de una mesa grande junto a otros editores. Le indicó a Rafael que le acercara una silla.

–Hola, ¿qué hacés acá? –le pregunta Petrone al joven que había conocido en la redacción del Rosario.

–Vine a visitarlo…

–¿Venís a buscar trabajo?

–Y… sí, don Juan.

–Rafael, llevale una máquina de escribir a aquel escritorio, vos sentate ahí y esperá.

Así empezó a trabajar Operto en Crónica. Otras épocas, otros tiempos.

Le tocó trabajar en la sección de policiales. El Negro González, el jefe de Roberto Arlt en Crítica, era su jefe. Se sentía en el paraíso terrenal. A las dos horas ya era empleado y al mes cobró su primer sueldo de periodista.

La redacción de Así –otro suceso periodístico popular de Héctor Ricardo García, se editaban tres ediciones semanales– era dirigida por Marcos de la Fuente, venido desde Chile, nacido en Alcorta. Cuando se enteró de que Walter Operto era de Santa Fe lo buscó y entablaron un diálogo.

Unos días después, De la Fuente habló con Petrone.

–Llevátelo, es bueno para las notas largas –le avisó Petrone.

En busca de Vallegrande

“Este es el vuelo que nos llevó a Bolivia. Estamos en el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra, recién aterrizados, rodeados de curiosos chiquilines y de autoridades del aeropuerto. El fotógrafo es Hugo Lazaridis y a su derecha yo, sosteniendo mi saco. Miguel Fitz Gerald, el piloto, no aparece porque fue a la Dirección de Vuelos a buscar un mapa de navegación para volar a Vallegrande. Nos dijeron que no había. O lo negaron. Igual salimos con el único dato que nos dio un anónimo trabajador del aeropuerto, indicando volar en dirección noroeste: «Pasando dos grupos de montañas aparecerá un caserío. Eso es Vallegrande». Y así fue, gracias, también, a la audacia y experiencia de Miguel. Él nos llevó a Bolivia. Miguel falleció hace unos años. Fue piloto de varias proezas como esta: fue el piloto que en vuelo solitario aterrizó en Malvinas y clavó en su suelo nuestra bandera”.

Publicado en la ed. impresa #09

Por Horacio Vargas

Periodista, escritor y productor discográfico. He cumplido con lo que sugería José Martí: “Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”. Planté un árbol (en mi casa de calle Valentín Gómez), tuve dos hijos (que continúan el camino; y la mujer de todos los días), escribí siete libros… edité 100 discos de jazz (con BlueArt Records), fundé con Pablo Feldman el diario Rosario/12 hace 29 años, y tengo un Grammy Latino en la biblioteca (ja, puedo pasar a la historia rosarina por ese premio).

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