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Barullo en papel Crónicas

El muerto, el mejor de todos

Este junio no es un mes más. El calendario recuerda que es el Bicentenario de la muerte de don Manuel. Cuando todo parece escrito en la historia argentina, hay otra manera de imaginarlo al General: un retorno en 1982, durante la guerra de Malvinas.

“Aún hay sol en las bardas”, pensó el general Belgrano.

El recuerdo lo hizo sonreír y reavivó la palidez de sus facciones, congeladas en la enfermedad y las estrecheces de los últimos días. Lo había dicho así, palabras más, palabras menos, en un momento parecido. Con un ejército recién derrotado y el futuro incierto.

Pero este lugar era distinto. Aquí el sol se ponía a la media tarde y el frío parecía entrar en los huesos. Por la noche, la oscuridad era la de la boca de un lobo. Podía percibir el rumor del mar, que traía las voces de ahogados de muchos siglos que reclamaban compañía mientras se echaban a la suerte las vidas de esos infantes atrincherados entre rocas de nombres impronunciables.

El general los conocía a todos y a cada uno. Había recorrido las posiciones una y otra vez para examinar su solidez; se había admirado ante armas desconocidas. Había estado bien cerca de esos soldados, tanto como para ver el vapor de la respiración que desdibujaba sus rostros pardos, tan parecidos a las de sus propios hombres. Ese era su privilegio de hombre muerto. Belgrano podía ver a los soldados en sus posiciones; pero los vivos solo podían ver a través suyo. Era imposible que distinguieran su guerrera descolorida bajo el capote inglés, sus botas gastadas, sus pantalones roñosos en las rodillas. Los soldados ateridos, hambrientos y muertos de miedo o de fastidio no tenían idea de que el creador de esa bandera que también había visto aletear enloquecida, de la forma que podía, velaba armas con ellos.

Belgrano, privilegio de muerto, podía ver lo que esos jóvenes habían sido, y lo que algunos de ellos serían en unos pocos días. Sin embargo, el comandante del Ejército del Norte ahora no tenía ojos más que para esas rocas grises que se habían enrojecido como un tajo por el sol del oeste, tan parecidas a las quebradas que había recorrido de sur a norte, de norte a sur, con sus tropas harapientas. Tan parecido, y tan diferente. Ese corte escarlata que ya se apagaba en tonos rosados, como en un relámpago, logró que reviviera el fuego revolucionario en el que había consumido sus afectos, sus bienes, su vida.

Él era Belgrano, solo un nombre que significaba muchas cosas. Pero estaba allí. Sabía quiénes, en esos pozos, morirían muy pronto. Sin embargo, no podía torcer su suerte. Había aceptado esa frustración, el precio por volver, un instante, para ver qué se había hecho de la patria a la que le había dado su vida como quien vende el alma al diablo.

Él, el jacobino.

Él, el devoto que había hecho generala de los Ejércitos a la Virgen, pero que también había fusilado por la espalda a los juramentados de Salta por perjuros. Él, que había ordenado que les cortaran la cabeza para que las vieran los realistas. No, no había dejado nada sin romper; astilla sin quemar, en el fuego sagrado de la revolución. Nada de fastos para el general, para el secretario del Consulado, para el visionario que tradujo obras que hicieron arder la imaginación revolucionaria y planes para un país que no cuaja.

Un revolucionario, piensa el general macilento mientras sobrevuela unas chapas bajo las que roncan tres hombres, es un ser destinado a la frustración, a que sus padres se lo engullan. Quizás, a comerse a sus hijos.

Ilustrción de Belgrano, por Carlos Barocelli.
Belgrano, una mirada particular del dibujante Carlos Barocelli.

A tres pasos de distancia respetuosa marcha el tucumano Gómez, el sargento de Tambo Nuevo. Él mismo lo ascendió, y supo después –cuando ambos estuvieron muertos– que lo habían fusilado los realistas porque se había negado a pasarse a ellos. De puro corajudo, había pedido a sus captores que lo soltaran y le dieran un sable. A cambio, lo habían fusilado. Ahora, haces de luz azulina brotan de sus heridas, solo visibles para ellos, los sobrevivientes del Ejército del Norte que visitan la posiciones argentinas en el faldeo del Harriet. Nadie mejor que ese hombre para acompañarlo en esta última batida.

No es de muchas palabras José Mariano Gómez, pero allí está. A saber, piensa Belgrano, por qué allí. ¿Por qué ellos dos?

–Mi general, ¿qué hace aquí? –había preguntado con sorpresa mientras se cuadraba, cuando se encontraron.

–¿Dónde está escrito que solo los gabachos o los godos pueden venirse desde el más allá? –había respondido Belgrano.

No lo han comentado, pero ambos espectros saben que algo están pagando  si verán una vez más una derrota. El futuro de la revolución, del país que imaginaron, son esos soldados frágiles que duermen en los pozos. Morirán, quizás, con el nombre de su patria entre los labios. O puteando, o llorando. Gómez y Belgrano saben que los hombres mueren de distintas formas.

Son bien pobres las almas de los muertos: pueden hacer compañía, saben lo que les sucederá a los que quieren, pero a gatas pueden mover alguna cosita, para que alguien perspicaz piense que hay una señal. Pero ni siquiera él, el creador de la bandera, puede torcer lo que aquí sucederá en pocos días. Diez o doce, más o menos. Dependerá de las fuerzas de esos hombrecitos en uniforme que se hacen un poco más pequeños ante cada bomba que les cae desde el cielo, que les viene desde el mar. Que usan palabras que no entiende, pero a los que abrazaría como propios, tanto le recuerdan a sus pardos. Quizás porque los soldados de todas las guerras se parecen; quizás, pensó, porque esa guerra que él y un grupo de locos habían empezado en 1810 aún no había terminado.

¿Puede ser, después de tanto tiempo? ¿Por qué despertó aquí, ahora, en este nido de presidiarios de los que el traidor Elio sacó refuerzos para hacerle la guerra en 1811? Supo enseguida que había llegado a esas islas ignotas porque iba a suceder algo irreversible. No es para batir el parche. Sabe, porque los muertos tienen el don de la clarividencia, que sobrevendrá una derrota. Muchos de los ahora duermen como pueden morirán. El general suspira, porque algo de lo que él y los suyos quisieron construir quedará enterrado en esas tierras para siempre. Si no, nada tendría que hacer allí. Ha visto la bandera celeste y blanca por todos lados. En ese pueblo extranjero, en la bahía, y en algunos de los cerros donde esos soldados con cacerolas en la cabeza esperan. Pero ninguno de ellos ha visto al hombre de rostro fino y descarnado, tan rubio que alemán parece, que los mira desde sus ojos heridos de derrotas y victorias frustradas, lo que es lo mismo.

Belgrano y Gómez se han detenido varias veces frente a un pozo en el que duermen seis hombres. Está muy bien hecho. Llega un chorrillo de agua de unas piedras, que los ocupantes descongelan para tomar. Se lavan, se hacen un mate cocido, comparten unos panes que sacan de una bolsa enorme. Y rezan, cómo rezan. Uno de ellos no sabe leer, pero sus compañeros le leen periódicos viejos, alguna carta. Cuesta abajo, Gómez había visto un corral que habían levantado, donde tenían ovejas. Ayer habían carneado una.

–Paraguayos parecen –dijo el general.

Los soldados cocinaron la carne en un horno de latas. Los muertos no pueden oler el aroma dulzón de la turba, pero ven las caras famélicas a la espera de su alimento.

 “Todas son miserias en este ejército”, recuerda haber escrito Belgrano. “No dinero, no vestuario, no tabaco, no yerba, no sal, en una palabra: nada que pueda aliviar a esos hermanos de armas sus trabajos ni compensar sus privaciones”. Son iguales a sus hombres. “Para gloria de la Nación hemos visto desnudarse de un triste poncho a algunos que los cubría para resguardar sus armas del agua”.

–Mire cómo han comido, general –había comentado Gómez. El soldado de fierro, el incorruptible, el que había aguantado todas y cada una, como él. Belgrano lo había mirado de reojo. Entendía la preocupación. Con ese frío, y la panza llena…

–Si sabrá usted lo que es quedarse dormido, ¿eh sargento?

El tucumano se había hinchado de orgullo al ver que el general recordaba su hazaña: fue uno de los tres soldados de avanzada que había desbaratado a los realistas en Tambo Nuevo.

–El que sabe es aquel a quien sorprendimos, mi general –respondió con sencillez.

Ambos habían reído con tristeza pero con ganas. Tan fuerte, que hasta pareció que uno de esos soldados de uniforme verde negruzco los había escuchado. Alzó la cabeza, y Gómez creyó reconocer a su compañero en esa patriada, el cordobés Albarracín.

–Sargento, ¿usted dice que…?

–General, mírelos qué flacos que están. Se van a dormir y les van a caer. Ni cuenta se van a dar que los degüellan.

–No podemos torcer su destino, Gómez.

Un fulgor avivó los agujeros azulinos del cuerpo de Gómez.

–Yo no digo torcerlo, que solo Dios y la Virgen pueden.

Ambos se miran.

–Yo digo demorarlo un poquito, mi general.

El general sonríe y asiente. Está cansado pero vale la pena, una vez más, creer.

Se meten en el pozo, hacen un esfuerzo enorme por concentrar todo lo que les queda de seres en las yemas exánimes de sus dedos, que son como trozos de hielo, y tocan los rostros tiznados de sus soldaditos, que se remueven incómodos, pegados al hornillo como lechones a la teta, ahítos de cordero a medio cocer, amontonados para darse calor. Uno de ellos se sobresalta.

Despierta.

Del oeste y el sur llegan gritos y bombazos.

Ya no hay sol en la barda. Es el anochecer del 11 de junio de 1982.

Publicado en la ed. impresa #07

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