En el acuario del río Paraná hay que hablar sin levantar mucho la voz y la razón es que los peces se estresan.
—Nos estás jodiendo.
—No, es verdad. Los peces se estresan.
Se lo explica una joven guía llamada Sol a los alumnos de tres cursos de una escuela técnica de Empalme Graneros que acaban de llegar por primera vez en su vida a ese sitio, pese a que viven a no más de 25 o 30 cuadras. Eduardo sonríe cuando escucha a Sol, un poco por incredulidad y otro poco porque no imagina a sus compañeros de 1°, 3° y 4° años de la escuela técnica cuidándose de no causar estrés a pacúes, viejas del agua y dorados. Y menos que menos, a las palometas.
Eduardo se levantó a media mañana, como la mayoría de sus compañeros. Suele hacerlo más cerca del mediodía, pero hoy estaba ansioso. Es el día en que tres cursos de su escuela irán al acuario. En clases habían hablado sobre ese lugar, pero por más que lo intentara no podía imaginar cómo sería. ¿Una gran pecera donde están todas las especies del Paraná? Ni bien abrió los ojos esa mañana volvió a hacerse la pregunta.
—¿Todos los peces? ¿En un edificio?
Había llegado el día de comprobarlo.
La manzana de Génova al 6400 es un hervidero. La calle es la espina dorsal de Empalme Graneros, un barrio que cuando sale en los diarios siempre va acompañado de la palabra “populoso” y desde hace algunos años también “inseguro”. Colectivos de las empresas Movi y Cacique de distintas líneas van y vienen hacia el centro y hacia los confines de la ciudad. Los choferes esquivan perros sueltos, carros tirados por personas que revuelven en los contenedores, gente que atraviesa la calle, chicos que juegan, un señor que vende tortas asadas y tiene la parrilla sobre el asfalto y dos gallinas que escaparon de algún corral y picotean el suelo frente a un almacén.
A mitad de cuadra hay un colegio. Es la Escuela Técnica Nº 660 Laureana Ferrari de Olazábal, una de las instituciones más (re)conocidas del barrio. El año pasado los alumnos fueron invitados a votar un proyecto que se solventaría con el Presupuesto Participativo Joven, un programa de la Municipalidad de Rosario. Propusieron algo novedoso. “Que nos lleven a conocer la ciudad”. El viaje al acuario es la consumación de ese deseo colectivo.
“Hoy nos llevan a pasear”, dice una chica con flequillo, aros enormes y mirada inquieta cuando ve llegar al colectivo de La Merenguita. No recuerda bien adónde es que irán. “Es el no sé qué del río”, le dice a una compañera que usa unas zapatillas altísimas mientras ambas se abrazan a uno de los profesores que, como ellos, hoy serán turistas en su ciudad.
Así, Turista en mi Ciudad, se llama el programa municipal que se ocupará de convertir en realidad el deseo de los alumnos de Empalme Graneros. Pertenece a la Secretaría de Turismo de la Municipalidad y funciona hace una década. Sólo en 2018 permitió que once mil rosarinos conocieran distintos lugares de Rosario. Hay más de cincuenta espacios urbanos que gracias a este programa son visitados y conocidos por integrantes de colectivos de rosarinos de los más diversos y de todas las edades.
Los chicos de la escuela técnica de Empalme Graneros no estarán solos en el viaje: además de los tres profesores de la Escuela 660 irán Norma, una guía profesional de la Secretaría de Turismo, y dos jóvenes que trabajan como coordinadores del programa Presupuesto Participativo.
“¿Acá nos traen? Paso siempre y no sabía qué había en este edificio, ¿cómo dijo el profe Luis que se llamaba? El acuario”, pregunta y se responde un chico, el único del grupo que se banca 14 grados en mangas cortas. Una de sus compañeras ve a un contingente de chicos de escuela primaria comiendo chizitos y se tienta: “Yo quiero”. Otro alumno se da vuelta hacia el lado contrario al acuario y dice, con una sonrisa cómplice y un fuerte sentido de pertenencia: “La cancha del canalla, papá”.
Los guías del acuario los dividen en dos grupos y los desafían: tienen que identificarse con el nombre de algún pez.
—Nosotros somos Bagre —dice una chica rubia que parece de las más enteradas de qué va la visita.
—Nosotros, Dorado —retruca en el otro bando un flaco que lleva jeans rotos y escucha cumbia con los auriculares adheridos a los oídos. A lo largo del recorrido irán respondiendo preguntas de los guías, que prometen un premio para el grupo ganador. “¿Saben qué significa delta?”. Hay tres opciones y gana el grupo Dorado. Primer punto para sus integrantes.
El día es gris y el río está creciendo. Eduardo, a quien le gusta dibujar, todavía no vio el puente Rosario-Victoria que asoma detrás de unos sauces llorones. Uno de los profesores, un militar retirado que difícilmente haya dado una orden de cuerpo a tierra en su vida, lo invita a asomarse. “Esta noche lo dibujás en tu casa”, lo azuza. Sus compañeros ya están en otra cosa: Matías, el otro guía, les está explicando que en esa laguna que tienen delante, entre el acuario y el río, hay todo lo que vive en el ecosistema del delta del Paraná arriba y debajo del agua.
—Mentira, no veo ninguna garza —dispara un chico regordete que parece mayor que sus compañeros.
Entran al edificio. Parece un aeropuerto o un museo del Primer Mundo. Hay afiches, mapas interactivos, un lugar donde crían pacúes y un laboratorio. Detrás del vidrio se ve a una mujer chequeando datos en una computadora. El guía explica que es una científica.
—¿Es de verdad? —pregunta un alumno con físico de futbolista y cara de nene. Y añade, sin esperar respuesta:
—Como en las pelis.
—En las pelis casi todos los científicos son locos pero, como ven, ella es una persona como cualquier otra —dice Sol.
—¿Está investigando? —quiere saber una profesora que usa unas gafas enormes. La respuesta es que, claro, eso es lo que está haciendo la científica cuerda.
El grupo Bagre sube a la planta alta, el lugar donde están los peces, el corazón del acuario. Las reacciones son variadas. Quizás la más extraña es la de un chico que permaneció callado la mayor parte del tiempo.
—Es la primera vez que vengo, pero la verdad es que no me emociona. La profesora de los lentes que parecen parabrisas lo mira y le retruca:
—Ay Pedro, Pedro…
Explica Matías, el guía, que todos los peces que tienen bigotes son “parientes” de las vejas del agua. Alguien dice por lo bajo un chiste más o menos obvio (“son parientes de mi tío, también”) pero nadie se ríe. El grupo Bagre se dispersa. Algunos de sus integrantes se toman selfies delante de las peceras. Otros consultan las pantallas interactivas. Uno pregunta por qué a una variedad de peces que están viendo en ese momento le dicen “chanchita”, según se lee en la información que proporciona el acuario. Parece no entender mucho cuando le explican que, entre otras costumbres, las chanchitas son peces monógamos.
La visita termina. “No todos la aprovecharon, pero eso siempre pasa”, comenta Sol cuando los alumnos de la escuela técnica se alejan hacia la rambla para tomar fotos y merendar alfajores y turrones. Algunos abrazan a Luis, Luisito, uno de los profesores. “Es probable que muchos de ellos nunca hubiesen conocido este lugar si no veníamos hoy”, reflexiona Mónica, una de las coordinadoras del programa Turista en mi Ciudad.
El colectivo de La Merenguita vuelve hacia Empalme Graneros y los alumnos de la escuela técnica comentan algunas de las cosas que acaban de ver. “¿Vieron que había pescados que dormían?”. “Pescados no, peces”. “Bueno, peces”. “Las rayas posaban para la foto, parecía que querían que viéramos el aguijón”. “Había un pescadito chiquito que parecía un palo”. “Qué guachas las palometas, tienen cara de buenas”. “Mojarras, no vi mojarras como las que pescamos siempre con mi tío”.
Hay ciudades infinitas dentro de la ciudad. Lugares, edificios históricos, paisajes, museos, mercados, calles, galpones, parques, ramblas y un río majestuoso. Hay también personas dispuestas a descubrirlos de una manera distinta, con otra mirada. Como si fueran un turista, sólo que en su propia ciudad. Sólo hay que proponérselo.
Foto: Sebastián Vargas
Publicado en la ed. impresa #03