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Barullo en papel Crónicas Recorridos

Caro diario, Rosario

“Querido diario, hay una cosa que es lo que más me gusta hacer: mirar”
Nanni Moretti.

Hay algo de la esencia paseante, flâneur, que solo sucede andando en moto. Una ciudad no se conoce en auto. ¡Cómo la hubieran disfrutado Pessoa, Macedonio o Clarice Lispector! No sucede a pie, ni en bici, ni en auto, ni en lancha y menos en avión. Puede suceder caminando o derivando en una canoa o un kayak, pero allí los trechos son cortos o no son en la ciudad. Aquí se trata de vagar uno en la multitud como enseñó Poe. Hacer alrededores, pasar una vez, dar la vuelta y volver a mirar. La moto es justa para flirtear gente, jardines o fachadas. Como el vicio de Ulises, que en esta época hubiera vuelto en moto de la caída de Troya, haciendo las mismas paradas de entonces, en lo de Calipso, Nausicaa y Circe. Pero aquí se trata del flâneur de ciudad. El spleen de Rosario. Caro diario del pago de los arroyos, Ludueña y Saladillo. Rosario tiene la escala para apresarla en moto. Pero no cualquier moto, sólo la Vespa, es decir, esa volanta de paseo que valsea la calle y hace un vaivén, una danza con el ronroneo gatuno de 150 cilindradas y se parece a una coreografía díscola, una anomalía en el mar del tránsito, el zigzag, el tsé tsé, volando a baja velocidad (30 km es la justa), pero a gran altura.

Lo sospeché desde un principio, el día que vi Caro Diario de Nanni Moretti entendí que yo tendría una vocación con esa máquina, ya me había pasado con el lápiz y la birome, la libretita Huemul y la máquina de escribir: la misma tarea de ir viendo todo y anotarlo, pero con la posibilidad de la repetición sin límite, ir y volver. Ir y volver el paseante filosófico,  el andador patafísico, el buscador de soluciones imaginarias, esa percepción de lo urbano que hace memoria sensorial de cómo se va desgastando una civilización, día a día, calle a calle. ¡Cómo le hubiera gustado la Vespa a Funes, el memorioso! No tanto a Borges, por razones obvias, pero a Funes, sí. Mucho. Ese modo cadente de desplazarse que permite una oscilación justa del viento en la cara y los ojos, abre los poros, la inteligencia  y las fosas nasales. La Vespa es un macroscopio y se recibe tanto el perfume de una línea de cerezos en calle Güemes, como la fritanga acre del carrito de La Florida o el aroma del café ouro pretto llegando al bar El Lido y las feromonas urgentes de les chiques en bermudas o bikinis en la rambla Cataluña.

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Foto: Mariana Terrile

Cuando ando en la moto, al rato del viaje, me visitan toda clase de recuerdos, intuiciones, deja vus, metampsicosis, presentimientos o paramnesias. Creo que la causa son los lugares, muchos del pasado, pero vistos desde el presente, incluso desde el futuro. La Vespa me llena de aparecidos sin ninguna nostalgia ni enojo. Me sorprende cierto Zen o Satori o Yoga mecánico, la ausencia de apego, de rabia. Hay un borrador que pasa en moto. La Vespa tiene parabrisas y escobillas. Leves, pero funcionan. Quitan la hojarasca y se produce una expansión adentro. Crece lo que siento o pienso sin necesidad de escribirlo en detalle. La Vespa es algo que sucede, querido diario. Es parecido al sueño, pero no es que vea verme, yo voy manejando la moto. Conduzco, mando, soy un jinete y a veces un centauro.

La Vespa es algo que sucede, querido diario. Es parecido al sueño, pero no es que vea verme, yo voy manejando la moto. Conduzco, mando, soy un jinete y a veces un centauro.

La sensación es concreta en el viaje, pero no me deja el deseo de contarlo más que de la forma abstracta que se narra un fenómeno, un accidente o un milagro. Yo creía que la moto sólo iba ser un medio de transporte pero se me ha hecho un ejercicio, una ceremonia, un yoga.  A veces vuelvo cansado de mis dos trabajos y sin embargo tengo que sacarla, o ella me saca a mí, y por lo menos ese día damos una vuelta chica: Tablada, Tiro Suizo y Saladillo. Para mí ver la cascada del Saladillo en el Parque Sur se ha vuelto tan a mano como prender la tele. Cinco minutos, bailando (la Vespa tiene piso, podés pararte en marcha y hacer un tap en calles tranquilas), de los paraísos de la flor saxígrafa que brota entre el asfalto.

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Foto: Mariana Terrile

Otra cosa decisiva de la moto es que estás de cuerpo presente en los semáforos, no hay vidrio, puerta, ni distancia. Un amigo me decía: “Los políticos deberían andar en moto”. Para ver y volver a ver de cerca lo que le pasa a la gente. Por ejemplo, desde que recorro la ciudad en Vespa, aprendí a darme cuenta cómo desaparecieron los vendedores ambulantes, los trapitos, los mendigos, los barredores de veredas, los changarines de nada, y cada vez es más común y doloroso ver en los semáforos gente joven que, en completo silencio, exhibe un cartel pidiendo trabajo, diciendo que no quieren limosna ni vender chucherías, sino que quieren “trabajo”, y aclaran que viven en la calle. Gente joven en muy mal estado físico y mental, solos en el naufragio, agarrados a esa tablilla de pizarra con el pedido manuscrito en tiza. Bien escrito. Buena letra. Pero invisibles, hemos perdido todas las batallas. De noche, madrugada, lo que más suena en mi barrio es la tapa del contenedor de basura. Querido diario, te pido que los Reyes Magos le traigan una Vespa a todos los políticos.

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Foto: Mariana Terrile

Por último, la moto me ha devuelto circuitos imaginarios, recorridos del deseo, paradas. Un día trazo una línea de las casas que hizo Ángel Guido en Rosario y voy a verlas. Otro día, el mapa de los boliches de cuando Rosario tenía noche rosarina, o el recorrido de cartero de mi viejo en Pichincha en los 50. Dónde cantó Gardel, dónde estuvo Evita o dónde vivió José Hernández. Me invento regresos al sur por un circuito hecho de plazas y parques: Pringles, 25 de Mayo, Montenegro, López, Libertad, Monumento al Che, Gendarmería, Gabino Sosa, Parque Yrigoyen, Plaza Evita y finalmente Ayolas. Tres rutas cronometradas al cementerio La Piedad y dos maneras de llegar a Pueblo Esther evitando la caminera y los radares.

Cinco minutos, bailando (la Vespa tiene piso, podés pararte en marcha y hacer un tap en calles tranquilas), de los paraísos de la flor saxígrafa que brota entre el asfalto.

Estoy terminando un mapa que atraviesa la ciudad de sur a norte, de este a oeste,  conectando solamente pasajes y cortadas: a veces me seducen sus nombres, Barón de Mauá, Gould y Burmeister, otras su extensión, Marcos Paz, o el afecto, Poeta Simeoni o la historia, Storni, Juan Álvarez, Ricardone, Araya, Newbery, o los tonos, Blanque, Colorado, Casablanca, que alguna vez, con justicia, se llamó Eva Duarte. O sus melodías, Mozart, Wagner, Chopin. Ir y volver. Mirar, pasar y volver a pasar. Y ahora, a diario, voy al trabajo por calle Presidente Roca y hago marcas de memoria de casas o acciones o personas que traté alguna vez en esa calle: la casa de mis abuelos Scalona, al 2100, un hotel alojamiento en Rueda, la iglesia donde se casaron mis viejos, en Viamonte, la sastrería del tío Vicente, la casa de Enzo y Cristina; el 1289, donde Fabricio se enamoraba todas las semanas, el Hospital Ferroviario, la casa de mis tíos Guglielmo, María Auxiliadora, donde iba a buscar a Griselda que estudiaba magisterio, y un día que nos besábamos felices, en la entrada, la monja Casiello nos llamó degenerados. Y por fin arribo a la Biblioteca Argentina, ato la Vespa con la linga al portón 731 y cuando levanto la vista, el escalón de entrada tiene la frase de Borges: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”. Querido diario, que el Niño Dios le traiga una Vespa a todas las monjas y a mí, un carnet de quinta.

Publicado en la ed. impresa #19

Por Marcelo Scalona

Escritor, poeta, periodista, editor y profesor de escritura creativa. Ha publicado las novelas El camino del otoño, Enrarecido, El portador y El hotel donde soñaba Perón; los libros de cuentos El altillo de mis oficios y Compostura de muñecas y los poemarios Mapa y El mar. Colabora habitualmente en los diarios Rosario/12 y La Capital.

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