Categorías
Barullo en papel Crónicas

Un tiburón, un perro, 2017 y otros bichos que muerden

Apenas toco la cadena que sostiene el arnés, el perro comienza a celebrar. Salta y lloriquea, con los ojos endulzados por la posibilidad de dar su vuelta diaria por el microcentro rosarino más temprano que de costumbre. Son las 8:00 AM y, aunque es pleno invierno, prefiero iniciar una rutina de salidas matinales. Las nocturnas son aún más frías.

Aunque está emocionado, puedo notar que el perro tiene sueño. Cuando por fin salimos, algo en la luz de la mañana tampoco ha terminado de despertar; una pátina esmerilada que no alcanza a abrigar la estela de vapor que precede a quienes cruzan apurados o esperan el colectivo.

Camino por San Martín, en dirección a la plaza Montenegro. El perro usufructúa cada árbol hasta que llegamos a San Luis. Paso al lado de la estatua del Negro Fontanarrosa, obra de Carmita Batlle emplazada en 2017. La suya, de bronce, es la única mesa de bar que ha quedado en pie luego del cierre de Avelino. Lo saludo, claro. Mi vieja cumplía años el mismo día que él, y en 2017 se cumplieron veinte años de su muerte. Le hubiera encantado su defensa de las malas palabras.

Frente a la parada de colectivos, una galería de arte urbano colorea los párpados cerrados de los negocios. Es parte de una acción convocada por la Municipalidad, también en 2017. Tengo claro que esta es una de las formas del arte efímero. Asimismo, aún lamento la desaparición de un hermoso mural de fondo azul de Trinche27 que decoraba la ochava del Oui Bar, espacio que corrió la misma suerte que la obra.

Por eso, antes de que la pandemia, el tiempo o el negocio inmobiliario hagan lo suyo, salgo a conseguir la foto que contrastará el parecido que una de las pinturas de San Luis tiene con mi perro. El rostro a gran escala de un salchicha reluce sobre un fondo turquesa. La obra es de Rojo Pávez, un muralista mendocino que reparte canes coloridos allí donde le den permiso (o no). Claro que no logro que el perro real ajuste su expresión a la pintura. Como puedo, midiendo el tránsito que comienza a aglomerarse, saco un par de fotos malas y los dos retomamos el paseo.

Sigo observando las persianas desde la plaza. Por la tarde, con los locales abiertos, no es posible apreciarlas. Por la noche, la penumbra hace que no se las perciba del todo.

Es curioso: los locales abiertos han mermado, lo que hace que algunas obras puedan lucirse más tiempo, algunas ya invadidas por el cartel de “Se alquila”. ¿Será que arte y negocio aún no pueden zanjar diferencias? ¿O que los carteles de las inmobiliarias son la dolorosa e implacable acción performática que se impone por estos tiempos en el centro?

Caminamos por el flanco de la parada de colectivos y una de las pinturas hace que me detenga. Como siempre salgo de noche, nunca la había visto bien. Se trata de un submarino con forma de tiburón mecánico. Entre la aleta dorsal y la cola, sobre su lomo, lleva escrito “ARA San Juan”. En una de las aletas, lleva un brazalete de luto con un número: 44. Debajo del vientre del animal, en un lecho marino que combina azules, verdes y marrón rojizo, se abre un hueco negro. La firma es la de Dimas (DI+), un conocido artista que impregna la ciudad con las criaturas que surgen de sus latas de aerosol. Sobre la obra, un cartelito de papel avisa el número que recibe pedidos de WhatsApp. Otra variante de performance pandémica.

El perro tironea hacia el rectángulo de pasto paralelo a la cortada Barón de Mauá. Desde arriba del bar Donal, el ángel, la virgen y el yaguareté de la Anunciación de Baldemar me siguen con la mirada. Un chico abre con una mano la tapa del contenedor de reciclables. En la otra esgrime un gancho metálico. Lo toma de un puño plástico celeste que, creo, alguna vez perteneció a una bicicleta. “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.

En algunos de los pilotes que demarcan la entrada al Automóvil Club descansan bandejas plásticas con restos de comida. Son las que quedaron de la cena que repartieron los veteranos de Malvinas para quienes transitan el desamparo del invierno rosarino. Otro componente del paisaje montenegrino que no se aprecia con el sol. Menos efímero, eso sí: hace casi veinticuatro años que, cada mayo, salen de ronda, cucharón en mano. No sé si estos combatientes (aún combaten, por cierto) habrán reparado alguna vez en la pintura del tiburón, tan cercana a su parada. A ellos también les duele un sepulcro marino irrecuperable. La pandemia, además, también les ha depredado afectos.

Caminamos hacia San Juan. Siento que el sol ha disipado la bruma, pero hace más frío que antes.

Mientras entro a casa, busco los datos de Dimas en Instagram y lo llamo para hablar de su trabajo. –Pinté esa obra cuando todos hablaban sobre el tema del ARA San Juan, en 2017. Es un homenaje, pero no quise ser obvio, por eso no pinté el submarino, aunque le puse remaches al tiburón. Parece de chapa, pero es un pez que está vivo, aunque está solo, ahí, como olvidado.

Le digo que, a la noche, la obra queda sumergida en la penumbra, algo muy propio de un depredador como el suyo.

Me dice que le había tocado otra persiana, pero que prefirió esa, retirada y bajo techo, para que la obra se preserve del deterioro propio de los elementos, o de los rayones. No le digo nada del cartelito para pedidos online. Ese daño, seguramente, no estaba previsto. Ojalá eso sí sea efímero.

Le comento que su obra me lleva a pensar en que, de alguna manera, el submarino aparece como máquina asesina. Me dice que puede ser, pero “lo hice para que no se olvide”. Quizás ahí está la clave: el peligro que ronda, la máquina asesina, es el olvido. Vaya misión para una obra que nació para lo fugaz. Le agradezco a Dimas y corto. 2017, otra vez.

El perro toma agua y luego se acomoda al abrigo del calefactor. Me froto las manos. No se me pasa el frío. Pienso que debe ser porque está helado allí donde duerme el ARA San Juan. A los tiburones les complace más el agua tibia, pero el de Dimas acecha la memoria a novecientos metros de profundidad en el invierno de calle San Luis desde 2017. Lo pintó cuando aún estaban buscando los restos, que hallarían un año después, en un hueco del mar cuya oscuridad, tal vez, se parezca mucho a la que plasmó el artista.

Me acerco yo también al calefactor. Recuerdo que nadie pudo, tampoco, rescatar la osamenta del ARA General Belgrano del mar emperrado. Una locura si se piensa que, primero, antes de ir a parar al lecho glacial, el barco se incineró.

Después, los que tuvieron un después. Veinticuatro años de rondas invernales de la cocina de campaña.

Ahora, la performance de los cartelitos. ¿Cuántas persianas más van a intervenir?

Y claro, 2017.

No hay caso. Voy a calentar agua para el mate.

Ya sentada frente a la computadora, miro bien las fotos del mural del salchicha: salvo por el arnés verde, en realidad, mi perro no se le parece en casi nada.

Publicado en la ed. impresa #16

Dejá un comentario