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Barullo en papel Columnas

La caída

La imagen es impactante. Está captada desde el aire y muestra cómo el mordisco del destino arrancó buena parte de la barranca del río. El bocado que se llevó llega hasta la puerta, el umbral, del centro cultural del Parque España. Unos metros más y hubiera arrancado buena parte del edificio ya que, al lastimar la estructura, es impensable hasta dónde podría haber cedido.

Hace más de tres décadas, el hoy rey emérito de España vino a Rosario a poner la primera piedra de ese complejo. Todo un día acaparó en la ciudad la atención mediática. Casi una semana fue también suya en el país porque era la primera visita oficial a una Argentina que inauguraba otro período democrático. Todo estaba por construir y era avalado por alguien que había sido clave en un proceso similar en su país que, por entonces, era gobernado por el nuevo socialismo y avanzaba hacia la edad alta de la Transición.

Hoy Juan Carlos I cumple un año de exilio en Abu Dabi y sigue bajo el foco de los medios por una larga serie de irregularidades económicas. Sus abogados regularizaron en su nombre y de manera voluntaria un pago de casi setecientos mil euros a la Agencia Tributaria correspondientes a los impuestos más los recargos y los intereses correspondientes a los fondos ajenos que usó y no declaró entre 2016 y 2018. Esto implica el reconocimiento de un fraude fiscal por un lado y, por otro, evitar penas mayores ya que la “inviolabilidad” que le otorga la Constitución cesó el 14 de junio de 2014, día de su abdicación en favor de su hijo Felipe VI.

La cuestión es por qué la Agencia Tributaria no actuó antes, teniendo constancia del uso de fondos no declarados posteriores a esa fecha. La otra cuestión es porque no se le ha citado en los tribunales. Pero la pregunta final es, ¿para qué sirve la monarquía y con qué relato se sostiene?

A la una y cuarto de la madrugada del 24 de febrero de 1981, hora que marca la señal de Televisión Española, Juan Carlos pronunció su más trascendente discurso, desautorizando el golpe militar, reivindicando su autoridad y el orden constitucional. El mensaje duró un minuto y veintiséis segundos y ese fue todo el tiempo que le llevó acumular el capital simbólico de su reinado por entonces. En un reportaje publicado en la revista The New Yorker, Jon Lee Anderson señalaba que los escépticos le echaron en cara al monarca su indecisión durante las siete horas que transcurrieron entre el asalto al Congreso y su mensaje televisivo, pero subrayaba que “lo que nadie puso en duda es su extraordinaria intuición para lo que va a funcionar políticamente”.

Eran otros tiempos. El accidente que tuvo en Botsuana marca el final de ese relato y tal vez el de la Transición.

El 13 de abril de 2012 regresa de urgencia a Madrid para ser ingresado a una clínica y se difunde por todos los medios una fotografía donde aparece junto a un elefante abatido. En ese momento España estaba en el momento más crítico de la Gran Crisis con una desorbitada cifra de desempleo, recortes y máxima austeridad. Pero, además, por primera vez la prensa habla de la amistad íntima del rey con la princesa Corinna zu Sayn-Wittgenstein. A partir de aquí la monarquía pierde el control sobre su propio relato y el reality show se hace cargo de la narración. Recuperado, entonces, Juan Carlos comparece ante las cámaras y pide disculpas. Ya no es el rey de la Transición, el que detiene una sublevación y corta el aliento a un país con un discurso de un minuto y veintiséis segundos. Es como un jovencito, quien luego de cometer una falta se dirige a sus mayores y les pide perdón. “Lo siento mucho”, dice, y promete enmendar su conducta: “Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Con apenas cincuenta y siete caracteres, con lo cual podría haber utilizado Twitter en lugar de la televisión, zanja la cuestión.

Desde ese día, como en un reality, el guion se construye diariamente, sobre la marcha y en directo.

El relato de la monarquía, hoy por hoy con escaso capital simbólico, es de autoayuda. Ahora, no hay que confundirse con un espejo pirandelliano y verla necesitada de autor. El problema es que Juan Carlos ha escrito su propio relato actual vaciando de contenido el anterior y el juicio que entonces despertó en Jon Lee Anderson.

Al igual que en la barranca del Paraná, el destino muerde y deja ante sus pies el abismo.

Publicado en la ed. impresa #16

Por Miguel Roig

Escritor y periodista rosarino que reside en Madrid. Es coeditor de la Revista Socialista y socio fundador de Mongolia, revista satírica mensual española. Escribe una columna en el diario.es y en Perfil. Sus últimos libros son El marketing existencial (Península, 2014) y Conversaciones con Alberto Garzón (Turpial, 2016).

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