Sonia Scarabelli, ganadora del premio provincial de poesía José Pedroni
Sonia Scarabelli (Rosario, 1968) es una poeta de perfil bajo y obra sobresaliente. A principios de 2023 recibió el prestigioso premio provincial José Pedroni por Últimos veraneantes de febrero, libro que editó el sello Bajo la luna hace tres años. Son preciosas gemas los poemas que recoge este volumen, aunque el galardón sabe a merecido reconocimiento en torno a la vibración de una voz singular, capaz de tallar a la vez la piedra de lo íntimo y de lo universal. Maestra y tutora de otros escritores, desgrana sus inicios, sus deslumbramientos ante el lenguaje, la alegría que siente por habitar el mundo de la poesía (o, mejor dicho, experimentar el mundo desde el prisma de la poesía).
A pesar de que ha llegado muy nerviosa a la entrevista con Barullo, porque suele rehuir la exposición, la conversación fluye y nos adentra en un cosmos donde Scarabelli se siente –según propias palabras– feliz astronauta, aprendiz de bruja, asistente a cargo de una brújula vital, discípula. Y mientras “barre lo que sobra”, comparte su entusiasmo.
–Al premio Pedroni, ¡con ese nombre!, ¿cómo lo recibís?
–Me dijeron que habrá una ceremonia de entrega y van a invitar a todos los premiados, que son muchos: seis menciones y los dos premios (obra édita e inédita). Para mí es una buena decisión porque si algo está pasando con la poesía es con mucha gente, no con un libro, y a mayor amplitud la cuota de azar se atenúa, se abre un espectro. El poético es un campo cultural lleno de dinamismo, tiene una vitalidad enorme. Hay muchas miradas sobre la búsqueda de qué supone una poética, un poema. Así que recibir este premio es una alegría, como encontrarte dentro de un lugar en el que querés estar, una corriente de voces con las que tenés vínculo. Porque José Pedroni era un poeta leído, de hecho en el libro Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras el poema En la cocina tiene un epígrafe de una carta suya: “Todavía resuena en mis oídos el sonido de la máquina de coser de mi madre”. Yo me decía: ¡Qué bárbaro este tipo, escribe una carta y la carta suena como un verso!
Me gusta pensarme como una poeta santafesina, pensar cómo se arman caminitos raros. Yo empecé a escribir poesía de chica y una amiga que había sido alumna de Amelia Biagioni en Gálvez, me dijo: “Tenés que leerla”. Cuando lo hice, era a principios de los noventa, no sé cómo decirte, fue un momento de…
–¿Epifanía?
–Sí, epifanía o conmoción. Su libro Estaciones de Van Gogh para mí fue un giro completo de qué pasaba con el lenguaje en la poesía. Más allá de que se haya ido a vivir a Buenos Aires, hay un caminito que una quiere pensar que tiene que ver. Porque Pedroni había sido su mentor, una figura muy importante para ella. Descubrir a Biagioni fue descubrir a una poeta extraordinaria, no sabía que existía esa poesía. Por años tuve lecturas mucho más salvajes: mi educación no fue orientada a las letras sino a la economía, a lo comercial (a la secundaria fui al Urquiza). En la universidad empezaron otras lecturas. Estudiaba Antropología y no Letras, como era mi plan en principio; estudié Letras más tarde. La poesía siguió presente pero a los poetas los descubría por lugares periféricos. Lo de Biagioni, sobre todo en Estaciones, es increíble; parece que el lenguaje se ordenara por sí mismo en función de una música. Como si pudieras leer múltiples capas a la vez porque la música te permite ver al poema en una dimensión física. Para mí ella era entrar al mundo de una voz. No decir algo o plantear algo ni el poema como discurso.
–La música creando sentido…
–Sí, la música verbal. No la música en sí misma sino la melodía que son capaces de crear las palabras, los encuentros inesperados en la sonoridad. La inflexión que hay en ese encuentro. Seguís un ritmo y notás que están pasando muchas cosas más, si te detuvieras solo en el significado el resultado sería muy pobre. Para mí ese encuentro fue el descubrimiento de lo que ocurre cuando el poema entra a la voz, y es una decisión cómo el poema entra a la voz. La libertad de Biagioni para las imágenes y las combinaciones no la había visto en otras poetas. También lo que sucede cuando leés en tu lengua –hasta ahí yo leía muchas traducciones–. El giro fue empezar a leer otras cosas, creo que te armás como una tradición.
–El caminito, la tradición, la genealogía…
–Claro, a mí me gustan las palabras más chiquitas en general. Y los diminutivos. Porque asocio el poema con esa situación menor, con un registro de la voz, el de alguien que se anima a hablar sin esperar nada de lo que va a decir. Esa idea te ayuda a ponerte en el lugar: sos un asistente acompañando un proceso que siempre es mayor que el poema… No se me ocurre que el poema dependa de mí, sino más bien que debo estar atenta y cuando aparece acompañar. Eso en mí se marcó más de grande, cuando era joven escribía todos los días. Hacía muchas horas de oficina y esperaba desvincularme de los deberes para escribir. De ahí salían ochocientas mil cosas, de las cuales habrán quedado tres.
–¡Qué exagerada!
–En serio. El primer libro, La memoria del árbol, fue una invitación de Fabricio Simeoni y Abelardo Núñez, que tenían la editorial Los Lanzallamas. En el año 2000 me dijeron: “¿Te animás a hacer un libro?”. Una cosa es escribir poemas y otra cosa un libro, dije, tengo que mirar. Vivía en un lugar muy chiquitito, compartía, y conseguí una especie de miniestudio para trabajar solo con los poemas. Lo primero fue descartar, descartar. Y con lo que quedaba pensar qué pasaba. Era muy emocionante tener un horario de escribir, todo cobraba sentido a través de eso. Ahora es diferente, los poemas caen. Yo digo: ah, ahí cae uno. Pero no me siento a escribir. Si llega sí me siento y tengo que ver cómo hago con la vida cotidiana para crear ese tiempo.
–¿Sentís que está viniendo el poema? ¿Sentís su proximidad?
–En general la escritura nace de algo que capturó mi atención, casi siempre del entorno natural o familiar, cercano. Hace poco en la terraza escuché un chillido impresionante: era una lechuza cazando (por la quema de las islas están viniendo muchas aves). Tenía que bajar pero esperé que volviera a pasar y entonces no solo lo que vi puntualmente sino la sensación completa de ese momento de estar mirando, parada, de escuchar, de cómo era el aire, de la hora, de la luz, todo eso queda como en un cofrecito. Pensé: “Un día esto va a tener sus palabras”. Y otras veces es una frase o un verso, mejor dicho después descubrís que es un verso y lo vas siguiendo. En realidad más allá de que esté la imagen, la llave del cofrecito siempre es el lenguaje, siempre una forma en la que una palabra apareció o sonó. Me gusta pensar que seguir esa palabra me devolverá no al momento en sí, sino a una visión de ese momento que llega desde otro lugar. Como si ese momento fuera una capa, el tiempo que transcurre hasta la primera palabra va poniendo capas encima, y en algún momento esa primera palabra tiene la llave de aquella imagen y de todo lo que se le fue depositando. Siempre es la llave de algo desconocido, nunca la de algo que diga: “Voy a escribir sobre esto para significar tal cosa”. No, lo que se va preparando es adónde entro.
–Y no sabés adónde vas a llegar…
–Jamás. Es una de las cosas emocionantes. Me produce reticencia lo autoral relacionado con el control del material, prefiero la imagen del aprendiz de brujo. Lo máximo que hace es barrer, a la magia la manejan otras cosas en el poema.
–También tenés oficio. Inclusive sos maestra de poetas o tallerista, no sé cómo te denominás.
–No me denomino, ése es el gran truco (se ríe). Digo que el saber más técnico o concreto sobre el lenguaje, cuestiones que plantea el lenguaje con su forma, sobre las que reflexionás, pasa cuando abrís el otro canal. El lugar imaginado en cuanto a qué hago cuando escribo solo puedo inventarlo ahí, no conocerlo. Pero el lugar inventado te orienta también. En los talleres compartís ese estado de invención con el otro: “¿Vos cómo inventarías, qué lugar le abrís al lenguaje, qué papel te das en él?”.
–¿Cada uno inventa su propio lugar como autor o autora?
–No necesariamente a sabiendas, pero te vas dando distintas versiones en el transcurso del tiempo, de la vida. Yo hasta ahora el mejor lugar al que llegué es este: soy la que lleva la escoba y la palita, el poema trabaja y yo barro lo que sobra. Un lugar que además ocupo con alegría, mientras que no me sentiría tan contenta de decir: “Este poema tiene que decir tal cosa”. Me siento mejor como la asistente. En la poesía sos discípula siempre: del lenguaje, del poema, de otras voces. Vas siguiendo algo. Es el lugar que he llegado a imaginarme que me hace feliz experimentar en el encuentro con el poema.
–Recibiste el premio Felipe Aldana hace justo veinte años, lo que te permitió publicar tu segundo libro. ¿Qué pasó entre el Aldana y el Pedroni?
–Con la Editorial Municipal fue bárbara la experiencia, Pedro Cantini me acompañó en esa etapa. Fue tomar conciencia de lo que implica un libro. Lo que yo había hecho muy ingenuamente antes, cuando trabajás con alguien que tiene otro dominio de lo que está en juego en un proyecto editorial, de pronto decís: “Ah, no había pensado en todo esto”. El poema en la instancia privada, en la que todavía puede ser incluso otro poema, es una cosa, y otra cuando esa forma va a quedar fijada. Ahí la persona que escribió tendría que poder retirarse en paz, digamos, del libro. De todos modos no decís: “Experimenté, saqué esta conclusión y listo”. Estás probando siempre, todo es un recomienzo.
Un cambio de estos veinte años es que cada vez más se trató de la relación con el poema y menos de mí. Al principio, solo para mí misma, no para los demás, escribía poemas y creo que durante una etapa de mi juventud quería decir algo con ellos. En estos veinte años se trató cada vez más de la relación con el lenguaje y menos de si quería expresarme. Esa es la parte que más me gusta de la escritura. La escritura te guía, te orienta. Donde el ruido te puede marear, la escritura abre un lugar de silencio que te recuerda dónde está la cosa. Es lo que encuentro en la poesía cuando me conmueve en un lugar raro. Porque lo principal es que te gusta leer poesía, a otros. Mi poema no lo vuelvo a leer, excepto en una lectura o si estoy trabajando en algo. Para ir a una lectura con público me motiva compartir poemas nuevos porque pruebo la conexión de esas palabras, si suenan para alguien que no sea yo. Para mí es importante tener una conexión casi física cuando leo el poema: que me pase algo en el sentido de cómo le hacés de caja de resonancia a la voz. A veces suena desde lo extraño, de una forma inesperada, entonces digo: “Este poema está para quedarse porque no es nada que yo hubiese podido anticipar”.
–O manejar.
–O manejar. Y es un esfuerzo. Todos tenemos nuestra versión, nos representamos de una determinada manera, y el poema está siempre rompiendo. La escritura te transforma como lectora porque leés de otra manera, sabés lo que está en juego. Por ejemplo, Blanca Varela me hizo explotar la cabeza. Muchas veces he ido a leer obras o poetas y primero hay como un velo. Te preguntás, ¿qué pasa acá, por qué no me acerco? Pero la respuesta no llega como un saber, lo que pasa es que entrás en contacto con el lenguaje.
–¿Ese velo te refracta o te contacta?
–Lo sentís como una atracción, pero no sabés de dónde viene. Porque cuando la querés poner en palabras, no tenés. Solo podés volver a decir los versos, como atontada. Hay un poema de Varela, de Concierto animal, que empieza “el animal que se revuelca en barro / está cantando”, y termina “hay que tener el don para entrar en la charca”. Si lo leés, tenés que ponerle el cuerpo a cada verso, sostener, respirar, escuchar la sintaxis, seguir un movimiento material, físico. Y todo eso pasa con el lenguaje, me produce una maravilla absoluta. Vos abrís el libro, son unos caracteres impresos… Ese poema es muy homogéneo en la forma de los versos pero lo llevás a la voz y es un desborde. Eso les debo también a los poemas: los veo como una brújula vital.
–¿Leés poemas todos los días?
–Sí, pero no porque me lo propongo, yo no me propongo nada. Tengo una tendencia a trabajar muchas horas y me queda poco tiempo para decir: “Hoy voy a hacer esto”.
–¿El trabajo de oficina lo dejaste?
–Sí, por suerte. Digo por suerte porque se había cumplido un ciclo de muchos años. Ahora trabajo con el lenguaje, no solo con la literatura.
–Antes decías que era bueno un trabajo mecánico porque cuando salís te abrís a lo creativo. ¿Cambiaste de idea?
–Cambié de vida. Porque un trabajo implica constricciones. Tuve la oportunidad de dejar la relación de dependencia y al final yo misma me puse horarios delirantes de trabajo, creo que trabajo más horas que antes. Pero no me quiero desviar de la pregunta: para mí el lenguaje es un fenómeno extraordinario, asombroso. Yo vivo deslumbrada por el lenguaje. Nunca me parece insuficiente, incapaz. Todo lo contrario. Con una amiga poeta decíamos: ¿no es asombroso que hablemos? No nosotras dos, sino el ser humano.
–Habría que estudiar una especie de lingüística arcaica, si existiera.
–Existe el lugar de la conjetura, y eso también decide mucho. Lo que te decía antes… el poder de las invenciones. Según el origen que conjetures, se mueven las piezas del presente. Mi trabajo actual me obliga a estudiar, a estar atenta a fenómenos muy pequeñitos del lenguaje. Es algo inabarcable, un poco estar fuera y adentro, porque no es la misma relación con el lenguaje que tenés en el poema. Pero el poema te enseña muchas cosas sobre el lenguaje. Sobre todo a no reducirlo, a tomar conciencia de que es enorme. Es como ser un astronauta que sale al cosmos, así me siento siguiendo ciertas preguntas o hilos con relación al lenguaje. Eso me encanta: la atención a los procesos. Cuando trabajás sobre ciertas ideas, cuando empezás a darles forma, luego a pensar a quién está dirigido eso.
–Tu vida está llena de emociones relacionadas con el lenguaje…
–Sí, no te aburrís nunca cerca del lenguaje. Si te aburrís es tu culpa, no del lenguaje. Siempre la idea de lo aventurado, porque en verdad no sabés. Entre las cosas lindas está el diálogo con la gente para la que trabajás. Porque yo trabajo para alguien. Soy su asistente, su ayudante, su auxiliar. En general vienen para mirar de otro modo lo que ya tienen escrito: textos académicos, de investigación, ensayo, prosa, poesía. El gusto por los textos académicos lo asocio sobre todo con la antropología, algo maravilloso que me pasó porque rompió lo que creía que pasaba con el lenguaje o con la escritura. Fue como ir a mirar eso desde otro lugar.
–¿Te recibiste de antropóloga?
–No, yo no me recibo de nada. En Letras tampoco. Estuve años en la universidad, me encanta estudiar. Regularizaba las materias pero después siempre pasaba algo. Una excusa que me encantaba darme era el trabajo de muchas horas. También te vas dando cuenta si podés o no hacer algo en ciertos ámbitos: para mí la poesía fue una elección y en algún momento tenés que dedicarle tiempo. Porque necesita tiempo. Y una orientación de tu energía.
–Hablando de trabajo, este premio va a significar un dinero, una pensión en algún momento.
–Sí, superimportante. Porque tomás ciertas decisiones y eso no te priva de preocuparte por el día a día, el futuro y el sustento. En mi familia, por mi inclinación temprana por la literatura, mi mamá me decía: “Vos la poesía la vas a tener siempre, estudiá algo que te dé de comer”. Y por años no asocié la escritura con el trabajo. Cuando te decía que me gustaba tener eso separado era algo que estaba bien. Diana Bellessi me preguntó un día por qué no daba talleres y yo dije que no servía pero en algún momento complicado, de no tener trabajo, empecé. De pronto los años de formación tuvieron un cauce también en los talleres. Con los grupales en la Casa de la Cultura de AMR sigo. Van a ser catorce años.
–Te fuiste armando en el mundo de las palabras, de ayudar a otros a descubrir cosas en relación a sus textos.
–Sí, me encanta participar del momento en que alguien descubre la alegría de ese proceso. Alguien que llega como diciendo: “No soporto más esto, estoy trabada, no puedo hacerlo”. Y de pronto en el caminito eso se vuelve algo que da entusiasmo. Algo de lo que ocuparse, a lo que atender. Es decir, tenés que estar despierta y sensible ante fenómenos muy pequeños. Es muy vivificante. Cuando participás de eso en el trabajo de otra persona, y te podés alegrar, no tiene precio. Es un pico de alegría, una especie muy peculiar de alegría.
–¿Cómo manejás la exposición y la difusión de tu obra? No tenés redes sociales, por ejemplo.
–Mi atención no resiste el bombardeo continuo de información, entonces no llevo bien la modalidad general que propone esa exposición, no tengo resto psíquico. Trato de hacer cosas chiquitas. Por ejemplo, vamos a leer ahora con Natalio de la librería Oliva. Porque un día vi sobre el mostrador una edición de Muerte sin fin de (José) Gorostiza, y como me vuelve loca le propuse una lectura. Entonces trato de no cerrar eso, pero llevarlo a dimensiones en las que puedo estar. Con la lectura de poesía en público yo siempre me pongo muy nerviosa. De todos modos no me interesa el lugar de la misantropía. Puede parecer absurdo: la poesía hace bien, es un orden en el que el lenguaje se manifiesta que tiene efectos potentes en las personas, sobre todo porque son efectos de sentido, y disfruto mucho de compartir la experiencia del entusiasmo frente a una aparición llena de sentido. Es lo que puedo hacer: un grupo que se invita mutuamente, a pequeña escala; una actividad no muy extensa para no agotarse; una especie de conjetura sobre el poema, que nunca lo va a definir. Mi idea no es transmitir un saber, no me corresponde.