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Barullo semanal

“Los bufones”, un texto de Marcos Mayer publicado en el libro Gente con swing I

Fue uno de los periodistas culturales más serios e irónicos que tuvo este país en las últimas décadas. Falleció esta semana y Barullo lo despide con un texto de su autoría.

Los bufones

Por Marcos Mayer

En la foto emblemática del bebop Dizzy Gillespie suele aparecer como el Ringo Starr de la nueva movida —con su típica boina francesa y haciendo alguna morisqueta—, junto a Charlie Parker, Monk y Miles Davis. Es que el hecho de haber sido el gracioso del grupo ha ido erosionando el poder de su música y su capacidad de pervivir en el tiempo. ¿Cuántas versiones se pueden escuchar hoy de “A night in Tunisia” o de “Manteca”, por nombrar sólo algunas de sus composiciones más conocidas? Cuentan las leyendas nacidas al borde de la calle 52, que Gillespie usó su humor y su predisposición a la payasada en escena para hacer más popular un estilo nacido para perdurar sólo entre una elite. La explicación se extiende a otros músicos que rescataron una flexión de la tradición negra: la celebración, el ánimo de fiesta. A Gillespie se pueden sumar, antes y después, a Louis Armstrong, Cab Calloway, Roland Kirk, el Art Ensemble de Chicago, Sun Ra, Lester Bowie, The Dirty Dozen Brass Band y, por momentos, a Pharoah Sanders. De todos modos, aunque se acepten las “razones de mercado” —que parecen haber tenido cierta eficacia real si se considera el éxito que alcanzaron algunos de estos músicos, incluso muchas veces más allá de las fronteras del público jazzero— seguir las formas de su humor y los derroteros de su carrera puede servir para entender que esas actitudes estaban íntimamente vinculadas con una exploración.

Hay un gesto no demasiado habitual en Dizzy que es la blasfemia. Una de las muestras es Salt Peanuts, compuesto junto a Kenny Clarke y construido sobre “I’got rythm” de Gershwin, tema al que se sobreimprime el cántico típico de una cancha de béisbol. El gesto es contemporáneo a una película de los hermanos Marx que repite de algún modo la escena. En Una noche en la ópera, cuando está por comenzar la ejecución de “Il Trovatore”, Groucho recorre el hall del teatro ofreciendo banderines y gorras. Para reforzar el efecto, desde el podio de la orquesta, Chico y Harpo cambian las partituras y lo que termina sonando es una marcha deportiva. El espacio “culto” de la ópera es invadido por aquello que se supone más bajo. Este humor que deteriora lo sagrado es el mismo que recorre esta perversión de Gershwin y también la conversión de “Swing low, sweet Charriot”, un célebre spiritual, en “Swing low, sweet cadillac”.

Janis Joplin tiene un gesto muy parecido al componer, junto a su amigo Michael Mclure, un tema al que puso como título “Mercedes Benz”. En la letra le pide a Dios que le compre un Mercedes Benz, un televisor color o que le pague una vuelta en algún bar. Solía cantar la canción a capella y no podía evitar reírse al terminar. La zona de lo cómico convive con lo trágico en el blues, el espacio musical donde aprendió a cantar Janis. Basta escuchar sus primeras grabaciones, para sorprenderse de cuánto se parece a Bessie Smith. Lo cierto, aunque salgamos por un rato del jazz, es que las entrevistas a Joplin la muestran bien humorada y de risa fácil. Tal vez se ha supuesto que hay una equivalencia entre ser drogón y vivir entregado a la violencia y la tristeza. Pero no, la blasfemia según Dizzy y Joplin es una travesura que juega con lo sagrado y hasta cierto punto es un chiste privado que se comparte con muchísima gente.

(Era habitual en las novelas del siglo XIX que los personajes mostraran su vitalidad por medio de su propensión a blasfemar. Hoy, extrañamente, hay menos tolerancia por parte de las autoridades religiosas y sus fieles más seguidores hacia la blasfemia, a la que toman como una afrenta personal. Como ejemplo, las manifestaciones ofendidas ante las exposiciones de León Ferrari.)

Recuperar este espíritu, que es el del circo —que de algún modo retomará más adelante y de forma más plena Roland Kirk— es una forma del engaño hacia el poder. Si efectivamente Dizzy hacía pasos de comedia marxianos (como anunciar que va a presentar a los músicos y hacer que se saluden entre sí) era para que su audiencia no se diera cuenta de que lo que estaban escuchando pertenecía a un registro más complejo, o sea que el clown es un buen disfraz para ponerse a la hora de la pelea. Lo mismo que ocurrió cuando decidió vestirse con todos sus souvenirs de viaje —una bata de baño francesa, una toalla del Sheraton de Londres, unos anteojos comprados en Italia, una boquilla egipcia— para meterse en una pileta de lujo en la que se suponía que no debían nadar los negros. O como cuando al volver de unos recitales en África, se hizo pasar en Nueva York por el embajador de un país ficticio ayudado por un traje típico mientras sus músicos, de saco oscuro y anteojos negros, hacían las veces de guardaespaldas.

El ancho mundo del pop

Puede que este recurso haya sido aprendido por Dizzy en su paso por la orquesta de Cab Calloway, otro devoto de mezclar la música con el humor. Para entender dónde estaba parado Calloway no basta con saber que sus músicos se tiraban cosas mientras él interpretaba baladas sino recordar también su interpretación de “The man in the mountain” o la notable versión de “Saint James Infirmary” que acompañaba algunos de los cartoons de Betty Boop. Es que lo que el humor pone en evidencia es una relación conflictiva del jazz con la cultura popular. Si por un lado, Coltrane podía convertir a una melodía tan mainstream como “My favorite things” (de la banda de sonido del megaéxito La novicia rebelde) en una especie de zona de investigación y escuchar las versiones pop de Bye, bye Blackbird demuestra que Miles Davis estaba haciendo otra cosa, los que podrían llamarse los “bufones del jazz” navegaban en aguas más barrosas.

De hecho, los orígenes del jazz son oscuros en más de un sentido. Y el espíritu de New Orleans mezcla lo festivo y lo religioso. El cruce que emprende Gillespie con “Sweet low, sweet cadillac”, entonces, es interior y se queda un límite entre fronteras. Lo mismo ocurre cuando crea el afrocuban jazz. Los ritmos que allí se fusionan no pierden su identidad mientras están asistiendo al nacimiento de algo nuevo que no lo es tanto. Lo cubano y el jazz remiten a un origen en común, pero también a historias que recorren caminos diferentes. Y Gillespie prefiere mantener una suerte de estado en tiempo presente, pues su actitud ante los “retornos a África” y la adopción de nombres musulmanes siempre fue desconfiada. Para él, como cuenta en sus memorias, los rebautizos son una forma de perder negritud.

El blues de la risa

En aquellos cartoons de Betty Boop también participaba Louis Armstrong. Y se puede decir que de manera más “comprometida” que Calloway. De hecho, en uno de ellos, titulado “I´ll be glad when you dead, you rascal you” —cuyo grado de explicitación sexual dejaba chica a la caricatura de Richard Fleischer, tan perseguida por la censura—, su cara se transforma en un dibujo animado, en un guerrero africano que persigue a los amigos de Betty sin poder alcanzarlos. La cercanía de Satchmo con la cultura popular es la más directa que haya tenido cualquier jazzman. Baste recordar su participación en Cinco monedas en la fuente o su interpretación de Hello, Dolly o This wonderful world. Esto le valió no pocas críticas, parecía algo así como un negro domesticado, que aceptaba sin reparos su lugar subalterno. Armstrong no desconocía este lugar social, pero a su manera luchaba contra él. Y la zona de pelea era la cultura popular. Ahí se retratan las contradicciones de una forma de hacer música que nunca terminó de ser aceptada en su país.

El humor es la zona de conflicto. En su crítica a los discos que grabó con Ella Fitzgerald, The Penguin guide to jazz on CD argumenta cierta incomodidad de Armstrong frente a la elegancia de Ella, acostumbrado como estaba al despliegue desaforado de Vilma Medleton. Basta ver algunos videos para comprobar cómo funcionaban los más de 150 kilos de Vilma arrástrandose literalmente por el escenario ante las carcajadas de Armstrong y de sus compañeros. La risa es una constante en Satchmo y su sonrisa un ícono. Puede adivinársela en esas grabaciones con Ella, colocando la ironía necesaria —que para él era un gesto natural— cuando interpreta las letras melosas y harto transitadas de “Cheek to cheek” o “Tenderly”.

Así dividía su vida musical, la ironía, que a veces llega al sarcasmo, en territorio extraño, la risa en el propio. Basta escuchar sus Conciertos de California para encontrarse ante un coro de carcajadas que no parece cesar nunca y que se hace más pleno cuando entra en polémica con el bebop y en especial con Dizzy Gillespie (al que elige explícitamente como su contendiente) en el tema “The whiffenpoof song”. La dedicatoria a “Dizzy Gillespie and all the boys of the bebop factory” es una muestra de sutileza. En medio de una canción al más puro estilo dixieland, Satchmo introduce el scat “Bah, bah, bebop”. Luego harían las paces y las imágenes de algún video perdido muestran a Armstrong con fingido rostro de asombro ante un tour de force de Gillespie en la trompeta.

No es casual que Lester Bowie ensayara su trompeta con la ventana de su casa en Saint Louis abierta, con la secreta esperanza de que por allí pasara Louis Armstrong y lo escuchara. Hay muchos puntos de contacto en el sentido de humor que ambos desplegaron en su música. Dejando de lado los disfraces de cocinero o albañil con que Bowie se presentaba en público —tanto junto al Art Ensemble de Chicago como en sus actuaciones solistas—, su tratamiento del pop es de una ironía no siempre fácil de llevar a buen puerto: dejando en pie la belleza, o mejor aún, haciéndola posible. En ese sentido, es emblemática su versión de “The great pretender”. Los casi diecisiete minutos que le dedica a este éxito de Los Plateros demuestra el mecanismo usado por Bowie —no siempre con éxito, es cierto, Avant pop, con temas de Michael Jackson o Willie Nelson es un disco fallido— para romper la frontera del standard. Por un lado se trata de deconstruir desde la farsa, del otro de llevar la melodía a un derrotero imprevisto. Lo satírico está en los cantantes que exageran la letra ya de por sí imposible de “The great pretender”, el resto es la experiencia vanguardista adquirida por Bowie en el Art Ensemble de Chicago. Es en este punto en el que justifica su calificación por varios críticos como el anti-Wynton Marsalis. La tradición está fuera del tiempo. O, para decirlo de otro modo, se conjuga en tiempo presente haciendo convivir escuelas y tendencias en un mismo rango. Esta decisión es también parte del efecto humorístico que produce Bowie. Una parade al más puro estilo New Orleans vive en el mismo tema con el reggae y el bop. Como muestra de esto valga su composición “Come back, Jamaica”, incluida en su disco I only have eyes four you, casualmente otro título de la gran maquinaria pop norteamericana. Su último disco es una puesta en evidencia de este proyecto, ya desde la manera de nombrar aquello que hace: The Odissey of Funk & Popular Music. En el repertorio está casi todo: de Puccini (es un buen ejercicio comparar la versión de Bowie de “Nesum Dorma” con la Enrico Rava) a las Spice Girls, desde Madonna al hip hop. Algo de ese espíritu, en clave aún más explícitamente festiva, puede encontrarse en el trabajo de la Dirty Dozen Brass Band, con quien tocara, y no debe ser casualidad, Dizzy Gillespie.

Una noche en el circo

Entre todos estos bufones, quien más se acomoda —cultural y musicalmente— a esta categoría es Roland Kirk. Factótum de grandes fiestas como la que obligó a cerrar el Ronnie Scott de Londres, luego de que la policía reprimiera un recital donde Kirk repartió silbatos entre el público hasta convertir la sala en una ensordecedora caja de resonancia, este gran admirador de Coltrane llevó aún más lejos la indagatoria en la cultura popular que sonaba a su alrededor. No sólo se animó a hacer “Love me do” en los momentos de mayor auge de los Beatles sino que parte de su repertorio parece haberse confeccionado siguiendo la lista de los charts de grandes éxitos. “The entertainer”, el hit de la película El golpe fue convertido por Kirk en un blues impecable; tropezó con “I´ll be seeing you”, armó una fiesta bebop con “El paso del elefantito” y “Peter Gunn”, naufragó en el kitsch al versionar a Gershwin y Tchaikowski, hizo maravillas con “The creole love call” de Ellington. Y mantuvo una relación impensada con uno de los grandes popes de la música clásica contemporánea, el norteamericano John Cage.

Uno de los experimentos más provocativos de Cage fue “4ꞌ33ꞌꞌ”, de 1962, que indicaba el tiempo en que ningún instrumentista debía tocar alguna nota. O sea, 4 minutos y medio de silencio. La pieza dio lugar a unas cuantas bromas, por ejemplo, si los músicos debían cobrar por no tocar. Lo cierto es que Cage participa del documental Sound, donde explica sus ideas sobre los sonidos, mechado con participaciones de Kirk tocando sus saxos y flautas. Kirk lleva más lejos el experimento de Cage. En uno de sus últimos discos, The Case Of The 3-Sided Dream in Audio Color, grabado en 1975, dos años antes de su muerte, cuando ya había quedado semi paralítico, incluye un tema de 12 minutos en el que el silencio sólo es interrumpido por dos mensajes del contestador automático de Kirk. Pasado por ese tamiz, el gesto vanguardista adquiere otra dimensión: el silencio es a la vez un padecimiento, una imposibilidad y una broma.

Kirk es, en definitiva, un caso poco claro, porque constantemente oscila entre hacer propias las composiciones ajenas y dejarlas libradas a su suerte. Un buen ejemplo de esto es su disco Volunteered slavery, grabado en vivo entre 1968 y 1969 y que da, entre otras cosas, muestras de su raro humor, al anunciar un tema diciendo que se perdió y se quedó ciego (Kirk había perdido la visión de niño) con las luces. Pero todo el trabajo puede escucharse con un work in progress: citas de “Hey Jude” en su propio tema “Volunteered slavery”, una caída estrepitosa en “Mon Cherie Amour”, de Stevie Wonder, pese a la notable ejecución en flauta traversa, un comienzo poco prometedor en “I say a little prayer” —que Aretha Franklin convirtió en hit— que desemboca en una versión espectacular, y como cierre un conmovedor homenaje a Coltrane.

Roland Kirk terminó por ser víctima de esa falta de identidad que él considero un requisito para la búsqueda de su propia forma de conectar al jazz con la música popular de su tiempo. Y que seguramente dio dos síntomas que lo convirtieron en otro de los grandes subvaluados de esta historia. Por un lado, la orgullosa iconografía que lo suele mostrar soplando tres saxofones —o variantes del intrumento, como el stricht o el manzello— al unísono. La otra, consagrada por él mismo durante la grabación de su disco más exitoso —Natural Black Inventions: Root Strata— transformado en hombre orquesta, un número de circo, capaz de soplar una flauta traversa mientras agita su cuerpo para hacer sonar las panderetas que lleva atadas a piernas y brazos. Los gestos y las palabras de Roland Kirk lo emparentan con la locura, esta vez bajo el disfraz del payaso. Si bien sus contemporáneos fueron generosos con él —baste recordar los encendidos elogios que le dedicó Mingus y la amistad con Coltrane—, la historia le resulta bastante avara.

A pesar de que Kirk fue un compositor bastante abundante, un recorrido actual por su perdurabilidad sólo da como señal una versión de “The inflated tear a cargo de Dave Douglas, siempre dispuesto a buscar por todos los desvanes, cuanto más arrumbados mejor. Seguramente Douglas, junto a Don Byron, sea el último de los humoristas. ¿De qué otra manera entender que alguien pretenda ejecutar a Liszt como si fuera jazz o interpretar “Goldfinger” con toques klezmer? Pero hoy el humor, siendo posmoderno, pasa más por la cita, por cierta seriedad a lo Buster Keaton, que por esa carcajada franca que evoca el escuchar a esos bufones que se ríen hasta del olvido.

(Publicado en la revista La mano en abril de 2009.)

Por Redacción Barullo

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