Me acuerdo de haber visto El sur de Víctor Erice en el cine Palace alguna noche del año 1983. Recuerdo el año porque fue el de su estreno; la sala por otras razones.
Me acuerdo también de haber visto un programa doble en el cine El Cairo en algún momento de mi temprana adolescencia con compañeros del comercial Belgrano. Eran las primeras chupinas. En El Cairo reponían dos películas que ya eran clásicos entonces, Cowboy de medianoche de John Schlesinger y El graduado de Mike Nichols. Fue para nosotros un golpe inesperado: los púberes que entramos al cine con la única ilusión de haber roto una regla al no ir al colegio salimos de la sala siendo otros: ya no éramos los mismos después de haber visto a Hoffman entre los brazos y las piernas de la señora Robinson y en la piel del rengo Rico Ratso Rizzo que muere en el autobús que lo lleva a Florida en busca de una cura imaginaria para su tuberculosis. Cuando se encendieron las luces, el relieve de las palmeras silueteadas en las paredes de El Cairo parecían fantasmas de las que alcanzó a ver Ratso desde la ventanilla del autobús y que, para nosotros, eran la continuidad lógica de que la pantalla y la vida son vasos comunicantes y que la imaginación es un motor vital.
Otra vez en el Palace, imagino que al principio de los ochenta, después de Malvinas momento en que la censura declina, vi Ópera prima de Fernando Trueba, una película menor pero que describía un Madrid sorprendente para mi mirada de entonces. La película contaba la historia de un periodista que en el Madrid de la Movida se encuentra con una prima violoncellista a quien no veía desde pequeña y con la que inicia una relación. Esa película, sin duda, contribuyó en parte a que años después me fuera a vivir a Madrid. Cuando llevaba un par de semanas en la ciudad, un domingo se presentó en la pensión donde vivía una chica que resultó ser mi prima a quien no veía desde que éramos niños y mi padre le había facilitado las señas para encontrarme.
El mes pasado volví a ver El sur de Erice, cuarenta años después, en los cines Alphaville, salas míticas de cine independiente que ahora se llaman Golem pero casi nadie asume su nuevo nombre. Me pasa igual con la librería Ross al punto de que ni siquiera soy capaz de recordar el nombre de la cadena que la compró.
Pocos días después de ver El sur fui a una proyección de El espíritu de la colmena a la que vi por primera vez a finales de los ochenta en el cine de la Hebraica en Buenos Aires, sala en la que todos los días se programaban películas de referencia.
Ocurre que Víctor Erice ha vuelto a rodar después de treinta años su cuarta película, Cerrar los ojos, y se ha estrenado tras ser presentada en los festivales de Cannes y San Sebastián. En este festival le acaban de dar el gran premio por el reconocimiento a su carrera cinco décadas después de ganar la Concha de Oro con, precisamente, El espíritu de la colmena. Aquí hay que recordar que Erice crea y rueda con total plenitud de sus facultades a los 83 años, algo natural si se piensa que, en su obra, al igual que Tarkovsky, esculpe el tiempo.
Cerrar los ojos es una película dentro de otra película y ambas, como la experiencia con las películas de Hoffman aquella tarde en El Cairo, se alojan en la vida de la sala y del espectador.
Cerrar los ojos comienza con el fragmento de una película inconclusa porque el actor que la protagoniza desaparece en mitad del rodaje. Muchos años después, el director movido por un programa televisivo que busca personas desaparecidas comienza la búsqueda del actor, quien además era su amigo. Esta empresa lo lleva al sur, a un pueblo de Granada, donde llega a abrir las puertas de un cine abandonado, el único del lugar, para proyectar otro fragmento de su película inconclusa en el intento de conseguir un milagro similar al que muestra Dreyer en Ordet y no es una exageración.
Como si esto no fuera suficiente la niña de El espíritu de la colmena, Ana Torret, que abre los ojos hasta acariciar lo sublime con su mirada, aquí se vuelve a presentar, para repetir un diálogo cincuenta años después. Casi otro milagro y todos, sin excepción, sólo se pueden producir en una sala de cine. Es por eso que me acuerdo de las salas en donde he visto las películas que forman parte de mi vida.
En El sur la niña protagonista sale montada en su bicicleta de la casa en donde vive en las afueras del pueblo. Es un plano fijo en el que la vemos alejarse por una calle con álamos hasta prácticamente desaparecer. Cuando ya es una referencia ínfima regresa hacia la cámara, hacia nosotros, desandando el camino. Al llegar, la niña que se había ido es una adolescente. Tal vez sea la elipsis más lograda y poética del cine español.
Es lo mismo que nos pasa a veces a nosotros entre el momento de entrar en la sala y volver a salir.