Gabriel Ippóliti nació en Funes y es uno de los grandes dibujantes argentinos. Aprendió el oficio de bocetista en una histórica agencia de publicidad rosarina y su impronta brilló en La Capital, La Nación y Ámbito Financiero. Reconocido a nivel mundial, su estilo se codea con la pintura y su panteón de héroes incluye a Carlos Nine
Foto: Sebastián Vargas
Bocetos
“Dibujaba desde muy chico, tenía la habilidad, pero no la idea de dedicarme; tal vez por la época, por la situación o por donde vivía”. Oriundo de Funes y nacido en 1964, recuerda cuando comenzó a estudiar Ingeniería y se dio cuenta de “que no tenía nada que ver conmigo. Así que me propuse probar algo. Ver si se podía laburar del dibujo”, le cuenta Gabriel Ippóliti a Barullo.
“Me anoté en un taller de Emilio Ghilioni, pintor reconocido de Rosario y docente de la facultad, donde daba Teoría del Color. En su taller el tipo se divertía conmigo, porque le dije que era daltónico, ¡y él daba color! Yo no veía un carajo de los colores, pero quería estar con un docente que me encaminara. Él me recomendó en una agencia de publicidad, donde trabajaba un amigo suyo, pintor también, Alberto Macchiavelli”. Macchiavelli firmaba “Maquiaveli” cuando publicaba en La Cebra a Lunares y en Risario. Con él, el joven dibujante compartió muchos años de trabajo publicitario. “Era un tipo macanudo, fue muy importante en mi formación”, recuerda.
“En aquel momento, Forma Publicidad era la agencia de mayor prestigio a nivel profesional y creatividad. Era una escuela. Te metías ahí y aprendías, a los golpes pero aprendías. Así tuve mi primer contacto con la ilustración. Yo entré como bocetista, que es una categoría menor. De todas formas, en ese lugar me di cuenta de dónde podía aplicar lo que a mí me gustaba, que era la ilustración. Ahí veía a los tipos que ya eran famosos y cómo hacían sus trabajos. No tenía la más puta idea de cómo llegaban a eso, y como no tenía un conocimiento académico, tenía que descubrir cómo llegar a lo que veía plasmado. Lo fui aprendiendo solo, preguntando, mirando libros, a prueba y error. Y en la agencia llegué a ser ilustrador”.
‒¿Tenías alrededor de veinte años?
‒Todo ese período de trabajo fue entre los veinte y los treinta. ¿Cómo te diría? Los tiempos fueron siempre muy largos para mí, porque al no tener métodos me daba mucho trabajo llegar a resultados. Pero a la vez iba adquiriendo otros conocimientos. Investigaba, tenía que buscarle la vuelta. Ahora me doy cuenta de que todo eso me sirvió mucho en todas las etapas profesionales. También compraba la revista Fierro, la Zona 84, la Cimoc. Cuando empecé a ver y conocer más dibujantes tuve la fantasía de que en algún momento me podía dedicar a la historieta, pero lo veía muy lejano. Era mucho tiempo dedicado a la ilustración; así que a la historieta la miraba de reojo.
-Hasta que un día…
-Hasta que un día me presento a unos concursos de historieta en Buenos Aires. Inventé una historia cualquiera, mandé cinco o seis páginas y gané algún premio. Y me animé. Lo llamé a Carlos Trillo y le dije que quería ir a mostrarle los trabajos. «¿Te vas a venir hasta acá, a Buenos Aires?», me decía” (risas). Pero yo no sabía hacer historieta, con el tema de la narrativa era muy intuitivo, tenía muchos errores. Le llevé unas diez páginas, ¡y le encantó! «Qué lindo esto», me dice. «Che, ¿no querés que hagamos algo?».
‒Te dio el espaldarazo.
‒Pero claro, es lo que necesitaba. Con eso estaba hecho. Trillo me había dado bola, ¡y me pasó un guion! Empezamos a hacer pruebas, varias, pero no entró ninguna. En esa época él me mandaba las cosas por fax, yo todavía me resistía a la computadora. Nunca se publicó nada pero tuvimos un ida y vuelta interesante. No seguí insistiendo y continué con la ilustración para publicidad.
‒¿Te acordás de algunas publicidades que dibujaste?
‒¿Sabés qué hice? La etiqueta del dulce de leche San Ignacio. Ya tenía el diseño del monasterio, pero hubo que rehacerla con otro estilo, con más lápiz de color. Tuve también que ilustrar una botella de Coca Cola, toda mojada y fría, con las gotitas, con el hiperrealismo de la época. Eran un montón de marcas, Forma tenía muchos clientes. Con lo que renegaba era con los bocetos, porque a la empresa había que presentarle, por ejemplo, un folleto, que podía ser un tríptico o lo que sea, y todo hecho a mano. El jefe de arte te pedía determinada tipografía, que había que hacer con un pincel. Pero también había un estilo, se tenía que notar la mano del dibujante. Era como un estudio, y eso te daba mucha experiencia. Por eso te digo que fue una escuela, porque formó a mucha gente. Y a la par estaba el tema de la pintura, porque me gustaba pintar. Así que también investigaba por ese lado, principalmente las técnicas.
‒¿Cuáles técnicas?
‒En ilustración, el capo a seguir era Julio Freire, era realista pero se notaban los trazos. En Rosario lo miraba mucho a Rubén Tealdi, era muy suelto, usaba acrílico y acuarela. Las técnicas en general eran ésas. Tenía muchos libros de Norman Rockwell, uno de los principales referentes. Y todo eso después se me mezclaba con algo que a mí me volvía loco, que era la distorsión, que era lo de Carlos Nine. Tenía un altar y le rezaba a Nine (risas). Otro tipo al que llamé por teléfono y le dije: “Quiero ir a mostrarle mi trabajo”; “¿Te vas a venir de allá para acá?” (risas). Me daba vergüenza molestar a una persona por este motivo, a alguien que no me conocía, qué se yo, ahí desarrollé algo. No sé si generaba lástima o compasión o qué, pero fue otro que me recibió. Nine era un tipo al que le gustaba recibir gente y charlar, y en el tema de la distorsión tuve mucha influencia suya, cosa que me molestaba ¡porque se notaba! Eso fue lo que empecé a hacer también en La Capital.
Dibujos diarios
El diario La Capital obliga a una mención especial, porque allí tuvo Gabriel Ippóliti otro de sus trabajos de referencia. También en Ámbito Financiero; y en La Nación, donde continúa. El capítulo publicitario abría ahora otra página: la del periodismo. Pero antes, una etapa intermedia y notable. Como él explica, “en las agencias se dibujaba cada vez menos y tuve la oportunidad de trabajar para una marca de ropa que estaba de moda, This Week. Al dueño le gustaba el tema de la ilustración y quería hacer remeras con estampados, una técnica que recién se veía y había un tipo que la sabía aplicar. Se podía hacer un trabajo con volumen, el degradé salía bien. Hice un personaje inspirado en lo que hacía Camel, donde había un camello en distintas situaciones, pero con el canguro de This Week. Fue un éxito de ventas. Se vendieron remeras por todos lados. Eso me permitió estar todo el día dibujando y creando. Practiqué otras técnicas, investigué distintas formas. Cuando eso empezó a declinar, apareció La Capital”.
‒¿Cómo fue ese ingreso al diario?
‒Había una persona que le hacía trabajos a This Week en informática que entró a La Capital, y le propuso a la gente de diseño que me llamaran. Así empecé, y fue un laburo rarísimo, porque ilustraba la contratapa del diario con temas de interés general, cualquier cosa: “Encontraron en Tailandia un pez del período cretáceo”, y yo ilustrándolo. Estaba chocho (risas).
‒Y eso te llevó a trabajar de otra manera, pienso en el ritmo del diario…
‒La contratapa salía una vez por semana, empecé tranquilo. Después sí, comenzó la gimnasia de resolver al toque cuando tuve que dibujar política. Pero yo odiaba hacer caricaturas; de hecho, no sé hacerlas. Técnicamente estaban bien, ellos estaban contentos, pero yo prefería la ilustración, donde creás de la nada y no tenés que dibujar a un político. Al comenzar a publicarlos, los políticos empezaron a llamar y alguno pedía algún dibujo, no dejaba de ser algo que por ahí te entusiasmaba.
‒¿Quiénes, por ejemplo?
‒La esposa de Binner creo que habló, no sé si con (Mauricio) Maronna, y le pidió algún original. Reutemann también tenía un original, no recuerdo quién se lo regaló.
‒Esos originales quedaban entonces en el diario.
‒Muchos quedaron allí, otros los tengo y a otros los destruí (risas). Al enviar los trabajos por mail ya no hizo falta llevarlos. Todo eso fue una gimnasia con los tiempos, que hubo que saber resolver. Primero con Pablo Díaz de Brito en política exterior, que me gustaba porque eran temas más afines para mí, y después política provincial con Mauricio Maronna. Nos reíamos mucho, ¡te hacía hacer unos Guernica! Te metía tres o cuatro personajes y te indicaba: “Este acá y este otro también”.
‒¿Te los sugería?
‒¡Te rompía las pelotas! Él siempre tenía todo en la cabeza, toda la ingeniería armada, así que no había mucho espacio para crear. Yo lo quise mucho, era muy divertido. Se reía porque yo de política santafesina no tenía la más puta idea. “¿Pero vos no sabés nada de esto?”. “No, pero me gusta trabajar con vos”, le decía. Fue una linda época. Después laburé para Ámbito Financiero, que era peor, porque te llamaban a las siete de la tarde y a las nueve de la noche lo tenías que tener listo. Una locura. Pero tenía muy buena relación con el periodista, con Guillermo Laborda. Siempre jodíamos por teléfono. “¡Qué mierda me tiraste!”, le decía; “Y bueno, Vincent”, me cargaba. Eran temas que no me gustaban, pero era laburo. En el momento lo sufrís, pero después te das cuenta de que todo eso fue nutriendo algo, que todo sirvió.
‒Y apareció La Nación.
‒Una relación que todavía mantengo. Fue después de terminar con Ámbito o cuando estaba por terminar. Ese fue otro tema, porque yo estaba buscando otro lugar para publicar, mandé el currículum a muchos lugares, pero al único que no lo había hecho fue a La Nación, ¡y me llamaron! ¿Cómo funciona esto? (risas).
‒¿Durante cuánto tiempo estuviste en La Capital?
‒Cerca de once años. Y con la historieta empecé por ahí, en 2004.
La burbuja
“Ya me había olvidado de la historieta, pensaba que no era para mí. Pero apareció Agrimbau”, sintetiza Ippóliti. Diego Agrimbau es uno de los notables guionistas del panorama contemporáneo, su obra circula en varios países, y se lo puede considerar –con justicia y autonomía creativa– uno de los más lúcidos discípulos de Carlos Trillo. Con Agrimbau, Gabriel Ippóliti conformó una dupla que ya reúne cinco libros y continúa. “Yo había hecho unos dibujos para una exposición en Buenos Aires, medio apurado. Y por ahí andaba paveando Agrimbau, que no encontraba dibujante para un guion que tenía y vio mis páginas. Me llamó por teléfono, se vino hasta acá y me contó con detalle el proyecto. «Bárbaro», le digo. Pero me estaba metiendo en algo con lo que no tenía la más puta idea”.
En La burbuja de Bertold (2005) la ley castiga con el desmembramiento. Estamos en la ciudad de Butania, plena Patagonia. Las víctimas de este apocalipsis sobreviven en las calles en torno a una gran burbuja o cápsula feudal. A Bertold solo le queda su voz. “Me encantó cuando me lo contó. Un libro de 54 páginas, me dice, con varios cuadros por página. Y arrancamos. Al principio, él me iba diciendo sobre ciertos códigos, de los que no tenía idea, porque nunca había hecho historieta”.
‒Es un libro acorde con tus gustos, evidentemente Agrimbau sabe elegir dibujantes.
‒Totalmente, es amuy perspicaz. Sabe a quién proponerle un trabajo de acuerdo a las características. A mí no me conocía, y coincidimos. Cuando arranqué, me dio mucho laburo, por la composición, la narrativa, porque había que resolver cosas muy puntuales, que tenían que ser verosímiles; como el teatro ambulante que tiene el tipo dentro de un furgón. Se abrían unas puertas y estaba el escenario, con todos los personajes, mutilados y colgados con sus arneses. Ahí entraba más mi parte de mecánica, de conocer ciertas cosas, y lo pude resolver.
Editado en Francia, España, Grecia, entre los premios internacionales que ganó La burbuja de Bertold figuran el de Mejor BD (bande desinée) en el Festival de Ciencia Ficción Utopiales, de Nantes. Galardones así se reiterarán en el trabajo de Agrimbau/Ippóliti. Pero en lo personal, hay uno todavía mayor, el que el dibujante obtuvo en la prestigiosa World Press Cartoon 2010. Pero Ippóliti prefiere ser prudente: “Tengo un tema con los premios, la competencia no me gusta. ¿Por qué tiene que haber uno mejor que otro?”.
La burbuja continuó con El gran lienzo (2006), “algo que Agrimbau ya tenía previsto. Había una tercera, de la que tengo una muestra de seis o siete páginas, pero la editorial Albin Michel cambió de dueño, hubo un lío y se desarmó el equipo de editores. De todos modos, ya pasó mucho tiempo, ahora hay otros proyectos más interesantes”.
Planetas próximos
“Cuando estábamos en Europa con La burbuja, paseando en París, Agrimbau me dice: “Hagamos una en joda, más humorística y de ciencia ficción, y se la vendemos a los franceses”. Y la escribió al toque. Justo apareció el concurso que hacía editorial Planeta D’Agostini, que largaba su división de cómics; la mandamos y ganó. Había que terminarla en, no sé, cinco meses. Otra locura”. Planeta extra (2009) alterna costumbrismo, economía en crisis y exilios; es una genialidad en clave de ciencia ficción (demasiado) próxima. “El texto del guion está hecho bien al estilo nuestro, hay cosas que leés en el original y te cagás de risa por las expresiones de los personajes, algo que no aparece en la traducción para España”.
El siguiente trabajo los llevó a Córdoba y a Edén Hotel (2012), a los nazis refugiados y a un joven Ernesto Guevara. Un atrevimiento irresistible que capturó el interés de la editorial francesa Casterman. “Estuvimos casi diez días investigando en Córdoba. Agrimbau hizo entrevistas y había gente que no le daba bola, tenían miedo de que los fuera a increpar. Mientras, yo iba documentando las construcciones de la época, fotos de los paisajes. Había que recrear la década del 30, del 40, así que fue un lindo laburo. Y la mezcla que hizo Agrimbau estuvo buena, porque coincidían las fechas, y Ernesto Guevara había estado por Córdoba”. Hubo otros trabajos y álbumes en la trayectoria de Ippóliti, como el volumen 6 de L’Ordre du chaos (2016), dedicado a Albert Einstein y editado por Delcourt. “Fue un libro que me llevó su tiempo, técnicamente está bueno pero era algo más histórico”. Como sea, su interés sobresale cuando habla de su colaboración con Diego Agrimbau. El libro más reciente de la dupla es Guaraní (2018), ambientado en la Guerra de la Triple Alianza y narrado a través de un fotógrafo francés. En Argentina lo editó Hotel de las Ideas y en Francia el sello Steinkis, con un subtítulo: Les enfants soldats du Paraguay.
“Con Guaraní hubo mucho laburo de documentación, porque no tenemos mucho registro, a excepción de los cuadros de Cándido López. En la guerra civil de Estados Unidos, el armamento era el mismo y la época era la misma. Los fusiles y los cañones que se usaban eran más o menos parecidos. Con los uniformes de los soldados era un quilombo, había un poco de todo. En general vas encontrando elementos que repetís para armar una escena verosímil”. En los recientes premios Cinder, que entregan divulgadores y especialistas del medio de todo el país, el libro ganó en las categorías Mejor Guionista (Agrimbau) y Mejor Color (Ippóliti).
‒¿Cómo fue el proceso técnico de Guaraní?
‒Es lápiz sobre papel, yo trabajo en una A4, con un estilógrafo y a veces birome. Después con lápiz grafito. Esa es la base, que luego se escanea y trabajo el color con Photoshop. La burbuja está hecha con color directo en tempera y acrílico, ahora con acrílico solo pinto cuando hago un cuadro (risas).
-¿Cómo manejás ser daltónico?
-¡Me da un laburo! Tengo una paleta muy limitada por ese motivo. He pintado caras de verde porque le erro, por ahí porque hay tonos como algún ocre y algún verde y todos tienen mucho amarillo. A veces, Agrimbau me avisa: “Che, boludo, ¡a este tipo lo hiciste verde!”.
‒¿Y el próximo proyecto?
-Estamos haciendo un libro que me encanta, muy divertido, se llama Pandemonia. El protagonista es uno de estos coach motivacionales, que se atraganta con una aceituna, se va al infierno, y se la pasa diciendo que esto no puede ser, que él es alguien excelente, que ayuda a la gente. En verdad es un hijo de puta. En Pandemonia reside el CEO del Infierno, con Lucifer y todo su séquito. Es genial, tiene mucho humor, y tenés la libertad absoluta para crear mundos muy raros, con mucho de lo nuestro. Es un disfrute.