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Barullo en papel

Gonzalo Aloras: “Si el rock no opone resistencia de manera estética, no sirve para un carajo”

Cuatro bases tiene el tablero sobre el cual Gonzalo Aloras fue trazando las líneas que configuraron el mapa conceptual que rige su obra: la transversalidad. Por supuesto, los cimientos tienen que ver con la infancia, que evoca con recuerdos vívidos. Primera base: la discoteca de su padre, viajante y melómano, oyente de clásica pero también de Sinatra, Buarque, Rodríguez y Milanés. Segunda: los discos que compartía con su hermano Rodrigo, que reproducían en un Winco donde brillaban las orquestaciones de Carlitos Balá. Tercera: las escapadas a casa de su hermana mayor, donde se abría el espectro al rock. La cuarta base es la abuela materna, profesora de piano, que se convirtió en su primera maestra cuando, sobre el final de la primaria, Gonzalo vivió su propio Big Bang: el disco La la la, donde Spinetta-Páez versionaron el gran tango Grisel, que para el joven Aloras se convertiría (enseñanzas de abuela mediante) en la primera canción de su vida como músico. Con el tiempo llegarían muchas otras, con Mortadela Rancia, como solista, como productor, junto a los próceres del rock argentino (Nebbia, García, Spinetta, Páez) y también con jóvenes promesas. Pero siempre, una y otra vez, con un eje rector, con ese concepto ético y estético que lo convierte en el artista transversal.

Lo cierto es que el artista Aloras comenzó a perfilarse prontamente. Hay instantes de fascinación que, según recuerda, permiten prefigurar esa vocación. “Cuando trabajaba en casa mi papá siempre tenía discos girando –recuerda–. Hay uno que recuerdo siempre, el que grabaron en vivo Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, que me volvía loco porque era muy chiquito y en ese disco terminaban las canciones y la gente aplaudía. Ese fue un disco clave en mi prehistoria: ponía ese disco en nuestra casa de Echesortu, en calle 9 de Julio entre Lavalle y Alsina, y se armaba todo un clima. Yo escuchaba y me sentía parte de toda esa multitud que aplaudía las canciones”.

Y si había allí una fascinación, también, por el efecto que la música podía producir en los espectadores, en las reuniones familiares él mismo se lanzaba a conquistar audiencia propia: “Con mi hermano teníamos un Winco donde escuchábamos nuestros discos infantiles. Estaban los de María Elena Walsh y recuerdo particularmente uno de Carlitos Balá, que si lo escuchás hoy tiene una producción musical que parece un disco de Barry White. Bueno, cuando nos juntábamos con la familia yo traía el Winco, que estaba en una mesita con ruedas, ponía el vinilo de Balá y hacía un número, hacía la mímica y la actuación de las canciones, una especie de teatralización”.

-¿Empezaba ahí a perfilarse el artista?

-Sí, por lo que digo: en vez de ir a jugar a la pelota, a mirar la tele o meterme en la mesa a hablar, yo me paraba con el Winco a hacer el espectáculo. Está esa cosa de la fantasía, de lo fantástico. También me gustaba la magia, así que mi vieja contrató a un mago que venía a enseñarme a domicilio. En el caso de Rodrigo, mi hermano menor, lo suyo siempre tuvo más que ver con el dibujo, de hecho sigue haciendo trabajos de eso en Europa, además de lo que hace con el video y la música. Más allá de la cuestión personal, de los discos que yo escuché de chico, creo que la formación cultural, sentimental, cuando somos niños, es inconsciente. Después uno decide si va a comprar un determinado libro o disco, pero cuando sos chico el cerebro se te va armando con la información que va entrando. Hoy en día estamos en una época muy extraña respecto a las valoraciones, a las cosas que se toman por buenas, pero para mí fue muy importante que los discos infantiles de esa época tuvieran todo un tratamiento musical serio. Ese inconsciente se iba a amoldando a ese nivel, entonces cuando sos un poco más grande, no te comprás un buzón.

Tercera base: Gonzalo ya transita la escuela primaria y le permiten las escapadas al departamento de su hermana Gabriela, en San Juan y Maipú. Allí el universo discográfico era diferente al de la casa paterna. Como lo era, también, la discoteca de su otro hermano mayor, Diego, quien años más tarde conformaría la ecléctica banda Abrepuertas. “Ir al departamento de mi hermana era para mí toda una aventura –explica–. Ella tenía amigos punks, que llegaban todos vestidos de negro y ponían cosas como Bauhaus, Talking Heads, King Crimson, Frank Zappa, el primer disco de Invisible… ¡y yo venía de escuchar Balá! Esa cosa melómana de mi viejo la heredó mi hermana, pero aggiornada. Tenía también un disco de Egberto Gismonti que me encantaba poner, porque Gismonti tuvo la genial idea de poner las partituras. Yo no sabía leer música, pero ponía el disco y miraba esas partituras, tratando de seguir eso que se escuchaba”.

Benjamín García Pérez

Donde las partituras eran habituales era en casa de Elisa Beytelmann, abuela materna de Aloras y profesora de piano que solía interpretar tangos y obras folklóricas en el mismo instrumento donde el destacado pianista y compositor Gustavo Beytelmann (tío segundo de Gonzalo) practicaba durante su formación en la Escuela de Música de la Universidad Nacional de Rosario. Ese piano también fue para Aloras la puerta de ingreso a la música. Ya eran tiempos de elecciones discográficas propias, durante la escuela primaria, cuando compró La la la, de Spinetta-Páez. “Ahí se generó como un big bang, se chocaron dos mundos y nació uno nuevo –grafica–. Esos rockeros de dos generaciones distintas, uno consagrado y uno que era una promesa, hicieron que se me unieran los planetas, porque descubrí que dentro de La la la había un tema que tocaba mi abuela. ¿Cómo era eso? ¿Mi abuela tocaba un tema que acaba de salir en un disco de Spinetta y Páez? Fui a preguntarle y ella me explicó que, claro, era un tema de Mariano Mores: Grisel. Le pedí que me enseñara a tocarlo, me sentó en el piano y primero me enseñó a poner los dedos, me puso un libro de iniciación y así arranqué. Ella era rigurosa, de hecho a todo el resto de la familia que le enseñó, nunca más agarraron un piano. Pero yo tenía el deseo: quería llegar a Mariano Mores”.

Entre las prácticas en casa de la abuela Elisa y los momentos furtivos en la escuela Pestalozzi (cuando en los recreos privilegiaba el piano escolar a los juegos en el patio), Gonzalo Aloras llegó a tocar su primera canción. Grisel, por supuesto. Y si bien continuaría estudiando piano, fue la propia abuela la que reorientó el camino: “Era, y soy, medio vago para el estudio. Entonces ella se proyectó y en un momento me dijo: «Yo que vos empiezo a estudiar guitarra». Se dio cuenta de que quería tocar canciones, no ser pianista. Me allanó el camino muy bien, porque no me desalentó a estudiar piano, sino que me recomendó también estudiar guitarra”. La formación guitarrística tendría entonces como primer maestro a Nadir Dos Santos. Más tarde, tendría su paso por la escuela de música que fundaron Iván Tarabelli (su maestro de teclados y armonía de jazz), Jorge Fandermole, Juancho Perone y Lucho González.

-¿Cuándo empezaste a proyectar la idea real de tener una banda? ¿Cómo fue ese proceso?

-Después de estudiar con mi abuela, con Nadir y con Iván Tarabelli, hice otros años en un instituto de Echesortu, de música clásica. Hice varias cosas de estudio de piano. Pero el objetivo era rockear, hacer y tocar canciones, así que lamentablemente no profundicé demasiado en la cuestión técnica de ninguno de los instrumentos. Todo lo que después fui haciendo fue de manera autodidacta, por prueba y error. Y la idea o el proyecto de tener una banda creo que me ganó de mano a mí: en un momento dado en el colegio me dijeron que había un proyecto que se llamaba Guerra Santa. Ese fue mi primer trabajo: entré como guitarrista con quien después sería el primer baterista de Mortadela Rancia, Luciano Rubí (que luego se dedicó a la medicina, pero que sigue tocando la batería en algunos proyectos). Con Luciano entramos a laburar en Guerra Santa. Ensayábamos en Gendarmería y me llevaba mi viejo: el único integrante de Guerra Santa era un gendarme de apellido Gauna. Tocamos un par de veces, en algún peringundín de mala muerte y en un evento en la propia Gendarmería. Entonces antes de pensar en formar una banda ya estaba formando parte de una. Después con Luciano decidimos armar algo propio y sumamos a Lisandro Falcone en bajo. En el medio estuve en otra banda, en el colegio, pero finalmente aparece Mortadela Rancia con Luciano y Lisandro. Los tres íbamos a la Dante Alighieri, ellos mayores que yo, y hacíamos canciones y letras mías, todas muy irónicas, con mucho humor ácido, una cosa medio extraña, psicodélica, urbanista. Con esa formación hicimos el primer concierto en La Vereda del Arte. Las primeras canciones realmente eran inclasificables, porque tenían una mezcla de rock barrial mezclado con Litto Nebbia, con Ratones Paranoicos, una cosa extrañísima.

Mortadela Rancia es una banda esencial en la historia del rock rosarino. Lo que es llamativo es que, aun perteneciendo a una década (los 90) en que la diversidad de estilos era característica, fue una banda difícil de encasillar en un segmento. Ya con la formación de trío con Lisandro en bajo y Diego Giordano en batería grabaron el disco Ciudad paranoia, que el año que viene cumple treinta años, y que no puede dejar de pensarse como ejemplo de tu concepto de transversalidad. ¿Eran conscientes en ese momento de esa transversalidad?

-Por un lado es cierto que la época era muy heterogénea, empezaba el grunge, algunas bandas de rap. Se habían terminado los 80, que para mí fue la última gran década del rock nacional, y empieza el nuevo rock argentino, la cosa sónica, empieza el rock barrial. Hay un cambio de paradigma importante que para mí fue medio espantoso, porque se perdió sofisticación. Porque el capitalismo moderno no suma, reemplaza, y eso trae efectos nocivos para la vida en general, no sólo para el arte. Entonces sí, éramos conscientes. Sabía que era la manera de hacer resistencia, porque si el rock no opone resistencia de manera estética no sirve para un carajo. Había que aportar una ventana, un poco de aire fresco, una novedad. Esa novedad era justamente ese gesto transversal. En un comienzo era un poco más intuitivo, a partir de toda esa mezcolanza de música de la que venimos hablando. Y Mortadela Rancia, sin dejar de ser un trío de rock, no encajaba en ningún lado porque justamente esa idea de transversalidad estaba al mango. Ibas a nuestros conciertos y en las mesas había panfletos que hacíamos sobre alguna idea sociológica, filosófica, poética, o tal vez una letra de Bob Dylan. Es cierto que era tan difícil de encasillar, de catalogar, que nadie nos daba bola, no sabían cuál era el público o dónde meter nuestro disco… A Ciudad paranoia lo terminamos de grabar en el 94 y nos lo editaron, casi de favor, cuatro años después. Sin embargo, por esa transversalidad, por ese eclecticismo, ese disco tenía sustento, porque está atravesado por una idea, por una voz. No es un paseo por distintos estilos. La heterogeneidad tiene que estar dada por una misma línea, por mismos trazos. De hecho, cuando Fito escuchó el disco empezó a nombrarlo como un descubrimiento alucinante.

A fines de los 90 empezaste a tocar en la banda de Páez, un músico ya consagrado, de una generación mayor que la tuya. Luego, más cerca en el tiempo, como productor trabajaste con bandas destacadas que empezaban su camino (Francisca y los Exploradores, Juan Ingaramo, Intrépidos Navegantes). Y en tus bandas has sumado siempre a músicos jóvenes. El concepto de transversalidad puede funcionar a nivel intelectual, pero en tu caso parecería ser rector de tus decisiones artísticas.

-Sí, claramente lo aplico también a lo propio. Creo que es un tema de edad, de recorrido concreto. Al principio miraba para arriba, pero después de un recorrido y una cierta edad, estás en el medio. Siempre tuve esta mirada, esta filosofía, entonces se daba por sentado que mi deseo era hacer el puente. Prácticamente todo mi recorrido fue en base a rodearme de pibes más chicos para hacer cosas, aprender de ellos, pero a la vez pasar el agua para allá, pasar las experiencias. Porque si mi primer impulso fue pedirle a mi abuela que me enseñara a tocar Mariano Mores porque lo hacían Spinetta y Fito, era porque quería entrar en esa marea de cosas. Luché mucho por eso, y entré ahí: pude compartir, tener charlas y ver métodos de trabajo. Que no es simplemente decir que tocaste como sesionista con Nebbia. Yo toqué con él, fuimos amigos, compusimos juntos, escuchamos discos, charlamos, me metí a ver cómo piensa la vida y el arte. Eso me interesa más que tocar con alguien. Eso lo tuve con Nebbia, con Charly, con Spinetta, con Fito, con Juanse. Además de ser un logro es una responsabilidad, porque yo tengo esa información, y de ahí el hecho de ser un puente: si vienen unos chicos que quieren hacer un disco de determinada manera, me doy cuenta de que vendría bien aplicar el método de Nebbia o el método de Juanse. Son universos que no están escritos.

-¿Qué esperabas encontrar cuando te fuiste a Buenos Aires y qué, efectivamente, encontraste?

-A Buenos Aires fui a buscar a mis verdaderos maestros de la vida: Spinetta, Charly, Fito, Nebbia, Juanse, los Moura. También me encontré con Grace Cosceri, con Lucía Maranca, maestras no sólo de música y de canto sino también de la vida. Por supuesto que también en Rosario los tuve, pero ya había tocado en todos los lugares que había para tocar, había hecho una banda con la que sacamos un disco increíble, al que hicimos con muchísimo amor y dedicación, pero estuvimos cuatro años para que alguien nos diera bola para ver si se lo podía mostrar y editar en algún lado. Claramente, lo mío no era pegarla, aprovechar las modas del momento, sino que había ya una búsqueda intensa, decidida, prolongada, de un estilo y una estética. Para eso tenía que visitar a los maestros en persona. No sólo para hacerles preguntas y ver cómo trabajaban, sino para ver si estaba a la altura de su estilo, y si podíamos generar amistades. Fui a Buenos Aires a conocer a mis grandes maestros y, si la cosa daba para más, ver si podía mostrarles lo mío, viendo la posibilidad de intercambiar. Y eso sucedió, porque cuando uno tiene un estilo propio, eso también es tomado por el otro. Hay un pensador que dice que hay que viajar para corroborar algo, y así fue. Fui para corroborar todo eso que creía haber entendido, de qué se trataba el rock nacional y esa especie de nueva filosofía que me había transformado. Pero a la vez estaba seguro de que yo podía transformar a los demás, y eso se dio. Eso es lo que fui a buscar.

-Volviste a vivir a Rosario, y la pregunta ahora se invierte: ¿qué buscaste en tu regreso a la ciudad y qué espacios de producción pueden sostenerse hoy desde acá?

-Me gustan los números, las fechas, los aniversarios, la relación con la numerología: yo me fui de Rosario cuando tenía 23 años. Una vez que estuve 23 años en Buenos Aires me di cuenta de que no quería ser más porteño que rosarino, así que volví a la ciudad para empezar a vivir acá el año 24, dejando atrás Buenos Aires. Cuando decidí esto, llegué a Rosario y fui distinguido como músico por el Concejo, con un acto bellísimo y un concierto en el teatro La Comedia, el mismo teatro que vio a Invisible y Sui Generis en los comienzos del rock nacional. Uno puede no ser profeta en su tierra, pero puede ser poeta en su tierra. Ese retorno es lo que vine a buscar, para volver al barrio a ver quién está ahí todavía. Trayendo buenas nuevas y buenas viejas. ¿Para qué me fui de Rosario? Para corroborar cosas, para experimentar, recibir, para ayudar a otros, a nuevas generaciones, para hacer de puente. Todo eso tiene un sentido, me parece, si cinematográficamente uno vuelve al primer amor, a la ciudad, al barrio. También, sin duda, para estar de vuelta cerca de mi vieja, también de mis amigos, hacer un poco de base acá. Respecto a los espacios de producción, hay que montarlos, generarlos, acoplarse con otros, otres, y reinventar todo. Viendo qué pasa en la ciudad, en qué movidas me puedo meter. Como vengo haciendo: toqué mi disco Superhéroes (homenaje a Spinetta, Charly García y Litto Nebbia) con nuevos referentes, con chicos jóvenes que la están rompiendo. Haciendo de puente entre viejas y nuevas generaciones. Creo que hay algo simbólico, romántico, pero también político y efectivo en esto que estoy diciendo. No es solamente un tema de afectos. Es lo que uno tiene que hacer dentro de la dimensión que uno maneja. Como dice Litto Nebbia, soy un pibe de Rosario que se puso cabeza dura con una idea, sabiendo que la época era mala, que los lugares para ser compartidos cada vez iban a ser menos, sobre todo cuando uno lleva en alto la bandera de la transversalidad, de lo heterogéneo que conforma un solo cuerpo. Esa bandera de ética donde importan los encuentros, los cruces, y no tanto la fama, la guita, el ego. El arte es experiencia pura, experimentación. Aprender para compartir. Por todo esto, y más, he vuelto a Rosario. Rosario siempre estuvo cerca, pero es también la ciudad paranoia, donde la gente anda en caballos blancos sin galopar.

Benjamín García Pérez

RECUADRO 1

Prepotencia de trabajo

Tanto desde su rol autoral como en su faceta de productor, Aloras es un defensor del disco como objeto. “Si nos quedamos de brazos cruzados a ver cuál va a ser el devenir de la música según las decisiones del mercado, ya sabemos dónde va a ir: a destruir la literatura, el cine, la música, porque no le interesan los conceptos, sino la cantidad de venta”, sostiene.

-Desde tu rol de productor no podés estar ajeno al mercado, porque es tu trabajo. ¿Editar un disco es un acto de resistencia?

-Como lo hago yo, que saco el disco en vinilo, con la tapa y todo… sí. En un momento empezaron a vaciar de contenido los discos. El mercado, para tener compradores, necesita que haya una demanda alta de algo que no le cueste tanto producir. Si lo llevás al mundo cultural, eso se hace muy fácil: ¿cuánto sale grabar un disco en un estudio y cuánto en una casa con una computadora? Eso se puede llevar a todo. Con las letras de las canciones: si tengo que leer todo lo que leyeron Charly García o León Gieco, para sacar inspiración de la historia, para conocer el contexto, ¿cuánto tardo en escribir una letra? En cambio, para hablar del movimiento de la cintura, de la noche y cómo lo pasamos bien… ya está, lo hacemos en dos segundos, lo sacamos y se convierte en el tema más escuchado de la humanidad. Eso vende, y eso se paga. Si soy dueño de una compañía y tengo que esperar que venga un flaco que sea original, que la rompa, que sea profundo… si tengo que esperar que aparezca un Piazzolla… No, no se puede esperar. Después está el hecho de la gente, que te dice que le gusta, que quiere eso y pide más. Pero no hubo una revolución social de la gente pidiendo que suene reggaetón: te lo imponen. Es una cadena que se construye. El futuro es posible porque hay movimientos que parecen minoritarios, pero sumados brindan una posibilidad. No se trata de volver al pasado, porque es imposible, sino que hay que cuidar, batallar. Hacer un disco es un acto de resistencia, claro, y tiene sentido porque lo que hay que cuidar es lo transversal.

Con una misma lógica de no atenerse a los condicionamientos del mercado, este año Aloras presentó íntegramente el disco Giros en el Centro Cultural Kirchner de Buenos Aires. La apuesta fue completa: abordar la obra respetando la instrumentación y tímbricas originales, con una banda envidiable, sin prestar atención a conveniencias económicas, aniversarios rimbombantes ni repertorios taquilleros. El impacto logrado, las devoluciones obtenidas, lo llevaron a repetir la apuesta en el teatro El Círculo, el pasado 22 de septiembre.

“Si pienso en la transversalidad, y si considero que una obra es buena o mala en función de eso, Giros es el ícono de la transversalidad. Lo hizo un pibe de 22 años, sin un mango, rosarino, que en ese disco mete baguala, chacarera, tango, música brasileña, jazz… Creo que es el primer gran disco transversal de la historia del rock argentino. Por más que Spinetta haya puesto un bandoneón en algún tema o que Charly haya hecho una especie de tanguito, en Giros se da un rock transversal al mango, con muchos vectores, porque también está la poética”, destaca.

Advertido por el propio Páez, desde el primer intercambio de mensajes, sobre las dificultades de replicar las tímbricas, Aloras dedicó un año entero de trabajo hasta lograr el resultado deseado. El impacto de esa dedicación lo constató pocos minutos después de abrir el concierto en el CCK: “La gente fue a ver el show sin saber con qué se iba a encontrar. Cuando terminamos el primer tema aplaudieron como si hubiese terminado el concierto. No pudimos arrancar el segundo tema. Después del show, le escribí a Fito, y le dije: «Qué hermoso, a esta altura, corroborar que todo el trabajo, la dedicación, el detallismo, se traducen en emoción»”. Porque hice un trabajo de sofisticación extrema, que ni el músico más preparado quizás podría dilucidar. Sin embargo, se siente. En esta era donde se supone que estamos todos insensibilizados, acostumbrados al McDonald’s, una cosa que tiene detrás tanto trabajo se percibe. En tres minutos de canción se siente todo ese trabajo”.

RECUADRO 2

El síndrome de Greta

Si de objetos se trata, en 2022 Aloras amplió el espectro y publicó El síndrome de Greta, su primer libro, al que reconoce como clave: “Ahí está la cuestión sociológica y filosófica que me ha interesado siempre, pero en relación a algunos eventos epocales, actuales, aplicados a esta idea de transversalidad como herramienta estética y política para luchar contra los males de este mundo. Llamémosle capitalismo negacionista, capitalismo feroz que se apodera de las subjetividades, de los cuerpos, las mentes, el arte, el deporte, la vida doméstica, los jóvenes. En estos días hablaba con mi pareja sobre esto: el modo en que está escrito el libro es un modo transversal. Hay dos conceptos que propongo, dos palabras nuevas: una de ellas es est-éticas, hay una decisión ética en relación a lo que uno hace estéticamente, pero también en la vida cotidiana. Y después está la «creactividad», que tiene que ver con una creatividad específicamente aplicada contra la norma y los poderes. El libro, como fue en su momento Ciudad paranoia, tiene un estilo, pero no se puede catalogar, no se puede poner en una batea”.

El libro, que ya lleva tres ediciones, puede encontrarse, como no podía ser de otro modo, en una disquería: Music Shop (Sarmiento 778, Rosario).

Por Edgardo Pérez Castillo

Periodista, guionista y trompetista criado en Rosario. Dediqué mi camino periodístico a la difusión de la cultura de esta ciudad durante 18 años como redactor y editor de Cultura en Rosario/12. Desde 2008 como productor y guionista en Señal Santa Fe. Y ahora, también, haciendo Barullo.

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