“El bandoneón hay que tocarlo con un poco de bronca, de violencia. Hay que golpearlo, pegarle, exigirle todo. Yo no concibo a alguien que toque el bandoneón como si fuese un nenito que está haciendo pis; hay que tocarlo con todo lo que uno tiene adentro. No se lo puede tocar como un clavicordio; hay que emplear otro tipo de fuerza, es algo más físico. Como dice el «gordo» Federico, hay que tocarlo con todo el peso del cuerpo. No hay que tocarlo como dicen algunos fanáticos técnicos, abriendo y cerrando. Cerrando, jamás se podrá frasear el bandoneón; no podés hacer nada. Yo diría que ni el diez por ciento de las notas que toco las toco cerrando. Empleo el cerrando simplemente por una necesidad de respirar con la jaula, pero el noventa y cinco por ciento de las notas, cuando tengo que cantar una melodía, las tengo que cantar abriendo. Porque de esa manera se goza lo que se toca. Cerrando no se goza un pirulo, cerrando el bandoneón es cero, nada”.
Astor Piazzolla (en entrevista de Guillermo Saavedra, diario El País de Montevideo), octubre de 1988, con el Sexteto en preparación.
El Sexteto Nuevo Tango (1989) fue la última formación de Piazzolla. Aun en su corta existencia (duró menos de un año), agrega detalles distintivos en la tímbrica, en el modo compositivo y en el concepto de improvisación piazzolliano. Con respecto al Quinteto, disuelto el año anterior, Piazzolla reemplaza el violín por el cello e incorpora un segundo bandoneón. Efectos sombríos se suman a una excitación febril, que con una redundancia tímbrica en lo grave explora –dirá– “la negrura del tango”, sobre todo en las obras especialmente escritas para el grupo: Sex-tet, Preludio y fuga y Luna. Es en estas obras en donde el Sexteto obedece al papel central de los dúos de bandoneón (y en casos a los solos del cello): el resto de los instrumentos parece preparar su entrada o gestar la salida de esa sección. A diferencia del Quinteto, más dialogante, lo bandoneonístico presenta un carácter acentuadamente recortado, casi aislado del grupo que parece silenciarse con cierta brusquedad o arremeter como desentendiéndose del entrelazado de los solos de los bandoneones.
Con la incorporación de un segundo bandoneón Piazzolla busca una especie de alter ego, de extensión de sus dedos y su estilo (los años de solista lo condicionan), lo que termina otorgando al dúo de bandoneón la característica de una especie de diálogo con él mismo, donde la intensidad del fraseo es protagonista: un esfuerzo por reunir esas dos maneras piazzollianas en una sola figura: el arabesco impulsivo y la hondura del vibrato, el fraseo irregular y lo organístico (magníficamente resuelto por Binelli).
El otro rasgo decisivo es la importancia de Gandini en el Sexteto, que no se reduce a su virtuosismo pianístico, lo que Gandini introduce en su trabajo de improvisación lleva las huellas de su obra como compositor de música contemporánea. Este nuevo detalle comprueba la capacidad de la música de Astor de alojar sin fisuras, en el clasicismo tonal de su estructura, las ráfagas atonales de Gandini.
El Sexteto más estable lo conformaron Astor y Daniel Binelli en bandoneones, José Bragato en cello, Gerardo Gandini en piano, Horacio Malvicino en guitarra y Héctor Console en contrabajo. Inicialmente, en algunas presentaciones, Julio Pane fue el segundo bandoneón, y sobre el final Angel Ridolfi toma el lugar de Console y Carlos Nozzi el de Bragato.
Publicado en la ed. impresa #18