El hecho ocurrió por zona sur, en una calle arbolada. Una casa vieja y el pibe que la hereda. Sin saber qué hacer con ella, ya que está casi en ruinas, una noche siente encendérsele una lamparita —voy a poner una Mansión del Horror. Y a la mañana escribe una carta a la compañía Disney. Transcribo algunos párrafos: «…y como ustedes van a liquidar algunos juegos con monstruos, quisiera saber si ya están a la venta, los precios y el valor del envío…».
Una noticia aparecida en un rinconcito del diario lo empujó a la peregrina idea de ofertarse como comprador. Nada respondieron —que se metan sus cosas en el culo, yo voy a hacer mis monstruos pero de carne y hueso— me dijo una mañana. En la vieja casona organizó un laberinto con plástico negro y unas luces que se encenderían al paso del visitante. Una copia de lo que fuera el viejo Tren Fantasma del parque Independencia. Sobre las ochavas colocaría gente disfrazada de dráculas, zombies, frankensteins, momias y demás criaturas. Un equipo de sonido con gritos y música de película de miedo haría el resto. En la entrada -una puerta de garaje desmontada- habría una barra y unas mesitas para expendio de bebidas. La entrada sería módica y la gente del lugar -barrio pobre bañado por la luna y las luces policiales- habría de asistir al fenómeno. Era una fija. Así ocurrió: en el día de la inauguración la gente humilde ya formaba una cola de casi una cuadra. El pibe estaba exultante como un inventor ante su prodigio. —Te lo dije, te dije que iba a funcionar— decía mientras me apretaba el brazo. —Vamos a poner después arañas humanas (?), lobizones mecánicos de tres metros y en el fondo una pileta de lona con cocodrilos verdaderos. Lo miré mientras contaba los billetes. Los miraba muy fijo. —Eso sí, voy a pedir que tomen menos, hoy hubo empujones y mala onda.
Todos los fines de semana se repetía el ritual y olvidado de su promesa cada vez el pibe ofrecía más cosas: entradas al 2×1, bebidas alcohólicas baratas, fotografías con los disfrazados. Pero algo siniestro empezó a ocurrir: vaya a saberse por qué causa los muchachones habían agarrado especial encono con King Kong. Y cuando aparecía, lo molían a palos. No sé, hay seres que despiertan sorpresa y miedo: el gorila despertaba risas y bronca de parte de los morochos del barrio, que quizás verían en la figura el alma punitiva contra todos sus males. Además a veces descubrían quién estaba bajo la máscara. —¡Mirá, es el hijo de puta de Tito!—, y como cobrándose alguna deuda imposible de verificar lo dejaban tirado, ensangrentado.
En el Hospital Sáenz Peña vi muchas veces en su guardia a unos tipos -siempre eran distintos- vestidos de simio, con su cabeza marrón en la mano y atontados a palos. Así fue durante todo el verano. El calor dentro del traje seguramente descompondría. El pibe se quejaba: “Nadie quiere trabajar de King Kong”.
Pagaba una miseria y no le importaba la salud de sus monos. Se corrió la bola y se sabe cómo son estas cosas. El negocio floreciente podía caerse pues eran muchos los que venían por la atracción extra: fajar a un gorila, ignoto o reconocido. Luego dejaban un tendal. La gente empezó a ralear por miedo. Cuando ya no se pudo más e internaron al último valiente, paulatinamente la Casa del Terror -sus letras chorreantes de rojo desde lo alto- empezó a decaer, cansada la gente con lo que fuera novedad unos meses atrás.
Así fue que esa tarde, mientras bebíamos en el patio y habiendo contemplado el laberinto destrozado, los papeles en el piso, los puchos propiciando el incendio, las latas de cerveza tiradas, el olor a derrota, el pibe filosóficamente largó el humo de su cigarrillo y me tiró aquella frase, resignada y final: “Estoy hecho mierda, voy a tener que cerrar. No me duran los kinkones”.
Publicado en la ed. impresa #06.