
Los encontré en la esquina de Pellegrini y Laprida, acá en Rosario. No recuerdo si salían de la farmacia de la esquina o del bar que está a metros. Era de noche. “Me dijo Reynaldo Sietecase que te gusta el jazz, tenemos que hablar”, me increpó el hombre, de anteojos enormes y voz con tono de garganta con arena. Su compañera observaba en silencio. No recuerdo qué le respondí a ese hombre desconocido que me llamaba por mi nombre y me abordaba como a un amigo de siempre. Ese gran hombre era el gran poeta Mario Trejo y su compañera era Rochelle, la hija de Michelle, la mujer que arrastró al Gato Barbieri a Italia, al mundo, clave en la vida del saxofonista rosarino.
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A siete días de secuestrada la copia cinematográfica de Último tango en París, el diario La Nación publicó una noticia fechada en Rosario informando que la Liga de la Decencia -cómo olvidar a nuestra entidad censora de todo los tiempos- había cursado sendos telegramas al juez y al ministro de Cultura felicitando por la prohibición. El que vio la película fue el médico siciliano Nicola Garnesi, un septuagenario que expiró en una sala palermitana, víctima de un ataque cardíaco. ¿Cuándo vi por primera vez Último tango en París, la pornográfica, la de la manteca, censurada por los almas decentes de la ciudad? Supongo que en El Nilo o el San Martín, los cines donde los pibes entrábamos a ver una de sexo (y no de saxo).