Temblando, seguí hasta el puerto como si nada hubiera pasado. Pero había pasado.
Y pasó tal cual lo acabo de contar.
Me llevé el recuerdo a Nueva York
y más allá. Me lo llevé donde quiera que fui.
Todo el camino hasta aquí, hasta la terraza
del Jockey Club de Rosario, Argentina.
Desde donde miro el ancho río
que devuelve la luz de las abiertas ventanas
del comedor. Me quedo fumando un cigarro,
escuchando el murmullo de los socios
y sus mujeres adentro, el leve sonido
metálico de los cubiertos contra los platos.
Raymond Carver, Cubiertos (fragmento)
En el siglo pasado, más precisamente en 1984, yo dormí con Raymond Carver.
Bueno, no. O sea, sí: un dormir literal, mientras el mismísimo autor de Catedral en persona, en vivo, en forma presencial, leía un cuento arrullador, un diálogo del que mi precario inglés de entonces sólo me permitía comprender el final insistente de cada oración: “she said”, “he said” (“ella dijo”, “él dijo”). Fue en el salón de actos, cuando yo estaba en primer año del traductorado de inglés del Instituto de Enseñanza Superior Olga Cossettini. Si mal no recuerdo, ya por entonces reemplazaba el hábito de soñar con el de mirar tres películas seguidas en VHS en el bar que Raúl Marciani tenía a la vuelta del IES, entonces INES, que quedaba en la manzana de las calles Entre Ríos, Corrientes, Mendoza y San Juan, donde está el Normal Nacional Superior en Lenguas Vivas Nº 1.
Vi a un hombre que se sentó ante el micrófono y saludó con una voz gris, plana, neutra, opaca. El hombre era como la voz. Todo cuadrado, todo gris. Tenía el traje gris, plano, liso. El pelo gris. La piel gris. Los ojos grises. Unos anteojos verdosos, grandotes, de miope, enormes, cuadrados. Era todo cuadrado y gris. Una grisura sólida: eso era Carver. Su manera de leer, de pronunciar cada frase, era como si él estuviera muy detrás de sí mismo, o como si no estuviera, o como si no hubiera nadie allí: él estaba muy adentro, no a flor de piel, sino más atrás, como si la cara fuera una pared, una máscara, con el tipo escondido detrás. Leyó un solo cuento, de seis páginas… Cada frase parecía medir exactamente lo mismo que la anterior. Y cada página parecía decir lo mismo que la anterior. Era como una salmodia gregoriana. Porque se trataba sólo de un diálogo, entre un hombre y una mujer: “Larara-larara-lará, she said”, y después: “Larara-larara-lará, he said”. Ni siquiera movía la cabeza. Ese mismo ritmo, esa misma estructura sonora, durante seis páginas… ¡Me quedé dormida! Creo que fue en la segunda página. Escuchaba un murmullo de fondo: la voz de él. Me dormí cuando dejé de esforzarme por entender algo. De la lectura de él me despertaron los aplausos.
No teníamos internet ni celulares conectados en 1984, y por entonces la idea de conversar con desconocidos a través de una red de computadoras en interfaz era un delirio de ciencia ficción psicológicamente inverosímil. Yo dibujaba para no dormirme: retratos de las “profes” que pasaban de mano en mano entre risitas. A la de Lengua Inglesa no le gustó que una tarde le levantara la clase el presidente del Centro de Estudiantes porque leían en el salón de actos “dos yanquis a los que no conoce nadie”, como gruñó ella con un rictus de desprecio mientras salíamos todas por la puerta. Eran Tess Gallagher y su marido Raymond. Ella era un encanto. Presentó y leyó con voz expresiva dos poemas: uno sobre un niño irlandés obligado a hablar en inglés y otro inspirado en una lectura anterior en Brasil, donde una niña le había regalado flores. Me puse a dar saltos de alegría como un caniche toy cuando Tess leyó su traducción al inglés de un poema de mi ídola, Alejandra Pizarnik. Pero no pude evitar subir a decirle –después del recital, luego de que los aplausos me despertaron del sopor en el que había entrado hipnotizada por la voz de encefalograma plano de su cónyuge– que Pizarnik se pronunciaba con acento en la segunda i. Prometí escribirle. Nunca lo hice. Cuatro años más tarde, casi me caigo del sofá donde leí la noticia: había muerto Raymond Carver, uno de los mejores escritores del siglo. No me asombró tanto la muerte –un déficit común al 100% de los seres vivos– como su status literario y el hecho de haber estado yo a medio metro. En la cocina estaba mi madre y le conté. No me creyó. O no le importó. Seguí contando esta historia. Se la conté a Daniel García Helder, Martín Prieto y Josefina Darriba a la salida del estreno porteño de Pulp Fiction. Poco después, en Rosario, se la conté a Patricia Suárez, quien convenció a Elvio Gandolfo de que me entrevistara. La nota fue publicada en la revista V de Vian que dirigía Sergio Olguín. Salió en el número 22, de marzo de 1996, como parte de un “informe especial” sobre Carver. Elvio ya era un escritor reconocido y la editó con la calidad literaria de un buen cuento. Al chiste que da título a la nota lo adapté de la sección de humor político de la Guerra Fría de Selecciones del Reader’s Digest. Nos reímos mucho con Elvio en el bar La Sede, donde me entrevistó, cuando decidimos titularla: “Yo dormí con Carver”.
Volví a contarla en una entrevista de 2011 para La ciudad y las palabras, un documental de Gustavo Postiglione sobre los literatos de fama mundial que visitaron Rosario. Y en el estreno, al escuchar a los otros entrevistados, me bajó la ficha: ¿no me habían creído? De mal grado aceptaban que Carver había estado en la terraza del Jockey Club, inaccesible a la plebeya intelectualidad local. ¿Se veía o no se veía el río Paraná desde ahí? ¿Es el poema Cutlery (publicado en la página 38 del The New Yorker el 24 de marzo de 1986) un montaje o una toma documental? Ponele. Pero… ¿en el salón de actos de un instituto terciario? ¿Y cómo llegó? Hasta donde pude saber atando cabos con aquel estudiante que levantó la clase –hoy un honorable colega traductor–, la ilustre visita fue una iniciativa de Fanny Fukhs, quien tenía en aquella época algún cargo o influencia en dos instituciones locales vinculadas a la lengua inglesa: Aricana (siglas de “Asociación Rosarina de InterCambio Argentino-NorteAmericano”) y el entonces Instituto Nacional de Enseñanza Superior Olga Cossettini. El “mito” de Carver en Rosario integra una novela donde Víctor Cagnin combina ficción y no ficción; titulada El poeta perdido entre martes y jueves, fue publicada online en 2012. Me consultó.
Volví a contarla en 2014 por radio para “Juana en el Arco” y en 2015 por escrito para el suplemento Radar. Añade leña desde España –Barullo mediante– Miguel Roig, según quien opino que Cagnin “exagera” al comparar a Carver con Roger Moore (actor de la saga James Bond; usé el eufemismo “embellecimiento” en mi nota de 2015). Y pensándolo bien, se parecen: en las fotos. Pero Carver vivo, en mi visión privilegiada de testigo que de a poco se desdibuja en el recuerdo, me resultó una presencia color ceniza. Acaso estaría enfermo del cáncer que lo mató en 1988, con apenas 50 recién cumplidos.
Me puse a imitar su estilo minimalista. El Diario de Poesía le dedicó un dossier (“Raymond Carver, poeta”) en su número 12 de otoño de 1989. Me hice adicta al detalle visual, a la “epifanía” (sigo sin poder explicar qué es, pero tengo la sensación); a la parquedad en el decir que arme una superficie bajo la cual se sospechen mares de afecto contenido. Coincido con Miguel Roig en que la mejor traducción de Cutlery es la de Mirta Rosemberg y Daniel Samoilovich. Se publicó en aquel dossier del Diario de Poesía; se reprodujo en Rosario Ilustrada, guía literaria de la ciudad (Editorial Municipal de Rosario, 2004; 2013) y en el suplemento Radar del 1º de marzo de 2015; se recita en la película de Postiglione y he copiado un fragmento al comienzo. Para terminar, sólo resta decir que Raymond Carver ya es un poeta rosarino más. Porque la traducción citada lo integra al objetivismo regional. Esa es la magia de las traducciones: hacer nuevas sinapsis en las tradiciones literarias. Y porque estuvo acá. En Rosario. Como si nada hubiera pasado. Pero había pasado. Y pasó tal cual lo acabo de contar.
Publicado en la ed. impresa #11