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Barullo en papel Columnas

El punto Esmirna

“Resistimos tramando hilos en silencio o tirando vigas para derribar semblantes”, escribe Luisina Bourband sobre la muestra Revolucionistas, rebeliones y feminismos.

Salgo de casa un sábado que me había prometido puertas adentro, un cambio de planes para atrapar la última oportunidad de verla. Al cruzar la plaza Montenegro yendo por San Luis me recibe un  pentágono  de metal vestido por pasacalles, un tanto alejado de la entrada. Puede funcionar como un preludio o un desconcierto para algún que otro distraído porque se funde con facilidad con el paisaje bizarro del centro. Las frases me impactan de diferentes maneras, algunas por precursoras, otras por su valor histórico, un par por su negación de lo inconsciente y excesiva creencia en el yo: “La maternidad no es destino”. “Igual trabajo, igual salario”. “Nuestra historia no es sólo de sumisión, sino también de rebelión”. “Queremos votar”. “Yo aborté”. “Lo que llaman amor es trabajo no pago”. “Basta de falocracia, reivindiquemos el clítoris”. “No nos callamos más”.

De cara a la puerta un ejército de cuerpos espectrales que vienen marchando hacia nosotros recibe a los que entramos. Gigantes carteles realizados en un material traslúcido que flamean a nuestro paso,  fotos en blanco y negro de mujeres de todas las edades en distintas marchas recientes. Espíritus joviales, alegres, vivos. También las hay sufrientes, su cara abarrotada de bronca, el rictus en el instante previo a explotar en un cántico, una demanda, una acusación. Me detengo en la foto de Josefina de Iriondo: Nosotras paramos, 19.10.2016. La tristeza en los tres rostros, miradas al vacío, harapos cuasi teatrales. Una pesadumbre  infinita que podría ser de hoy o de hace cien años, o de quinientos.

Al girar el cartel que nos recibe se explica que se trata de una muestra “anfibia”. Siento júbilo al entender que las organizadoras han encontrado esa denominación que yo misma he buscado, que las desobliga de la tiranía del archivo, de la pureza del dato, de la erradicación del mito. Aunque lo que veremos se sustente en archivos y datos, no se aleja del decir y el creer comunes. No deporta la ficción de la experiencia a lo irreal. No pretende ser exhaustiva sino artesanal.  

Una habitación oscura cubierta de varias pantallas invita a sentarse en pequeños bancos de madera desperdigados en el centro del lugar. Habla una de las seis mujeres rosarinas que estuvieron presas en Devoto durante la dictadura. Las presas en Devoto fueron 1.200 y les decían cuando entraban que de allí iban a salir muertas o locas. Juntas armaban estrategias de resistencia por la vida, que los actos más comunes como bañarse, comer, escribir fueran rituales simbólicos que las recordaban humanas, bastiones contra la destrucción. Pero también, y ahí me sorprendo: bordaban. A las toallas que les llevaban los parientes les quitaban uno a uno los hilos de colores, y de los lápices de madera tallaban agujas. Bordaban pequeños objetos que pudiesen esconder en sus partes íntimas en las requisas. “Como este -dice la entrevistada, y muestra un monedero mínimo bordado con una tortuga-. Mi madre lo tiene como un camafeo y les cuenta a los bisnietos de qué se trata”. Pienso cómo fue que ese monederito resistió al tiempo, qué potencia habrá tenido ese objeto transicional, la bolsa hecha a punto cruz y punto sombra, ese punto que se teje para atrás. El tejido como un lenguaje que permite amarrar una historia de a trozos, de a relatos, de a ficciones, como quien remienda una prenda para poder decir es la vida puesta en la bolsa, no la bolsa o la vida. “Las  mujeres somos de revolver -dice otra voz-, venimos de una historia de revolver el guiso”, mientras agranda sus ojos que son de complicidad, de nada más que agregar.

La muestra es pequeña comparada con otras pero minuciosa, trabajosa, determinada. Voy salteando fotos y explicaciones que no alcanzaré a leer. Mujeres maestras de principio de Siglo. Futbolistas. Huelguistas. Libertarias. Seguidoras de Evita. Montoneras. Villeras. Madres buscando a sus hijos desaparecidos. Abogadas. Artistas. Abortistas. Escritoras. Meretrices. Registro, comparo, me instruyo, me emociono.

Ahí llega el tercer impacto. No esperaba encontrarme con un tapiz. Así como los que yo hacía cuando era chica, es una mujer de espaldas, pollera azul, pelo negro, corriendo se aleja. A su derecha hay una especie de montículo naranja que podría asemejarse a un estorbo ardiendo, una pira bíblica, un coche a punto de estallar.  Se llama La chica del palo y es de Florencia Garat, de 2017. Lo que me impacta es recordar vívidamente y luego de tantos años cómo se llama ese punto, el del montículo que sobresale. Es el punto Esmirna. Así me enseñó mamá y así cuando tenía doce o trece años después de mirar obsesivamente el tapiz que yo misma había hecho me dirigí con firmeza  al baño y corté mi flequillo que quedó como un felpudo punto Esmirna. El peluquero al que me llevó mamá dijo que no había nada que hacer. Así, como una novia punk en nupcias con Dios me llevaron a la iglesia a tomar la confirmación a pesar del acto de protesta que nadie entendió.

Mi abuela Maruca, que fue una militante de su pequeña trinchera, su cocina-comedor, nos decía “no se casen, gurisas, estudien”, en una época en que había que elegir entre una cosa y otra, mamá que, luego de conseguir su primer trabajo de maestra normal, soportó durante meses, en silencio, el descontento de papá que la llevaba en la chatita sin hablarle. Historias de deseo, de decisión, de detalles. Mujeres de revolver el guiso, del cuidado y el alimento, a mujeres de revólver, como Tania, la compañera de lucha del Che en ese momento bravío de dejar de ser la espía hogareña para ser la que va al frente de la batalla.

Las mujeres no-todas hacemos historia anfibia porque somos anfibias. Resistimos tramando hilos en silencio o tirando vigas para derribar semblantes. La diferencia sexual es una cuestión de acento, quizás, no más que eso, pero lo que es seguro es que algo de la posición femenina hace a un tratamiento del trauma que posibilita seguir con la vida. Como decía mi profesora Laurita Manavella, que lo aprendió de Winnicott: las mujeres después de los bombardeos salimos a barrer la vereda, lo decía siempre, lo dijo muchas veces. Y yo colgué frente a la mesa donde estudié mi carrera una foto en blanco y negro que había encontrado en una revista: mujeres barriendo entre los escombros, delimitando en el desastre una parcela para seguir viviendo, quién sabe cuánto, quién sabe cómo, quién sabe hasta qué nuevo bombardeo. Hoy, o hace cien años, o hace quinientos. 

Publicado en la ed. impresa #02

Por Luisina Bourband

Entrerriana de nacimiento, llevo más tiempo de mi vida viviendo en Rosario, con escalas en Buenos Aires y Madrid. Soy psicóloga, practicante de psicoanálisis. Como escritora he publicado contratapas en Rosario/12, el libro Maternidad intratable y participado en las publicaciones Antología de la calle inclinada y Escribiendo por la memoria.

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