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Barullo en papel

Una noche en La Marina

Por Facundo Petrocelli

Fotos: Sebastián Vargas

Tengo que comer la fabada asturiana y sobrevivir. Porotos blancos nadan en una sopa azafranada de un color naranja iridiscente. La morcilla parece un barco encallado en el centro de ese océano vaporoso. A poca distancia, un chorizo colorado flota a la deriva. Y sobre el borde del plato una rodaja de panceta brilla sobre el caldo espeso.

Es lunes, es de noche y afuera garúa como dice el tango. Aunque es otoño y hay humedad, se siente en los huesos el aire fresco que trae un viento gélido del sur. Salgo de casa en bicicleta y agarro por el bajo. Avanzo por la avenida empedrada que bordea la costanera. Los semáforos y faroles emiten una luz tenue mezclada de bruma. Cruzo la mole imponente de hormigón revestida en mármol que representa la nave de la patria y es el símbolo de esta ciudad. Subo por Rioja hasta 1º de Mayo. Ato la bici en el árbol de la esquina y bajo los escalones que conducen a una mesa minúscula en el fondo del salón donde me siento. Fabián, el mozo, me acerca la carta y me fijo en las especialidades de la casa. Elijo la fabada. Es una prueba de fuego para mi estómago frágil y delicado, propenso a la gastritis. Pero tengo que escribir una nota sobre este bodegón subterráneo que parece una postal de fonda española. Y quiero probar el sabor auténtico de la cocina asturiana, cuyas hornallas aquí se mantienen encendidas hace más de medio siglo.

Don Manuel Viñes nació en Tazones, una aldea marítima en el corazón de Asturias. Wikipedia informa que tiene tan solo 219 habitantes. Que en el pasado vivía de la caza de ballenas. Que, entre sus acantilados, se han encontrado huellas de dinosaurios. Que es uno de los pueblos más hermosos de la costa cantábrica. Quizás de allí provenga el nombre La Marina con que los hermanos Viñes han bautizado a este tradicional comedor que funciona desde 1970 y donde todo el mundo que viene se siente como en casa.

Pero la historia en este restaurante comenzó antes. Don Manuel se instaló en Buenos Aires ni bien llegado de Asturias después de la Guerra Civil española. Allí junto a su esposa fundó un bodegón que servía minutas en el barrio porteño de Villa del Parque al que llamaron Arturito, en homenaje al primogénito nacido en la nueva patria: José Arturo. Mientras tanto, sus hermanos, don Ángel y don José, habían recalado en Rosario y decidieron correr la misma suerte en el rubro gastronómico. Promediaban los años 50, la ciudad contaba con uno de los puertos más importantes del mundo y una actividad fluvial frenética. Allí, cerca de la ribera, los hermanos asturianos hallaron un solar ideal –ubicado en 1º de Mayo 902– donde abrieron un bar y fiambrería con despacho de bebidas para trabajadores portuarios, changarines y marineros que bajaban de los buques mercantes por un aperitivo, un sándwich de jamón y una partida de cartas. Así nació la primera fundación de La Marina. Una foto en blanco y negro de 1960, colgada en la entrada al salón, recuerda ese primer mojón de la historia del emprendimiento familiar. El flash de la cámara captura al hermano mayor don José, brazos en jarro, en la vereda del antiguo boliche, mientras un auto dobla en la esquina de calle Rioja. En el fondo se alza la torre del Monumento a la Bandera y en la ochava opuesta se observa el inmueble que acapararía una década después el destino del clan Viñes. Un proyecto de construcción de un edificio hizo que el bar, tras dieciocho años de servir a parroquianos sedientos, tuviera que cerrar sus puertas. Y los hermanos se separaron. José optó por otro rumbo. Ángel, en cambio, no quiso alejarse del barrio, ni de los clientes que se habían convertido en sus amigos. Entonces propuso a su otro hermano, Manuel, que vivía en Buenos Aires, encarar juntos un nuevo proyecto gastronómico. La sangre de la familia pudo más. Manuel accedió, vino a Rosario y se instalaron en el subsuelo de la propiedad enfrente del bar demolido donde funcionaba una droguería que acababa de fundirse. Agregaron una cocina, ampliaron el salón y, al poco tiempo, el negocio dejó de ser un bar de paso para transformarse en restaurante. Así fue como en 1970 los hermanos Ángel y Manuel Viñes junto a Dolores e Inés, sus respectivas esposas, fundaron por segunda vez La Marina Restaurant y Bar en la esquina que hoy ocupa en 1º de Mayo y Rioja.

Meterse en lugares como este puede que sea un alivio momentáneo cuando afuera cunde la violencia y un helicóptero de la policía sobrevuela la ciudad. Más aún, en una noche lluviosa y fría. Porque, apenas deslizarse por la escalera que conduce a este bodegón bajo la superficie de la calle, el salón contagia una sensación de abrigo. Irradia un clima de placidez familiar que enseguida abraza al recién llegado. Las mesas, cubiertas con manteles de hule, están alineadas unas al lado de otras con una proximidad que no resulta incómoda, sino más bien, amable. Hay un ritual de encuentro que ronda en cada una de las conversaciones. Un gesto dulce, una mirada risueña, un brindis distendido. El espacio de las paredes es disputado por incontables fotos familiares, cuadros, mapas, banderines, gaitas, afiches de sidra y paisajes que remiten al punto de partida del periplo: el terruño bañado de mar en Asturias. En un pizarrón amurado se exponen, garabateados en cursiva con tiza de colores, una veintena de platos típicos españoles: guisos, mondongo, rabas, empanadas de pescado de mar, abadejo, paella, tallarines mariscados, calamares con arroz, empanada gallega. Los aromas emergen de las bandejas que los mozos llevan de memoria a cada comensal.

Con prestancia y oficio, Fabián anuncia el plato humeante que deja en mi mesa, casi sin mirarme, con un movimiento de malabarista. “Aquí está la fabada asturiana. Que la disfrutes amigo, está buenísima”. No alcanzo a decir gracias, que ya está en la mesa vecina llevando la cuenta, mientras vocifera “son cien mil dólares”. Recibe como respuesta una carcajada, devuelve un guiño cómplice y retoma la marcha con paso ligero hacia la cocina a buscar otra comanda. Una coreografía repetida en el tiempo: Fabián lleva quince años trajinando bandejas y charlando con clientes que siempre vuelven. La antesala desborda de gente que espera por una mesa libre. Fabián pasa rapidísimo y hace un chiste a un matrimonio grande. Parece ser la contraseña de este lugar: la sonrisa compartida.        

José Viñes se siente rosarino, aunque su documento indica que nació en Buenos Aires. Es el hijo mayor de don Manuel, uno de los dos hermanos fundadores, quien hoy con 88 años se ha retirado del negocio. El otro, don Ángel, falleció. José y su hermano Víctor son los actuales encargados que mantienen vivo el legado familiar. También se suman Santiago y Valentín, hijo y sobrino de José, jóvenes de la tercera generación Viñes, quienes ya están haciendo sus primeras armas en el comedor. José tenía seis años cuando sus padres volvieron de Buenos Aires para abrir el restaurante junto a la familia del tío Ángel. Señala a Barullo un vértice delante de la caja registradora en la barra de entrada: “Hacía la tarea del colegio en esa mesa. Recuerdo a los doce años salir del La Salle y venir a comer. Nos criamos acá adentro. Mi hermano más chico tenía un corralito ahí, en ese rincón”. Desde el principio hubo una división de trabajo: las esposas (Dolores e Inés) tomaron el mando de la cocina y los demás servían. El salón tenía un sitio reservado para el amor secreto y otro para la familia. “El local era más reducido, no como ahora. Antes había un sector reservado y separado por un biombo, con tabiques y cortinas, donde venía gente de citas, a tomar una copa”, cuenta José. Con la velocidad del boca a boca que disparó la fama de los platos y postres caseros del bodegón, los reservados cedieron paso al barullo constante de un salón colmado por familias y amigos. Los Viñes se turnaban en las tareas con una disciplina espartana: al mediodía le tocaba a la brigada compuesta por Manuel, Inés e hijos (José, Víctor y Alejandra) y a la noche cumplían el relevo Ángel, Dolores e hijos (Angelito y Mercedes).

José, a diferencia de su hermano Víctor y los primos, estuvo un período alejado de La Marina. Vivió un tiempo en España, donde nació su hijo Santiago. Allí, entre otras ocupaciones, continuó vinculado a la gastronomía. Trabajó en una casa de comidas de un hotel. Al cabo de cuatro años, le picó fuerte el deseo de volver. En un péndulo que parecerse repetirse en el ADN familiar, José regresó a Rosario. “Nos volvimos. Esto estaba funcionando de otra manera. Así que decidí buscar por otro lado. Estuve trabajando con la gente del Wembley y en El Viejo Balcón. Después tuve una breve experiencia en El Cairo. Siempre como encargado. Yo no sé cocinar. Y llega un día que me dice mi viejo «che, tenés que volver, yo te necesito». No sé qué letra ponerle a este tango, pero me reincorporé. Decidí volver”, relata con un leve brillo en la mirada. La vuelta al pago fue en 2004. Desde entonces José es el vigía de este crucero que sigue navegando sin detenerse a través del tiempo. El tango dice “Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…”. Y los más de cincuenta de La Marina parece que tampoco.

Hace pocos días el Concejo Municipal aprobó una ordenanza que crea el Catálogo de los Bares y Bodegones Notables de Rosario con el objetivo de revalorizar estos espacios que transmiten calidez y pertenencia y que, sin duda, forman parte del patrimonio cultural rosarino. La Marina figura en esta selección junto a otros 28 locales gastronómicos que se destacan por su trayectoria y significación histórica para la ciudad.

Doy el último bocado y en el plato ya no queda nada. Solo la piel de la morcilla. Aparece Fabián, el mozo estrella del comedor, justo antes de que lo llame. “Parece que anduvo bien, che” dice mientras levanta el plato. “Para un postrecito”, me deja la carta y se aleja silbando. Abro, opto por un flan con dulce de leche y leo en la última página: “El consumo de fabes se remonta en Asturias al siglo XVI. La variedad de alubias que se emplea en la fabada es la que se denomina de la granja, es una variedad suave y mantecosa apropiada para este plato. La receta revela un origen humilde y rural. Los inmigrantes asturianos por el mundo dieron cuenta de este plato allí por donde fueron”. 

Por Redacción Barullo

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