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Barullo en papel Recorridos

Teatro El Círculo: un lujo para la ciudad

Los recorridos hilvanan una historia de altibajos económicos con apuestas amorosas al arte, una arquitectura ecléctica e impactante, escuelas de ballet y comedias musicales, museos inéditos y una acústica impecable.

Fotos: Sebastián Vargas

Faltan apenas minutos. Por el aire viajan voces variadas y se cuela alguna que otra risa en una composición simpática y polifónica. De repente: silencio. Suena un trombón. Suenan un clarinete, un arpa, un oboe. En cada nota va emergiendo la contundencia de la orquesta, majestuosa, ante los ojos entusiastas de un público voraz. La sala es inmensa. Seis pisos con capacidad para mil quinientas cincuenta y dos personas. Las plateas, los palcos, las tertulias, las gradas y el paraíso solo se diferencian en altura y distancia del espectáculo: en cada butaca se escucha de la misma manera. Cortesía de uno de los mejores trabajos acústicos del mundo. Alfredo Padovani, el renombrado director chileno, se apronta. El telón se levanta, cual cuadro colosal. Exhibe una multitud de dioses del Olimpo pintados en colores pastel frente a un firmamento rosáceo. En el escenario irrumpe Otello, triunfante luego de la batalla con los turcos. El pueblo de Chipre vitorea a su nuevo gobernador y Desdémona, la esposa, lo besa con pasión. Detrás acecha el semblante impenetrable de Yago, el antagonista aún entre sombras. La penúltima ópera compuesta por Giuseppe Verdi es digna de representar al género. La trama desnuda la crudeza de la experiencia humana, y lo hace con estilo. Cada cuerpo sucumbe, poroso, ante la sensibilidad del arte que conjuga todas las artes, y el tiempo del reloj se evanesce ante la fertilidad de la poesía presente.

Más tarde, en el intervalo, la multitud se trasladará al foyer para abrir paso a la charla de actualidad. La primicia de las fotografías impresas a color, la maravillosa invención del fonógrafo, la reciente fundación de la Fifa, la sangrienta guerra civil uruguaya y las prontas elecciones presidenciales argentinas. Las damas mostrarán, orgullosas, el tamaño, la decoración y el color de sus sombreros italianos estilo art nouveau. Los caballeros fumarán un habano con el humo escabulléndose entre los mostachos largos, en curvatura ascendente. Incontables pares de ojos se entrelazarán en el juego hipnótico de mirar(se) y ser mirados para luego volver a sumergirse en el siguiente acto de la función. Es jueves 2 de junio de 1904. Es, también, el día tan esperado de la inauguración del Teatro La Ópera en la ciudad. Una fiesta esplendorosa. El inicio de un templo artístico sin precedentes.

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  —Toda esa gente no tenía idea de que unas décadas más tarde el teatro recién inaugurado iba a peligrar. Los primeros años fueron muy exitosos, pero después se empezaron a construir en Rosario entre cincuenta y sesenta salas de cine. Todo eso le quitó público. Además, por la guerra, no podían venir las compañías líricas internacionales, que eran las más codiciadas. A todo eso se le suma que en 1930 fallece Emilio Schiffner, el único dueño, entonces el teatro queda en manos de su esposa viuda y sus hijas, que se lo encomiendan a un administrador. Pero claro, toda esa realidad pesaba mucho y no se pudo sostener el éxito. El edificio había entrado en un estado de abandono. En algún momento para salvarlo lo alquilaban para proyectar cine, pero con el costo que tiene sostenerlo no daba la balanza. Tal es así que en 1943 se lo declara como edificio a demoler. Paralelamente, en 1912 se funda la Biblioteca Argentina y contratan a un conjunto de cámara clásica para la inauguración. A la gente le gustó tanto que empezaron a pedir que lo hicieran más rutinariamente, y los hacían adentro de la sala de la biblioteca. Pero claro, se fueron entusiasmando cada vez más y compraron un terreno sobre bulevar Oroño para construir un centro cultural. Estaban con ese proyecto cuando se enteran de la demolición del teatro. Entonces dijeron no, no lo podemos permitir. El grupo, que se autollamaba El Círculo de la Biblioteca, vende el terreno, sale a buscar dinero, créditos, todo lo que pudo, y compra el teatro. Desde allí cambia su nombre: dejó de llamarse Teatro La Ópera para llamarse Teatro El Círculo, en honor a esa gente.

Alejandra, la coordinadora de la visita, se expresa con la soltura de quien conoce la dinámica teatral del manejo del cuerpo y la cadencia de la voz. Una pareja de turistas escucha atenta. Dicen que son de Merlo, San Luis, y que encontraron la visita guiada del teatro googleando lugares atractivos para conocer en la ciudad. Vinieron de visita para acompañar a su hija a una competencia de jazz y aprovecharon un hueco en la agenda el sábado por la mañana para sumergirse en lo cultural, algo que ambos, al ser guías de turismo, disfrutan en la misma medida. El relato es atrapante y vívido, como si se fueran conjugando enfrente, cual hologramas, las figuras de Juan Álvarez, Rubén Vila Ortiz, Camilo Muniagurria y Rafael Araya, junto al resto de los once miembros del Círculo de la época. Al retrotraerse aún más atrás en el tiempo emergen otros personajes en una trama signada por la continua incertidumbre del vaivén. 

“La idea de construir el teatro surge en 1888, en un contexto en que la ciudad estaba llena de habitantes inmigrantes españoles e italianos que querían recuperar los espectáculos que habían perdido al venir a hacer patria aquí”, evoca Alejandra. “Entonces se reunió un grupo de personas, conformaron una sociedad que se llamó Sociedad Anónima Teatro La Ópera, contrataron dos arquitectos, Cremona y Contri, compraron este terreno y proyectaron esta construcción siguiendo todas las reglas de arquitectura de Bellas Artes francesa para los teatros clásicos”. La historia siguió su curso: el proyecto iniciado con tanto empeño se frustró al año y medio, en el primer piso, amenazado por problemas económicos. De futuro teatro reluciente pasó a ser apodado La cueva de los ladrones, por las historias oscuras que se tejían entre sus laberintos y fosas. Ante esta situación, surgió un rescatista: Emilio A. Schiffner. Empresario de buen pasar económico y miembro activo de la sociedad, decidió adquirirla para concluir las obras. Sus requisitos fueron puntuales y exigentes: quería una acústica impecable, materiales de calidad óptima y una atención exquisita a los detalles artísticos. El ingeniero alemán George Goldammer fue el encargado de materializar la inmensidad del deseo y modificó los planos originales para llegar, victorioso, a 1904 con la obra lista para ser inaugurada y la ópera de Verdi resonando en cada uno de sus rincones.

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Alejandra Tovar empezó a guiar los recorridos por El Círculo en el 2016, pero hacía más de una década que sentía al teatro como su segunda casa, desde ese día en que se decidió a probar comedias musicales con sus hijas. Comparte el oficio con varias mujeres más, diez en total: Analía Avellino, Adriana Bay, Lucía Cuneo, Gladys Ferrero, Irene Madile, Alicia Manavella, Margarita Manavella, Fanny Pellegrini y Tania Tabla. Todas ellas forman parte del staff que conformó Claudia Sabatini, comunicadora social y encargada de varios programas de divulgación de la actividad artística del teatro, enmarcados en el concepto “Teatro el Círculo Didáctico”. Por un lado está el “Hoy tenemos función”, una apuesta que se inició en 2012 y que busca acercar el género dramático a chicos y chicas en edad escolar. Por otro: las visitas guiadas. Un abanico de posibilidades para elegir. Distintos días -lunes, miércoles, viernes, sábados-; distintos idiomas -inglés, italiano, español-; distintos públicos -jardines de infantes, escuelas, turistas, locales-. “La idea del recorrido guiado surgió en 2001, en la primera edición de la Semana del Patrimonio en Rosario con El Círculo como edificio elegido”, cuenta la directora. “Se abrieron los archivos de la mano de un equipo de profesionales de la arquitectura y la museología y se armó el primer guion”. Ese grupo humano se mantuvo y esa semana inicial se convirtió, en la fiesta del centenario del teatro, en un mes. Claudia se define como “sostenedora”, una mujer que a fuerza de tenacidad se puso al hombro el proyecto y lo condujo hasta hoy. En un principio, era ella la que respondía llamadas en su celular personal, daba turnos por escrito y hasta oficiaba de guía ad honórem. Ahora el proyecto se autofinancia con el cobro de un bono a cada visitante, lo que permite retribuir a la coordinadora, Gloria Martínez, y a cada una de las guías.

En las visitas la emoción está siempre a flor de piel. Ya sea entre el público turista nacional, que empezó a llegar con más frecuencia después de la construcción del puente Rosario-Victoria y del Congreso de la Lengua, que tuvo lugar en el teatro en 2004; como entre el turismo extranjero. “Yo creo que es porque todos tenemos un artista que no fue”, afirma Claudia. “Tengo la teoría de que tenemos esa sensibilidad artística desde que nacemos. ¿A qué bebé vos no lo hamacás, lo hacés bailar? Todos de niños jugamos a eso y esta es una invitación a rescatar eso que uno tiene adentro y que en la vorágine se pierde”. Ella lo puede contar en primera persona. Desde chica visitaba el teatro con su papá, tocaba la guitarra y bailaba en el living de su casa con el sueño de convertirse en Karen Carpenter. La dictadura y los mandatos sociales y familiares hicieron que la carrera artística no fuera una opción al crecer, como tampoco la utopía de irse a mochilear por el mundo. Pero al arte siempre volvió. Eso fue la que la salvó en sus peores momentos y le devolvió una nueva Claudia, libre y audaz, que ni sabía que existía. “Yo apuesto a que hay otra mirada que tiene que ver con lo artístico y es sanadora. Mi lugar en el teatro es un poco eso: rescatarles la humanidad a las personas a través de las visitas. Conmoverlas, llevarlas al encanto que significa estar acá”.

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Respira. Brilla. Refleja. A cada paso, el teatro late. Moverse por sus rincones deja entrever el detalle que esconde una arquitectura simétrica y especular ubicada en algún punto difuso entre lo clásico y lo barroco. Subir al primer piso, y a la sala principal “La Ópera” implica pisar varios peldaños devenidos obra de arte. Mármol de Carrara pulido a mano por artesanos locales; rosetas centrales que alguna vez dieron a luz una piedra y un cincel. Ya arriba, el sincretismo cultural es notorio. La sala, con su dimensión colosal, sus palcos en forma de herradura y los frescos que en la cúpula reúnen ángeles, musas musicales y compositores clásicos, impacta. Alejandra habla de procesos, de cómo en aquella época le encargaron al artista italiano Giuseppe Carmignani los frescos y a Luis Levoni figuras con la técnica “trampa para el ojo”, que logra un efecto-escultura mediante sombreados. De cómo las butacas están recubiertas con pana italiana y debajo de cada una hay una rejilla que comunica con el subsuelo. Ninguna cuestión es caprichosa: todo contribuye a la construcción de la acústica perfecta. Para el foyer, o la llamada “Sala Ciro Tonazzi” -próxima parada del recorrido- se hicieron traer espejos de Inglaterra, luminarias de Alemania y pisos de madera de Eslavonia, y se encargó al pintor italiano Salvador Zaino la decoración del cielorraso. 

Saluda al pasar, apurado, un hombre con acento ibérico. Es el manager de Sergio Dalma, que tocará a la noche. El alquiler del teatro es un recurso valioso para una institución que se administra ad honórem por una comisión directiva y se financia con una cuota que pagan los socios y socias todos los meses, esponsoreo y un abono anual. Aunque en 2013 fue declarado patrimonio nacional, nunca recibió apoyo estatal hasta este año, cuando se consiguió un subsidio importante de la Nación que permitió refaccionar la fosa de la orquesta y un museo histórico que, según cuenta la guía, orgullosa, se inaugurará próximamente.

Por los pasillos pasan filas de adolescentes locuaces. Varios son del Estudio de Comedias Musicales, que funciona en el teatro desde 1994, otros de la academia de Ballet Clásico Ruso, también activa desde el mismo año. Ambas escuelas contribuyen al financiamiento general del teatro. El sábado es día de ensayo, y ni la puesta en escena de Peter Pan ni los ejercicios de ballet se inmutan ante la presencia sutil de miradas externas. “Las aulas que ocupa el Estudio de Comedias solían ser los talleres que usaban las compañías líricas que venían de Europa con la escenografía, el vestuario y todo lo que tenía que ver con la obra”, relata Alejandra. El recorrido sigue por escaleras traseras hasta los camarines y un espacio de almacenamiento donde descansan, temporalmente, los equipos de sonido para el show de Dalma.

Por último: las catacumbas, o, como mejor se las conoce, el “Museo de Arte Sacro”. En un espacio que funciona como caja de resonancia del teatro, un espectáculo imprevisible. Más de cien estatuas blancas y relieves de diversas formas y tamaños yacen en un tiempo inmóvil, casi sagrado. Se trata de los moldes en yeso de Eduardo Barnes, contador de profesión, quien en sus ratos libres se dedicaba a dar vida a esculturas de bronce, todas con temática religiosa. Gran parte de su producción decora la trama urbana de la ciudad y las cercanías, con presencia en la Catedral, el Monumento a la Bandera y la Bolsa de Comercio. A un lado de este espacio, en la entrada de las fosas, según cuenta Alejandra, es donde planea ubicarse el museo histórico en proceso. Casi en la salida, otro plan: crear una cava de vinos. “Cuando suena la música en el teatro, uno podría quedarse acá, relajándose, porque se escucha a la perfección. Un vinito, ¿por qué no?”.

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El Teatro El Círculo es una pieza artística que se compone, valga la redundancia, en círculo. Un edificio-testigo que habla de la prosperidad de inmigrantes de principios del siglo XX,  de una economía tambaleante, un fantasma con tinte de demolición y una apuesta sólida al arte y la cultura ante las vicisitudes del destino. El círculo siempre se cierra donde empezó: con la tenacidad y la convicción del hacer por y para el disfrute, el placer ilimitado del salir a escena y la aventura de abrirse a habitar pieles nuevas, viajes inéditos y sueños utópicos.

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