Son las 4.27 de la tarde y el olor a lavandas se parece a la palabra lejos.
Hace dos años por la ruta 168 de Watsonville, manejaba. Eran las 1.27 de la tarde y el sol de la primavera caía sobre los campos de alcauciles. Iba cubriendo los kilómetros con rezos para salvar una vida. La muerte se había presentado y un pánico de luz me encandilaba. Un momento contundente y rotundo sin lugar para ser depositado. La necesidad de dar un golpe sin mesa ni puño, solamente un recuerdo de altares alzados y la obcecada fidelidad al encuentro de los cuerpos. Manejé mirando las plantaciones. Inmensas figuras de cartón impresas en colores, mostraban campesinos felices estirando sus manos en saludo a los turistas. Una burla siniestra de la explotación de esas tierras, inventada por Disney.
Frente a la costa de Monterrey, ante el azul profundo del Pacífico, llegó el mensaje: “Está mejor, ya respira”. El sol iluminó los milagros y besé la frente de mi hijo, como él lo había hecho años atrás, en ese mismo lugar donde ahora agradecía sola.
El tiempo pasa y las montañas cambian de color, los campos se vacían de cultivos. Cuando la vida se llena de terrones, aprendemos a saborear la tierra y conocemos el placer de lo profundo.
Ahora ya no rezo. No prendo velas ni evoco al amor inconmensurable para salvar ninguna vida. Mi existencia es tan invisible como el aroma de la lavanda que, detrás de mí, crece.
Cientos de palabras han pasado durante todos estos años como las bandadas de pelícanos que transportan el tiempo. Mis ojos desarrollaron el arte del seguimiento para ir detrás de la religión primera.
Hoy la muerte, tan enorme y misteriosa como un nacimiento, anuncia nuevamente su llamado. Respetar ese momento es depositar la poca nobleza que nos habita para enmendar una vida desde el silencio.