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Barullo semanal

Mi papá, el Diego, Elena y los tallarines de mi vieja

La comida preferida de mi papá eran los tallarines con salsa. Los amasaba mi mamá. La salsa era un estofado de carne. Mi papá comía con ganas. Casi siempre sobraban y a la noche mi mamá los calentaba en una sartén de hierro sin mango y eran más ricos.

Ayer mi papá hubiera cumplido 80 años.

No sé por qué mi hija Elena, que tiene 8, tiene una especie de obsesión con ese abuelo al que no conoció. Y encuentra fotos que traje de la casa de mi mamá, fotos de distintos momentos de la vida de mi viejo; viajes, reuniones de amigos, guitarreadas, escenas familiares, vacaciones. Arma altares con esas fotos y con objetos que fueron de él o que él me regaló a mí, una pipa, unos prismáticos, un juego de ajedrez. Mi papá me enseñó a jugar al ajedrez, como yo a Elena.

Cuando murió Maradona lloré por mi papá. Enseguida me agarró un nudo en la garganta y enmudecí. Mi papá, el Mono, amaba a Maradona, lo amaba como a mi vieja, a mi hermano y a mí, y como seguramente amaría a Elena. El Mono me explicaba lo que Maradona hacía en la cancha. Pero no de un modo futbolístico, sino de un modo personal, con una mirada singular sobre el juego y el Diego, y se emocionaba hasta las lágrimas. Cuando estaba el Colo en casa compartían charlas futboleras que conmigo no, porque nunca me interesó demasiado el fútbol, pero me encantaba verlo a él en ese deleite, en ese amor, y prendido con mi amigo, como si fuera otro hijo, mirando un partido llenos de vida y emoción.

En 1986, yo 12 años, miramos el partido de Argentina contra Inglaterra y vimos, los codos apoyados en la mesa de la cocina, el gol de la poesía. Lo vimos en vivo. Cuando Maradona mete la pelota en el arco cayéndose y Víctor Hugo compuso ese poema eterno, mi papá salió corriendo hacia afuera de la casa. Yo salí detrás de él, no para unirme al festejo, sino para verlo, para ver qué hacía. Salió a la calle y allí se encontró con Luis Ibáñez, un vecino albañil, que también había salido a festejar y se abrazaron saltando en la calle como si ellos hubieran hecho el gol en la canchita de enfrente.

Una vez lo crucé a Maradona en Rosario, yo salía de trabajar en una radio de noche tarde, y vi un pequeño tumulto de gente en Córdoba y España. Me acerco y estaba el Diego al volante de un Mercedes Benz bordó. Me arrimé y le extendí la mano. Me saludó. Recuerdo su mano gordita, suave. Me alejé masticando el acontecimiento sólo para contárselo a mi viejo el fin de semana.

Me fue imposible explicarle a Elena quién fue Maradona, intenté algo que no se puede expresar con palabras ni mirando videos.

Pero le dije que el abuelo Mono tenía a Maradona entre sus amores más profundos. Que lloraba y gritaba de alegría con sus jugadas y sus goles.

Hace unos días Elena propuso festejar el cumpleaños del abuelo. Con su comida preferida. Su propuesta me generó sorpresa y emoción; no puedo explicarme de dónde vienen algunas cosas o por qué suceden, así que en vez de explicarme, amasamos tallarines, hicimos un estofado y gambeteamos al tiempo. El aroma y la pelota estaban en el aire.

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