Categorías
Barullo en papel El Rosario

El Topo en el paraíso

En el invierno de 1973, en el torneo Metropolitano, All Boys le ganó 3 a 1 a River Plate en el Monumental y El Gráfico tituló “La clase obrera va al paraíso”. Ecos del filme de Elio Petri que el año anterior había ganado el Festival de Cannes, resonancias de un tiempo en que era imperativo soñar con el hombre nuevo: “sean realistas, pidan lo imposible”.

Nosotros jugábamos en un potrero que había en el Bajo Ayolas (hoy Circunvalación), el lugar donde Antonio Berni inventó a Juanito Laguna (había una lagunita entre la bajada y la barranca donde pescábamos anguilas con los dedos), y Rosa Wernicke escribió una de las primeras novelas sociales argentinas: Las colinas del hambre. La leyenda dice que alguna noche, Juan Domingo Perón, en el 50, de visita en la capital nacional del peronismo (Villa Manuelita), había aceptado cenar en la esquina de Ayolas y Convención, en el mítico bar Reginaldo. Una crónica más negra y reciente señala el lugar como aquel donde fue asesinado el último día de 2013 Luis Medina, contador y financista del negocio narco en Rosario.

Pero cuando ese lugar todavía era un paraíso, y nosotros nos pasábamos el día con pelotas Rizzo Suar y botines Ocelote, algún domingo caía a jugar al fulbito el Topo Yiyo e iba al arco. No era siempre, ni siquiera muy seguido porque nuestro equipo era el de la iglesia Sagrado Corazón, del asilo provincial (Ayolas y Necochea), con la camiseta vaticana, y el que no iba a misa y comulgaba no accedía al plantel ni al juego.

El Topo tenía otra clase de fe, de tipo arltiana, a lo Astier, y no solo no iba a misa, sino que a la distancia creo que evitaba la sacristía, por nosotros, porque no hubiera podido renunciar a robarse alguna pompa o bronce y eso hubiera puesto en crisis al equipo, a la conciencia todavía débil o simple del resto de los niños, que aunque de clase baja, éramos burgueses, tímidos y obedientes.

El Topo era petiso y retacón, fornido, con las orejas de asa, pero la altura no era problema siendo arquero, porque no había travesaño. Él llegaba nomás, como una especie de Mascaró desastrado, sin aviso y se iba al arco. El arco se hacía con dos muditas de ropa, y él escondía un Bagual 22 niquelado debajo de uno de los montecitos de lana o fibra: su herramienta de trabajo. Llegaba siempre sobre la hora, o con el partido empezado y podía irse antes. También sin aviso te dejaba el arco vacío. Era de vocación fuguista.

El Topo tenía trece o catorce años y no le gustaba atajar, pero no había otro puesto para estar siempre listo y tener el control de la zona y la fuga. Jamás hablaba de su oficio con nosotros y no se pavoneaba con el arma, ni se exhibía, ni amedrentaba a ninguno con su fiereza que parecía quedar escondida en el mismo lugar que el fierro. No se le caía un dato, un nombre, nada. Era grave, duro, eso sí, parecía traer una rabia muda de varias generaciones. Atajaba mal, pero iba al puesto que nadie quería. A veces, después del partido venía con nosotros a cobrar el premio de la gaseosa en el kiosco y jamás trabajaba en el barrio.

Tenía carácter, y hasta parecía tener cabeza, se le veía, cómo decir… un talento, y lo esencial que ya dije: la rabia. Para escruchar hay que tener rabia, y para escribir, también.

El Topo se ponía taciturno y hasta decía cosas que había que hacer, a veces hablaba de alguna clase de porvenir y no solo para él, como si rumiara algún colectivo derrengado y enclenque de pibes de la calle. Yo creo que en los institutos de menores, donde pasaba mucho tiempo, estaba conociendo a alguien que le daba letra. Eran esos años en que los hospicios se llenaron de trabajadores sociales. Pero al Topo nadie lo tomaba en serio. Quizá por la edad. En 1973 la infancia todavía duraba hasta los quince años.

Y ahí nomás, como si fuera una fecha Fifa, o la muerte de Perón, o la del pibe Vaschetti, en la esquina de casa, el Topo salió en la tapa del diario como noticia: cosido con cincuenta balazos y atado con alambre de púas en el arroyo Saladillo. Comando Radioeléctrico: “Suban el volumen”, al Servicio de la Comunidad: documentos por favor. Empezaba esa época y pronto se irían vaciando los potreros, los mismos comandos o parecidos, prendieron fuego a los vagones escuela del Bajo Ayolas, del Mangrullo y de Beruti y Gálvez.

Al poco tiempo, ni cruzando hasta Villa Diego encontrabas un campito, el de La Vigil lo alambraron y hasta se decía aquellos años que habían matado al Papa Juan Pablo I por comunista, y por eso dejamos de usar su camiseta. Entonces vino otro filme de Gian María Volonté y Cristo se detuvo en Éboli. Nosotros, el resto del equipo, curiosamente, nos volcamos a una fe más parecida a la del Topo y a la de Astier, dejamos la timidez y la obediencia y empezamos a rumiar alguna clase de colectivo en el porvenir.

Pero eso sí, desde entonces, la infancia empezó a durar sólo hasta los ocho años, y All Boys, nunca más le volvió a ganar a River en el Monumental.

Publicado en la ed. impresa #14

Por Marcelo Scalona

Escritor, poeta, periodista, editor y profesor de escritura creativa. Ha publicado las novelas El camino del otoño, Enrarecido, El portador y El hotel donde soñaba Perón; los libros de cuentos El altillo de mis oficios y Compostura de muñecas y los poemarios Mapa y El mar. Colabora habitualmente en los diarios Rosario/12 y La Capital.

Dejá un comentario