–Otra vez hicimos el milagro.
El hombre flaco y bajito solía repetir la frase cada medianoche, a veces incluso más tarde, cuando la última página del diario viajaba hacia la imprenta. Para él, llenar con contenidos periodísticos 68 páginas o más, en apenas ocho o diez horas, no podía calificarse de otra manera.
–Mañana otra vez el Decano estará en manos de los lectores-, decía. Y luego, casi siempre, era el que apagaba la luz en la redacción del diario La Capital.
A Alfredo Chies lo incomodará verse en esta nota, porque nunca le agradó estar del otro lado del escritorio. Trabajó durante casi 40 años en redacciones, 35 de ellos en La Capital, pero siempre hizo culto del trabajo y el perfil bajo. Incluso cuando ayudaba a mejorar la tarea de un compañero, corrigiendo una frase mal redactada o sugiriendo un título superador, esquivaba los agradecimientos.
No sale de las cuatro paredes de su casa desde hace meses. El aislamiento por la pandemia se hizo para él más imperativo debido a un par de cirugías. No es difícil imaginarlo como a un león enjaulado: además de hábil cronista y sólido editor, es un caminante consuetudinario. Debe haber pocos periodistas en la ciudad que conozcan tan bien su geografía, y ninguno que la haya recorrido tanto. A pie.
Nació en el barrio de Saladillo. Hizo la primaria en la Escuela Aristóbulo del Valle Nº 92 y el secundario en el Colegio Cristo Rey. Empezó y dejó dos carreras universitarias: ingeniería mecánica e ingeniería naval, esta última en Buenos Aires. Las abandonó. Y se lanzó a estudiar periodismo en la escuela Mariano Moreno. “Ahí se me abrió una ventana al mundo que empezó a tranquilizarme en esa búsqueda de no sabía qué”, reflexiona. Y confiesa que esa explosión de conocimiento se mantuvo durante “40 y pico de años”. El autor de estas líneas puede dar fe.
Mientras estudiaba, también trabajaba. En el frigorífico Swift, en un bar de la familia cuando murió su tío Mario (“Para ayudar a mi nona”), en montajes industriales con el papá. Pero la pasión que descubrió en la escuela de periodismo marcó el rumbo de su vida.
Empezó en el semanario Rosario, cuyo jefe de redacción era Jorge Brisaboa. Allí estuvo hasta que cerró. Sin trabajo, acompañó a su padre a Puerto Madryn en “unas vacaciones mentirosas” y antes de que pasara una semana ya había entrado en el diario El Chubut, de Trelew. Cada mañana, cuando llegaba después de un viaje de más de una hora, el director lo mandaba a la calle. “Así aprendí a hacer periodismo”, cuenta. Escribía en una Lexicon 80 que «andaba bastante bien», cada día una página que llenaba con lo que recogía en esas recorridas.
Al mes, un ex periodista de Clarín que se mudó a Puerto Madryn le preguntó si quería hacer un semanario. Chies fue hasta una panadería, compró cien pliegos de papel para envolver el pan y durante una noche entera garabateó bocetos. Así nació El Pregón, que salía los miércoles y tenía 16 páginas. “Me costaba cerrarlo”, recuerda. Además de producirlo y escribirlo, lo distribuía en la ciudad. En la contratapa publicaba otro rosarino, el dibujante Héctor Beas. Algunos años después ambos volverían a encontrarse en la redacción del diario rosarino decano de la prensa argentina.
De esa época guarda algunos de los recuerdos más intensos de su carrera. Cuenta uno: “La guerra de las Malvinas me agarró haciendo El Pregón en Madryn. Fui testigo del desembarco de los soldados que llegaron a bordo del SS Canberra, un transatlántico de lujo que los ingleses habían expropiado por la contienda. Los muchachos contaron infinidad de barbaridades lo que habían vivido. La gente se desesperaba por llevarlos a sus casas y atenderlos. Vi como un soldado raso lo ponía en caja a un teniente que le ordenaba no hablar con la gente. «Ahora venís a hacerte el guapo», le dijo. Y los vecinos casi lo muelen a palos al teniente. El tipo no dijo nada y se fue”.
Y otro: “El milico puesto como gobernador de las islas, Menéndez, Mario, se había sentado en una confitería céntrica de Madryn con un pañuelito al cuello. La gente pasaba y lo insultaba. Había desembarcado del ferry Norfolk ese mismo día”. Todo lo escribió en el semanario.
El dueño de El Pregón al tiempo murió y la esposa no pudo mantenerlo. Chies seguía en Madryn cuando recibió un telegrama desde Rosario: le ofrecían trabajo en el flamante diario Democracia. A las dos semanas, con la “Pititi” (así llama cariñosamente a su esposa) cursando los ocho meses de su segundo embarazo, estaba instalado otra vez en la ciudad donde había empezado todo.
“Entraba a las 8 y me iba pasadas las 23. Era un diario rápido, nervioso, que escupía noticias como staccato. Tuvo un rol destacado en exponer a los responsables del terrorismo de Estado y siguió muy de cerca la cárcel ilegal instalada en La Calamita. Los testimonios de las víctimas eran sobrecogedores”, recuerda. Pero enseguida empezaron los problemas porque el dueño del diario, el financista Carlos Sagué, dejó de pagar los sueldos.
Fue el inolvidable periodista Jorge Balbo quien por esos días le dijo que el jefe de Información General de La Capital, Oscar Pezzelato, quería verlo. Lo atendió Enrique King, que era el subjefe. Al día siguiente empezó a trabajar y le tocó cubrir un acto del gobernador José María Vernet. Al volver a la redacción de la calle Sarmiento tuvo su primer desafío en el Decano: era la primera vez que iba a escribir en una computadora.
No le cambiaron ni una coma, pero al día siguiente el jefe de Redacción, Salvador Coscarelli, le dio una pequeña lección. “Me señaló que para La Capital era necesario que en las crónicas figuraran todas las autoridades, no una o dos para referenciar el tema como estábamos acostumbrados en el Democracia”.
En ese entonces IG (así se le dice en el Decano a la sección Información General) abarcaba todo lo que pasaba en la ciudad: educación, economía, política, Bolsa, vecinales, gremiales, cultura. “Venía un embajador y lo agarrábamos nosotros, no los de internacionales”, cuenta. En 1984 los números telefónicos de dirigentes, referentes y autoridades eran muy preciados y difíciles de conseguir y entonces los periodistas debían ir a sus oficinas o sus casas. El cronista de IG, afirma Chies, era “un esclavo del adelanto”, tenía que saber qué pasaba en todos lados y para eso debía tener fuentes en todos lados: las oficinas públicas, la policía, los gremios, las vecinales, el Heca. Y algunos eran lugares difíciles.
Pero a todos esos desafíos, Chies le contrapone el clima en la redacción, que era como una gran familia. Cuenta una anécdota: “Al periodista Manolo Tabares se le quemó la casa y al otro día ya se había armado una colecta para comprarles ropa a los chicos y al matrimonio. Y así infinidad de veces con enfermedades u otras urgencias familiares”.
Cubrió grandes acontecimientos para la ciudad, como la visita de Juan Pablo II, la colocación de la piedra fundamental de la construcción del Parque España puesta por los reyes, la inauguración del complejo por parte de la infanta Cristina de Borbón y Grecia, inundaciones, saqueos, elecciones, conflictos gremiales. “Era fantástico y adrenalínico, porque eran coberturas muy pormenorizadas y extensas”, evoca.
En una de ellas alguien le dijo: “Nene, dentro de cien años alguien va a querer saber qué hizo la infanta de España cuando vino a esta olvidada villa de Dios. Y La Capital se lo tiene que decir, y le tiene que decir todo, hasta el mínimo detalle”. Volvió a escuchar la frase decena de veces y hasta es probable que él mismo la haya repetido frente a algún novel cronista.
A propósito de la visita de la Infanta, recuerda que para esa época era el jefe de IG. “Llegué al diario a las 9 para seguir la cobertura televisiva y tomaba notas. A las 10 apareció Gary Vila Ortiz, que era jefe de Redacción. De pronto me dijo: «¿Me acompaña con un whiskicito? Vamos a ponerle un poquito de agua mineral porque recién arrancamos». Me fui a las dos de la mañana. Vivía a quince cuadras al sur del diario y cuando salí caminé dos cuadras al norte, completamente limado”. Aquella cobertura ocupó más de diez páginas tamaño sábana.
Cuenta que en esos tiempos en la redacción había mucha discusión literaria, histórica, política y filosófica entre los periodistas. “Y de ahí se abrevaba cualquier cantidad”, resume. «Estaba por ejemplo el Lobo Sábato, que era un autodidacta. Había hecho la primaria en Merlo, San Luis, y salió al mundo. Fue vendedor de libros y al final entró al diario. Escribía unas crónicas exquisitas. Él me prestó El señor de los anillos, La niña verde, El horror que cayó del cielo. El Negro King me mostró la novela negra estadounidense y Gary me regaló el primer cassette de Miles Davis”.
En los primeros meses, Chies iba al diario con la plata de dos pasajes de ómnibus, un atado de cigarrillos y un café chico. Los días que estaba Pezzelato a cargo, Coscarelli (jefe de Redacción con muchísimo ascendiente entre los directores con más peso) lo invitaba a las cuatro de la tarde a tomar un café. “Tráigase al pibe”, le decía. “Yo ponía excusas, pero Coscarelli no aceptaba negativas. Nos cruzábamos al bar La Capital, Pezzelato pedía un cortado para él, un café para Coscarelli y un café con leche y bizcochos para el cronistita que usaba el traje del casamiento todos los días”. Ambos sabían que Chies no podía pagar la mesa, pero siempre lo invitaban.
Confiesa que memorizaba las notas de plumas como Justino Caballero, el Lobo Sábato, Carlos Mut, Manuel Tabares, Luis Etcheverry, el Negro King, Miguel Ángel De Marco y Gary Vila Ortiz. Y le sobran historias con ellos. “Gary escribía una columna que firmaba con el pseudónimo de Nicanor Pérez en la página de clasificados. Era magnífica, nos gustaba muchísimo. Un día, por cuestiones de la jefatura de Redacción, me dijo: «Joven Chies, termíneme el Nicanor». Había escrito dos párrafos y la columna llevaba ocho. La terminé y al otro día me felicitó, una burda mentira con la que su denotado don de gentes me agradecía”.

En otra ocasión su amigo y colega José Luis Cavazza lo llamó para decirle que estaba enfermo y le pidió que escribiera una columna que publicaba los viernes en la contratapa, La Lupa. «Escribí una columnita-cuento. Al otro día José me dice, enojado, que lo había parado un corrector, Eduardo Caniglia, y le había dicho: «Linda La Lupa de hoy. Te felicito»”.
Afirma que en 1984, en plena primavera democrática, algo que vivió como una fiesta, él y otros periodistas sacaban “patente de capos” por estar en La Capital. “Pero a poco bajamos los humos porque había tipos muy buenos. Justino Caballero te cubría una concentración nacional de la CGT con el discurso de Ubaldini en la bajada Sargento Cabral y apenas llenaba una hoja con anotaciones. Y no pifiaba nada. Memoria fotográfica. Con él aprendí que la información entra por los ojos”.
Confiesa que le tuvo mucho cariño a la mayoría de las notas de fondo que hizo sobre distintos temas, en especial sobre la prevención de accidentes en el hogar y en los ascensores, pero admite que no las guarda. “No tengo archivo personal porque siempre viví mirando para adelante, tratando de ver lo que iba a venir. Intenté guardar algunas pero varias mudanzas me sacaron esa estúpida idea de la cabeza”.
Entre sus grandes recuerdos se destacan sobre todo colegas (tantos, que haría falta una página para nombrarlas, aunque los nombres de Nelso Raschia, Gary, Mut, King y los hermanos Enrique y Esteban Figna se repiten en su relato) y dos grandes trabajos en los que le tocó participar: las revistas que el Decano publicó para sus aniversarios 130 y 150. La primera consistía en notas a personalidades de Rosario a las que el diario les pedía que contaran cómo imaginaban la ciudad dentro de 50 años. Además de ser material de colección, aquella tarea le permitió tratar nada menos que al Negro Fontanarrosa.
Otro hito para él fue el cambio de formato del diario sábana al tabloide. “Fue muy raro para mí, no tanto por el tamaño de las páginas sino por la inclusión de la fotografía a color. Me chocaba. Me seguía gustando el blanco y negro para los diarios”. El cambio, admite, fue un gran desafío para él y sus colegas.
Los recuerdos le brotan a borbotones. Como el día que entró a la redacción una mujer que quería denunciar que la acosaba un mayor del Ejército con el que trabajaba. “No daba datos concretos y no sabíamos qué hacer”. En un momento la señora empezó a amagar con sacarse la pollera y el desconcierto creció. Al final se fue y no volvió más, pero la anécdota quedó para siempre. “Sobre todo la cara de susto de Luis Etcheverry”, otro histórico del diario que llegó a ser jefe de Redacción y a quien recuerda con enorme cariño.
Alguna vez grabó en secreto a una interventora de la Facultad de Humanidades a quien su colega Pebeto Aramburu denunció por irregularidades con el cobro de viáticos. La mujer pidió derecho a réplica y le tocó entrevistarla. Escondió el Samsung (“un mamotreto que llevaba cuatro pilas medianas”) y entró grabando desde la calle. “Había puesto un cassette de una hora y media y le hice la nota bajo la estricta vigilancia de una morocha que, con seguridad, estaba armada”. Días después llegó al semanario Rosario, donde salieron ambas notas, la de Aramburu y la suya, una carta de la interventora en la que manifestaba su sorpresa por la literalidad de sus declaraciones. “Nunca supo que la había grabado”, cuenta Chies.
Con los años llegó a dominar tanto el oficio que se convirtió en un todoterreno de la redacción. “Estuve en casi todas las secciones de La Capital, menos en Deportes, aunque en un Mundial, creo que el de Corea-Japón, escribí una contratapa humorística que me pidió Miguel Pisano”. El título de esa nota fue “Un día demasiado usado” y salió con una ilustración de Beas.
Chies hubiese escrito mejor esta historia. Tiene el periodismo en su ADN, una curiosidad inagotable y una subjetividad muy fuerte. Pero sobre todo es un tipo sencillo y sensible, aunque a veces parezca un personaje de Boogie el aceitoso. En una improbable historia del periodismo gráfico rosarino habría muchos párrafos dedicados a él, aunque allí debería constar que también trabajó en “De 12 a 14”, el clásico noticiero del mediodía de Canal 3.
En sus maratónicas jornadas en la redacción podía pasar horas trabajando sin probar bocado, pero no soportaba más que minutos sin fumar. Cuenta Javier Felcaro que para él un título bien logrado, un dato difícil que finalmente pudo ser chequeado o cualquier otro avance hacia el cierre de una nota o una edición eran motivos para salir a encender un cigarro y pitar. Y si era con un compañero, mejor.
Chies ya no fuma, pero no hay un solo día en que no recuerde sus intensos días en el Decano. “Es que ahí encontré un lugar en el mundo”, dice con medio rostro tapado por un tapaboca. Y vuelve con la Pititi, probablemente a escribir un tuit sobre la realidad que lo sigue apasionando.
Publicado en la ed. impresa #11