Un día de poder se llamó el último espectáculo de Andrea Fiorino. Lo escribió a partir de un cruce entre el libro La fiesta de la bomba, de Graham Greene, y La granada, de Rodolfo Walsh. Y lo pensó para 22 espectadores, no más. Una señora venida a menos invita a su casa, que se va deteriorando, y con su discurso desopilante traza una mirada desolada del mundo.
Era una Fiorino en estado puro la que había ideado esa obra: una actriz descomunal que, como si nada, hacía cruces entre la literatura universal, la cultura popular, lo repentino, con su humor ácido, filoso.
Durante una hora sostenía la tensión, en compañía de Mabel Machín, y tiraba la bomba: en este mundo nada puede salir bien. Las risas tenían su sabor amargo.
Andrea fue una artista que se anticipó a las épocas. En El discurso dejó al descubierto el desquicio de una dirigente política cegada por el poder.
Cuando atravesó esa puerta, la obra que le valió un Estrella de Mar y estar en la mesa de Mirtha Legrand, el país pudo conocer –mucho menos de lo que hubiese merecido, claro– a una de sus mejores actrices.
En los últimos años, especialmente después de perder su casa en plena pandemia, acorralada por la falta de trabajo que le permitiera afrontar las cuotas del Bauen, con aumentos mensuales leoninos para un departamento que pagó con creces, Andrea hizo humor con lo que vivía: el desinterés social por el despojo generalizado.
En Crónica de una debacle, obra que creó junto a su amiga Claudia Schujman, representó su casa perdida con unos ladrillos. Hubo risas, claro. Pero antes hubo mucho dolor.
Nadie sabe por qué se enferman las personas, pero hay puntos de quiebre en la vida: dejar su casa fue irremontable.
La Fiorino hacía humor con todas las calamidades que le caían, una por una, sobre la espalda. No creía en los astros, en el tarot y, como dijo en una entrevista para El Ciudadano, en 1999, sólo confiaba en su propio esfuerzo.
Mucho más terminante era con la hipocresía. No la ejercitaba ni la toleraba. No sonreía a cualquiera, no era complaciente, sabía muy bien decir que no. Y cuando decía que sí, tenía buenas razones.
Cantaba, bailaba, componía personajes deslumbrantes, escribía sus textos, y nunca permitía que las cosas se hicieran mal, o por la mitad. Exigía la excelencia que ofrecía.
No se crean que eso significaba aburrimiento. Trabajar con Andrea garantizaba carcajadas. Cualquier detalle le disparaba un chiste, una salida graciosa.
Fue bailarina, actriz, dramaturga, directora. Protagonizó y dejó atrás éxitos como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. No aceptaba la fácil: reflotar una obra –o un programa de televisión– sólo porque había funcionado no era nunca una opción para ella.
Unos meses antes de su muerte le dije que podíamos intentar una segunda temporada de Ningunas locas, el programa que hicimos en el entonces 5RTV durante la gestión de Miguel Lifschitz, el primero que se levantó cuando asumió Omar Perotti. Y ella me dijo: “Yo ni loca quiero volver a hacer eso”. No había rechazo. Me consta que fue feliz mientras duró. Pero volver a lo mismo no era lo de ella.
Honestidad brutal, afectos al descubierto, ninguna concesión.
Andrea con su mirada sarcástica, tal como se la ve en las fotos. Sin pelos en la lengua. Reconocida como un talento por todas las personas que pudieron verla en un escenario.
Iba al Festival Internacional de Cabaret en México y volvía con nuevas ideas. Si le gustaba mucho armar personajes, hablar en mexicano le gustaba aún más.
Cantaba Rata de dos patas y la acompañaba con gestos que hubieran hecho reír a Paquita la del barrio.
Como la mismísima Niní Marshall hubiera admirado su Catita y su Cándida.
Nunca, en ninguno de sus trabajos, fue una copia, sino una original cómica, heroína del repentismo.
A principios de octubre la visité en el departamento que alquilaba. Había empezado a realizar los estudios para precisar una enfermedad, y su terapéutica. Murió sin llegar a esa certeza.
Sobre su mesa había muchos estudios apilados y un sector de remedios, los fuertes calmantes que tomaba por los dolores lumbares que sufrió en sus últimos meses.
“Soy el Destino de los huesos”, dijo con el sarcasmo habitual. Se refería a la obra de teatro que escribió en base a un texto de Virginia Ducler, sobre una mujer postrada y medicada dentro de su casa. También dijo: “Lo que sea, quiero que pase rápido”.
Y no nos dio tiempo, ni siquiera, a hacernos a la idea de un mundo sin Andrea Fiorino.
Andrea Fiorino nació el 9 de febrero de 1965 y murió el 25 de octubre de 2024. Estas líneas no le hacen honor a su extensa carrera, que empezó cuando era una niña y bailaba danzas españolas, siguió con el tango, se sumergió en el teatro y el café concert, deslumbró en el cabaret y pasó por todos los registros de lo teatral. También hizo, en televisión, “Lo que ellas quieren”, participó en De 12 a 14 y estelarizó “Humor de perros”.