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Barullo en papel

Varguitas

No es fácil escribir sobre Mario Vargas Llosa. O sí. Es un material ambiguo pero hay vías desde donde abordarlo. En estos días ocupa espacio en los medios españoles; en las revistas del corazón por un lío sentimental y, alternativamente, en las páginas de información y las secciones de cultura, por su ingreso a la Academia Francesa de las Letras: ahora es un “inmortal”, nombre que les dan a sus integrantes desde que el cardenal Richelieu la fundara en 1635.

Se insiste en afirmar que Vargas Llosa es el primer latinoamericano en ingresar y es una verdad a medias. El primero fue el argentino Héctor Bianciotti pero buena parte de su obra, hasta el final, fue escrita en francés. El peruano solo ha escrito en su lengua materna y esta es la novedad en la Academia.

A Vargas Llosa lo vi varias veces pero todas intrascendentes, desafortunadamente: meros encuentros sociales. Tal vez el cruce más interesante es el que no se produjo, a finales de los setenta, cuando en plena dictadura estaba anunciado un encuentro en los altos de la desaparecida librería Ross, en el que iba a conversar con Gary Vila Ortiz y Rosita Boldori. Los militares no le permitieron asistir (de hecho, no pudo participar en ningún acto público durante ese viaje) y yo, aún adolescente, afiebrado lector de La ciudad y los perros, me quedé con las ganas de verlo.

Después de ese libro, la siguiente pasión con él surgió leyendo Conversación en La Catedral. Creo que estábamos en plena guerra de Malvinas y yo me encontraba en una cola de empleo en la peatonal Córdoba, que nacía en la puerta de una farmacia que trabajaba con los sindicatos y contrataba jóvenes estudiantes para atender al público. La cola era desesperadamente larga y yo estaba lejos de las primeras posiciones. Mientras me helaba a las siete de la mañana de un día destemplado terminé de leer el segundo tomo. Cerré el libro, deslumbrado con la historia caleidoscópica de Santiago Zavala, Zavalita, sin resolver la frase inicial del libro (“¿cuándo se jodió el Perú?”) y abandoné la cola asumiendo que el que no se quería joder era yo detrás de un mostrador. Parece el berrinche de un joven burgués sin mayores dramas pero al poco tiempo conseguí una beca de España para seguir estudiando, David Leiva (¡el gran Leiva!) me llamó para unirme a la revista Risario y Miguel Jubany, Luis Mainelli y Silvina Ross me invitaron a unirme al suplemento cultural que iban a lanzar en el entonces semanario Rosario.

Visto con el paso del tiempo, aquel arrebato significó el giro hacia quien he ido construyendo hasta hoy y este dato biográfico no lo puedo separar de aquella lectura. Por eso, en parte, defiendo y vindico esos textos de Vargas Llosa, incluyendo La casa verde. Hasta allí llego ya que como me dijera una vez Jorge Riestra, a partir de La guerra del fin del mundo no escribió libros, los dictó.

La lluvia de diatribas que caen sobre él es incesante y hasta cierto punto atendible ya que su eje ideológico, parafraseando a George W. Bush, es el “eje del mal”, y digo esto por su acercamiento a Bolsonaro y el correctivo que soltó en Madrid contra aquellos ciudadanos que votan mal y “¡qué hacemos con ellos!” (literal). He allí una cierta melancolía por el voto calificado cuando estamos a finales del primer cuarto del siglo XXI. Pero, centrándonos en la obra (me refiero a la que yo rescato arbitrariamente), ¿qué hacemos? Desde otro ángulo, qué hacemos con los Cantos de Ezra Pound. Y lo menciono con trampa para que Riestra, en este caso Sebastián, uno de los responsables de Barullo, no me cancele. Por cierto, no me pareció oportuno que Horacio González lo quisiera cancelar (verbo tóxico de estos días) en aquella Feria del Libro de hace algunos años atrás, por la misma razón que me pareció una acción tan fuera de lugar como lo es la proclamación del voto calificado.

En una entrevista a Silvio Rodríguez en Buenos Aires, cuando le propuse el tema, se puso a blasfemar sin parar contra el peruano pero no podía, lúcidamente, no hacer la salvedad de la obra.

Mucha gente de izquierda en estos días proclama la anulación de los libros de Vargas Llosa. Yo no sé si el fundamentalismo es parte de aquella enfermedad infantil diagnosticada hace ahora un siglo atrás o pura y simple ignorancia. Osvaldo Lamborghini lo resolvía de manera imperativa: lean, che.

Por Miguel Roig

Escritor y periodista rosarino que reside en Madrid. Es coeditor de la Revista Socialista y socio fundador de Mongolia, revista satírica mensual española. Escribe una columna en el diario.es y en Perfil. Sus últimos libros son El marketing existencial (Península, 2014) y Conversaciones con Alberto Garzón (Turpial, 2016).

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