A principio de los años setenta mis padres nos llevaron a España para conocer a la familia que vivía allí. Fuimos en barco pero no con el fin de disfrutar del crucero –cosa que hicimos de todos modos– sino para ahorrar en el desplazamiento. Dos semanas a bordo del Giulio Cesare, un trasatlántico italiano que iba lleno porque buena parte del pasaje eran argentinos de origen judío que viajaban al país para colaborar como pudieran en la defensa de Israel que se acercaba a la guerra del Yom Kipur. Pienso ahora cuántas veces se habrá modificado el recuerdo de esos chicos, mis compañeros de juegos, que no bajaron como nosotros en el puerto de Barcelona. El mío cambió para siempre desde que vine después a vivir aquí y subí otra vez al hotel Jardí de la Plaza del Pí, en el Barrio Gótico, y miré desde el balcón del bar, dos décadas después, la plaza que en lugar de un sitio solitario permanece ahora cubierta por terrazas atestadas de turistas. Para recuperar el relato gótico de la infancia hay que levantar la mirada hasta la piedra oscura del ábside de la iglesia del Pí y subir hasta el campanario.
Cuenta Sarmiento en Viajes que al llegar a París, en 1846, se asusta con el tráfico en los bulevares pero reivindica la figura del flâneur, actitud tan respetada, dice, que ninguno se atreve a interrumpir a otro y, apunta, en lugar de caminar se siente flotar en la soledad de París. Sarmiento se hubiera sorprendido de que Baudelaire pocas décadas después valora otro contexto en la piel del mismo sujeto, el cual goza observando el mundo desde el corazón de la multitud “como una fuente infinita de energía eléctrica”. Baudelaire se rinde a la modernidad.
Voy cada Navidad a París para pasar las fiestas con mi sobrino de trece años y que no se inmuta ante la invasión de los turistas. Me lleva a Père Lachaise, donde dejamos primero algunas flores en el lugar en el que esparcimos hace unos años las cenizas de mi hermano y después, al igual que hacía con él, deambulamos al azar un buen rato por los caminos del cementerio. Le llama la atención encontrar el mausoleo de Alberdi, quien no le suena para nada, pero le asombra que siendo argentino tenga una tumba allí. Le cuento que está vacía y su sorpresa crece. No le molesta pasear en el lugar donde despidió sin saberlo a su padre. Tenía cinco años. La elaboración de esa ausencia todavía sigue, pero aquel día aún no lo había rozado. Hoy somos pocos los visitantes que nos perdemos en estos senderos mientras la multitud hace cola como en las discotecas ante un portero y junto a un cordel extenso que se extiende al borde de la calle para sentarse en el Café de Flore; agota todas las entradas del Louvre y las esperas en la calle son eternas en Zara o en las galerías Lafayette: no se sabe para comprar qué. Tampoco es fácil desplazarse: los colectivos apenas avanzan en las avenidas y el subte parece el refugio de miles de personas ante un ataque inminente.