La covid-19 nos confina en casa, pero también en nosotros mismos. Hoy sabemos cuántos pasos contiene la recta más larga, sin obstáculos, del departamento. También observamos una pantalla que no es la de silicio sino una membrana acuosa, un dique del tiempo, que nos devuelve sin cesar imágenes de la vida. Un travelling que se detiene, de manera caprichosa, en algún lugar del pasado.
Ahora veo una noche de verano en la casa familiar de calle Alsina, vecina al Cruce Alberdi. ¿Quizás el calor boreal de Madrid es el percutor de esta imagen? Mi padre está en la vereda con algún vecino conversando. Sé que más allá, a lo largo de las aceras se amontonan sillas con vecinos que comparten una serena tertulia nocturna. Yo estoy en el salón, sentado en el suelo de parquet, con mi amiga S. y delante nuestro, la tele encendida emite un capítulo de Rolando Rivas. Cuando giro la cabeza hacia la puerta abierta que abre paso a la calle, veo a mi papá que gesticula. Cuando miro a S. constato, una noche más, que no me hace caso. Estoy enamorado de ella. También de Mónica Helguera Paz, la novia de Rolando.

Cuando llega la publicidad, recuerdo, pasaban unas imágenes de Sinatra promocionando el que entonces era su último éxito: Let me try again. Ni S. ni yo sabíamos que ese montaje de imágenes de Sinatra era una avanzada de lo que después serían los videoclips. Sinatra cantaba, S. reía y yo creía que lo tenía que intentar de nuevo. Ahora, confinado, me doy cuenta de que a quien le decía que lo iba a volver a intentar, seguro que lo conseguiría, ya vas a ver, era a mi padre que, de tanto en tanto, me devolvía la mirada. Pero eso es ahora, no entonces.
Fabián Casas escribió el poema Mónica Helguera Paz by Ezra: “Yo que te tenía entre las cosas esenciales/ tuve que escuchar tu nombre/ en programas ordinarios”.
Cuenta León Gieco que en Rosario, en 1973, había una casa de fotos que ofrecía retratarte como Rolando Rivas. Te vestían, dice Gieco, con una camisa blanca abierta, una campera, el tubo de un teléfono de baquelita negro que sostenías en la mano. El fondo de la imagen era nocturno, lleno de estrellas. Es la foto que ilustra la tapa de su disco Verdaderas canciones de amor. Gieco tenía entonces veintidós años.
Así como Madame Bovary se aparta de la realidad, al sumergirse en los sueños de los folletines románticos de la época, uno de los personajes de Las palmeras salvajes de William Faulkner también. Es un joven condenado por el robo a un tren en el que esperaba encontrar una caja fuerte llena de oro, lo cual no sucede. Será en la cárcel donde piense que ha sido víctima de los escritores de novelas por entregas bajo cuyo influjo había preparado el golpe y a quienes responsabiliza de su suerte. De repente, aparece una posibilidad de fuga pero decide quedarse en la cárcel para estar a salvo de las historias.

Madame Bovary, c’est moi, es, según Julian Barnes, una alusión a la respuesta que dio Cervantes cuando le preguntaron por el origen de su personaje. Más lejos aún, Borges dejó dicho que “Quijote y Sancho son más reales que el soldado español que los inventó, pero ninguna criatura de Flaubert es real como Flaubert” y remite a su correspondencia. El grueso de las cartas son todas las enviadas a Louise Colet, su amante y “musa”, como él le llama. Hay críticos que sostienen que esto es así ya que la habría utilizado para crear a Emma pero, además, como sostiene René Dumesnil, todo lo que le decía a Louise hubiera deseado decírselo a Elise Scheelésinger, el gran amor de su vida (la conoció de adolescente y jamás la alcanzó). Flaubert era Bovary.
“Todo lo que inventamos es verdadero, puedes estar segura”, le escribe a Louise, “mi pobre Bovary, sin duda, sufre y llora en veinte aldeas de Francia a la vez, a esta misma hora”.
Hay quien va a terapia para entender o para cambiar, para escucharse o para inventarse. A mí me parece que voy para contarme mi propio folletín, sesión tras sesión, para leerme y enajenarme de mí que es el mal de todos. Madame B. soy yo. Vos también.
