En agosto de 1991 se produjo un golpe contra Mijaíl Gorbachov que duró sólo tres días pero sirvió para que todos supiéramos lo que se avecinaba. En uno de aquellos días yo estaba en París y caminado por Champs-Élysées hacia el Arco de Triunfo, para mi sorpresa, durante el paseo me encontré con un amigo rosarino: Coco López. ¿Qué hacés acá?, atiné a preguntarle sin darme cuenta de que Coco estaba parado delante de las oficinas francesas de Aeroflot. Resistiendo, me contestó, todo está muy complicado.
Años después, en Madrid, conocí a otro amigo comunista, Manuel Fernández-Cuesta, quien después, además, fue mi editor. Manuel venía de llevar ensayo en Mondadori y comenzaba su trabajo en Península donde publicó a Christian Salmon, Peter Brook y reeditó la obra de Primo Levi. Además de ser uno de los pocos editores que acompañan la tarea del escritor, Manuel fue dirigente del Partido Comunista español y, en distintas etapas, también tuvo vínculos con el partido francés y el italiano antes de su refundación.
Hace unos años solíamos reunirnos para comer un grupo del que él formaba parte y en aquellas largas sobremesas asistíamos a sus apasionadas intervenciones, en las que quedaba claro que no parecía tomar conciencia de la caída del Muro y la posterior desaparición del bloque soviético. Más sereno, otras veces, compartiendo una copa a solas, se dejaba arrastrar por cierta melancolía que sólo se borraba de su mirada cuando estaba cerca alguno de sus tantos viajes a Cuba.
Era un fino analista de la geopolítica mundial y un mejor lector de la realidad española. Antes de morir repentinamente, a principios de la década pasada, predijo con acierto el fin del bipartidismo y la emergencia de una fuerza nueva a la izquierda del socialismo en España, que después resultó ser Podemos, y que arrastraría con ella a Izquierda Unida, organización que aún alberga en su seno al viejo Partido Comunista español. O lo poco que queda de él.
El perfil de Manuel respondía al mismo que se le puede suponer a un creyente en el supuesto caso de que el Vaticano anunciara, apoyándose en Nietzsche, la desaparición de Dios. Muchos, como él, no atenderían a las razones oficiales y seguirían alimentando su fe. Hay indicios de este pronóstico ya que Juan Pablo II negó la existencia del Infierno y, hoy en día, hay miembros de la Iglesia que siguen hablando de la hoguera eterna. Es más, en una entrevista que le hizo el veterano periodista Eugenio Scalfari en La Repubblica al papa Francisco, éste afirmó también la inexistencia del Infierno y horas después el Vaticano negó tal declaración.
En un documental que rodó Nanni Moretti sobre las asambleas que se llevaron a cabo en Italia para debatir la disolución del partido, titulado La cosa porque así era como le llamaban entonces los italianos al PCI, “cosa”, a lo que, sin saberlo aún, debía resultar de aquellas discusiones y posteriores votaciones. En algunas de las tantas terapias de grupo —en realidad estaban más cerca de ser eso antes que asambleas políticas—, un partisano muy viejo pidió la palabra, se puso en pie ayudado por muletas, y se limitó a decir que él no oponía resistencia a la disolución del partido pero, combatiendo el fascismo, aclaró, había perdido una pierna y si se imponía la moción que promovía la disolución del partido, solicitaba que se le devolviera la pierna ausente.
Mi amigo, al igual que aquel partisano y el papa Francisco a su manera, como tantos creyentes, habitaban una realidad en la que se pide lo imposible.
A Manuel le falló el corazón y a sus amigos la vida al perderlo. Como casi todo lo importante, convivir con las pérdidas es algo que se aprende en soledad.
Tenía razón Coco: todo está muy complicado.
