Buscando información sobre el campo de concentración de Mauthausen encuentro, al azar, un relato publicado este año en Rosario/12. El cuento es inquietante porque se inspira en un intento de venganza por parte de un grupo judío de resistencia en la Segunda Guerra Mundial, que pretendía envenenar los suministros de agua de varias ciudades alemanas, hecho que se hizo público con la apertura al público de los registros soviéticos en 1991. Desconocía a la autora, Nadia Isasa, pero, atento al medio, pensé que se trataba de una escritora rosarina y descubrí que, además, es profesora de lengua y literatura de la escuela ORT de Rosario y que ganó, con este relato, un concurso literario organizado por el Centro Ana Frank de Argentina.
Este nuevo dato me llevó a interesarme por ese centro y resulta que está vinculado a la Casa de Ana Frank de los Países Bajos. Navegando en el sitio de esta institución que está en el barrio de Belgrano en Buenos Aires, me entero de que en el museo que forma parte del centro han reproducido la habitación de la casa de Ana Frank.
Estuve en la casa de la calle Prinsengracht 263 en Amsterdam un par de veces. Una de las cosas que mayor desasosiego generan en el lugar son las marcas con lápiz en una pared, donde se van registrando las alturas que van ganando los cuerpos de Ana y de su hermana Margot, dos años mayor, y que posiblemente han sido hechas por Otto, su padre. El vacío de Ana está en esa marca. En su cuarto (el que han reconstruido en Buenos Aires), donde escribió el diario, hay viejas fotos descoloridas de artistas de Hollywood y una ventana que da al espacio abierto del centro de manzana. Paul Auster en La invención de la soledad afirma que, desde ese sitio, a través de esa ventana, se pueden ver, al otro lado del patio, las ventanas traseras de la casa en la que vivió René Descartes. Auster imagina a una Ana Frank sobreviviente de la guerra leyendo a Descartes, quien no se cansaba de alabar a ese país por la inmensa libertad que le ofrecía.
Desde su ventana puede que Descartes viera caer las hojas de los árboles o los copos de nieve en invierno. Pero le daría igual. Galileo había conseguido el retrato de la caída de los objetos mediante el cálculo aproximado de cómo y dónde caía una cosa. A partir de ese momento la técnica se volvió autónoma porque ya no estaba ligada a los fenómenos. Todo se podía calcular y daba igual que fueran obuses o las hojas de un álamo. El diseñador Otl Aicher, quien no duda de las buenas intenciones de Descartes, desarrolla una teoría despiadada, pero no por ello carente de perspectiva, a partir de la voluntad del filósofo francés por mejorar la representación del cálculo con el sistema de coordenadas con un eje horizontal y otro vertical. Con una curva que atraviesa los ejes del tiempo y del espacio se puede saber dónde se encuentra, por ejemplo, un proyectil en cada momento. Con lo cual el proyectil deja de serlo para convertirse en una ecuación matemática. Pero la operación permite incluso, a través del cálculo, obviar la curva, con lo cual en esta operación desaparece el fenómeno, o sea el proyectil, y su retrato, la curva. Así comenzó la época digital. La realidad se redujo a una regularidad calculable. “El ser humano, con su modo de ver y de pensar, desaparece del escenario. La técnica y la ciencia se desarrollan sin que la humanidad participe en ello, sin su valoración y sin su control”, concluye Aicher.
A través de la digitalización en sistemas de coordenadas, la operación de Descartes permite evitar la participación del ser humano porque queda excluido de la historia y de su desarrollo. De esta manera, el lenguaje de nuestros días es accesible a un ingeniero, un estadístico o incluso como metalenguaje a un empresario, pero resulta ajeno para todos los demás, dado que la condición humana no puede abarcarse desde la cosmovisión digital.
La magnitud de esta dimensión está entre las rayas que marcaba en la pared Otto Frank y los seis millones de víctimas que no olvida Nadia Isasa.