Entre los veinticuatro títulos seleccionados para representar a la Argentina en la Feria del Libro de Frankfurt —el encuentro de derechos editoriales más importante del mundo, que se desarrollará hasta este domingo en esa ciudad de Alemania— figura Crónicas secundarias, del narrador rosarino Luis Alfonso, editado el año pasado por UNR Editora para su colección Confingere.
Alfonso es escritor y funcionario cultural de la Municipalidad de Rosario. En su momento, fue uno de los fundadores del grupo de teatro experimental Cucaño.
Uno de los cuentos de Alfonso publicados en ese libro es reproducido aquí en exclusiva por Barullo.
Crimen y exámenes
“I’m scarred, I’m scarred, I’m scarred.
I’m scarred,
I’m scarred, I’m scarred, I’m scarred.
Every day of my life,
I just manage to survive,
I just wanna stay alive. …”
“Scared” – John Lennon
Por Luis Alfonso
Ocurrió un martes. Un caluroso martes de diciembre pero impreciso y extraviado en el calendario de mis días de adolescente. Una mañana calurosa de esas que continúan a una noche igualmente sofocante. Aunque el verano aún no se había declarado oficialmente, ya estaba instalado cómodamente en las calles de la ciudad, conjugando como todos los años dos viejos conocidos: la humedad y los mosquitos. Una verdadera noche de pesadillas si a eso se le suma el programa de quinto año correspondiente a la asignatura denominada Química, que debía rendir ese día. El primero de los exámenes, de una serie de varios que debía dar, para definir si finalmente había concluido mi paso por la escuela secundaria o resultaba necesario que volviera a dar exámenes en marzo.
La noche había transcurrido conmigo sentado frente a un exhausto y enclenque ventilador, entre problemas estequiométricos, fórmulas isoméricas, aminoácidos y ácidos carboxílicos. Un par de litros de café, que había hecho su contribución al productivo insomnio, y un paquete de cigarrillos Marlboro, fueron la única compañía. El resultado había sido una pobre y raquítica preparación para dar examen con un programa complejo que había requerido de todo un año lectivo de desarrollo. Pero en esos tiempos yo creía fervientemente en la mística del estudiante secundario que aprueba materias por fortuna y no por aplicación. Así que allí estaba, fumando el primer cigarrillo de la mañana o el útimo de la noche, en la puerta de la escuela, esperando el turno para ingresar al cadalso.
Pero mi teoría de la suerte estaba comenzando a flaquear. Una mala racha preocupante amenazaba con aplazo al promediar el día. Una sucesión de jornadas devastadas por el infortunio había comenzado el sábado por la noche, cuando nos juntamos en la casa de Bernardi para estudiar Geografía, materia que rendíamos, el viernes siguiente, Alonso, Rossini, Bernardi y yo. Primer error. La casa de Bernardi no era donde él vivía, sino una casa perteneciente a su familia, abandonada y en trámite de sucesión, donde no había siquiera energía eléctrica. Bernardi había llevado un sol de noche a gas para iluminarnos y había una alfombra vieja y sucia para sentarnos sobre ella. Eso era todo. Y nada más. La construcción era una típica casa chorizo de tres habitaciones vinculadas por una galería, un patio, una cocina y un baño. Todo estaba en ruinas, más cerca de la demolición que de la posibilidad de reciclarla. Nos instalamos en la habitación del medio y por la puerta que daba a la galería entraba la luz de la luna llena. Por supuesto, la voluntad de estudiar duró lo que elementales necesidades que requerían alguna comodidad tardaron en presentarse. Café, mate, un baño no derruido, nada muy sofisticado. Lo mínimo.
A las tres de la mañana, ya cansados y en ese estado de estupidez propio de la falta de reposo, empezamos a jugar un picadito de dos contra dos con un bollo de papel que terminó cuando, en una épica atajada, volé como un cóndor andino para detener un chumbazo dirigido al ángulo izquierdo del arco dibujado en la pared. Apenas con la punta de los dedos conseguí mandar al córner el improvisado esférico, aunque caí con gran estrépito sobre la pinotea. Luego sobrevinieron los festejos consistentes en tirarnos uno encima del otro agregando, a los extraños ruidos resonantes en el viejo piso, gritos y carcajadas estentóreas.
No pasó mucho tiempo antes de que la policía apareciera recortada contra la luz de la luna en la puerta de la habitación. Llevaban sus armas en la mano. Algún vecino preocupado por el alboroto nos mandó al muere. Eran tres uniformados.
—¡Al piso! ¡Todos al piso! —gritó uno de ellos.
Orden que no entendimos porque, de hecho, ya estábamos en el piso.
—¿Qué mierda está pasando? ¿No hay nadie aquí? —dijo otro policía, bajo, retacón y con un voluminoso vientre.
—Estamos nosotros… —contestó Bernardi con un hilo de voz.
—Un adulto quiero decir, ¡pendejo pelotudo!
Y al mismo tiempo que lo decía le pegaba una patada en el pecho con su lustroso borceguí que sonó como si pateara un bombo legüero.
—Y no te pateo la cabeza para no hacerte tragar los lentes, ¡maricón de mierda!
Nos quedamos los cuatro en el piso, boca abajo, con las manos en la nuca. Rossini parecía que estaba por llorar, el Gordo Alonso me miraba con los ojos desorbitados y Bernardi se quejaba de que no podía respirar bien después de semejante patada.
—¿Qué mierda está pasando acá? —preguntó otra vez el cana que se había quedado en la puerta mirando toda la escena.
—¿Qué es? ¿Una orgía de putos? ¿Dónde está el dueño de esta casa? Andá a revisar el resto, a ver si hay alguien más —le dijo al panzón.
—Pregunté dónde está el dueño.
—Yo… yo soy el dueño —dijo Bernardi con la voz entrecortada—, mi viejo, en realidad…
—¿Y sabe su padre que usted está acá haciéndose romper el orto? —dijo mientras se reía.
—Vivimos acá nomás, a dos cuadras, déjeme que lo voy a buscar —contestó Bernardi casi llorando.
—Usted se queda ahí.
El petiso volvió a entrar en la habitación mientras se guardaba la pistola en el cinturón.
—No hay nadie más en la casa —dijo.
—Acomodalos contra esa pared. Sentaditos uno al lado del otro —le dijo el que parecía ser el jefe al policía que hasta ese momento no había intervenido, morocho, alto y de bigotes. Mientras tanto levantaba del piso uno de los libros de Geografía.
—“Geografía para quinto año de…”. Creo que estos son unos perejiles, Garmendia. Me parece que la pifiamos —dijo con cierto tono de frustración.
En su cinturón había un aparato de radio que no paraba de emitir sonidos cacofónicos.
—¡Puta madre! ¡No sé para qué carajo le digo QRV! Vamos a llevar a estos giles a la comisaria y que el comisario se arregle —dijo.
—Ya escucharon. Así que se van parando y en fila india van marchando para la puerta ¡Vamos!
Garmendia, el panzón, nos iba pateando los tobillos uno por uno para apurarnos.
Al salir a la calle desierta, la casa nos regurgitó hacia la madrugada estrellada y calurosa. Las luces del patrullero le ponían algo de color a la cuadra. A Bernardi y a Rossini, que eran de una contextura más pequeña, los metieron en el baúl del auto, y al Gordo Alonso y a mí en el asiento trasero junto al cana de bigotes. El panzón Garmendia manejaba y “el jefe” iba en el asiento del acompañante. El viaje fue corto. Terminamos para averiguación de antecedentes en “la comisaría segunda” de la calle Paraguay.
Allí estuvimos casi hasta el mediodía del domingo, junto a otras treinta y cinco personas en una celda de cuatro por cuatro. La mayoría de ellos eran jóvenes detenidos en razzias, en distintos lugares del centro de la ciudad. Los habían ido subiendo a un ómnibus de la línea 21 fuera de servicio, y los habían bajado en esa seccional. Entre ellos comentaban en voz baja que había uno que tocaba el timbre en todas las esquinas y que al llegar a la seccional lo habían encerrado en un canil por hacerse el gracioso.
Nosotros cuatro fuimos los últimos en llegar. Los jóvenes menores de edad comenzaron a salir lentamente de la comisaria a medida que los padres los rescataban a media mañana. Para lo último quedaron los mayores que no contaran con antecedentes penales. Afortunadamente mi vieja y mi hermana solían estar atentas cuando yo no pasaba la noche en casa. Sabían que nos juntábamos a estudiar en lo de Bernardi, y cuando al mediodía no di señales de vida comenzaron a buscarme llamando por teléfono a algunos de mis compañeros. Finalmente, junto a los padres de los otros chicos dieron con nosotros y nos liberaron. Antes de las dos de la tarde todos estábamos en nuestras respectivas casas, intentando olvidar para siempre lo ocurrido durante la noche.
Aquel domingo dormí el resto del día. Me desperté, dolorido por el estrés y la tensión de la noche, de pésimo humor porque no sólo no había estudiado nada el sábado en la casa de Bernardi, sino que también me había pasado gran parte del domingo durmiendo. Pero ni bien asomé el rostro a la realidad supe que todo podía empeorar. Los festejos de la hinchada canalla fueron un uppercat al maxilar inferior, en el momento que la radio pasaba la repetición de los goles de Ghielmetti, Gaitán y Marchetti en el arco de Newell’s. No me pude recuperar. “¿Para qué carajo me levanté?”, pensé al borde del llanto.
Los apuntes y mi libro de Geografía habían quedado en la casa de Bernardi. Por lo tanto como no podía estudiar Geografía decidí repasar Química, que era la materia que tenía que rendir el martes. Fue imposible lograr la concentración necesaria para entrar en tema. Me fui a dormir sin cenar. “Que este día terminé ya”, me dije, y cerré los ojos hasta la mañana.
A las ocho y media nos encontramos con el Gordo Alonso en el bar Imperial para repasar juntos. Mi novia, la Flaca Liliana, que había terminado el secundario en el Superior con “sobresaliente” de promedio, iba a venir a media mañana a explicarnos algunas cuestiones que todavía no entendíamos. Antes de eso Alonso, canallón irredento, me enseñó todas las combinaciones posibles de los dedos de la mano para representar el número tres. Y todo el resto de la mañana fui sometido a la cruel tortura de referenciar el tercer dígito cada vez que aparecía en los ejercicios de Química, con la humillante goleada sufrida por el rojinegro, equipo de mis amores.
El repaso y las explicaciones de la Flaca nos ocuparon hasta el mediodía. No faltaron los momentos incómodos cada vez que con mi novia poníamos de manifiesto nuestros problemas de alcoba. Alonso miraba para arriba y ponía cara de estar decidiendo si el grafito y el diamante eran alótropos del carbono o no. Ya hacía varias semanas que nuestra relación temblequeaba. En las dos ocasiones en que Alonso fue al baño ella no dudó en reprocharme cierto flirteo con su amiga “La Alemana”, del que me acusaba cada vez que el viento del norte o lo que fuera tensionaba nuestra pareja.
No duró mucho más. Al mediodía, Alonso se fue a su casa y yo acompañé a la Flaca hasta la puerta de la zapatería donde trabajaba el padre; allí debía encontrarse con su familia para almorzar. En el camino me pidió que nos tomáramos un tiempo para ver qué nos pasaba. “Tal vez extrañarnos nos haga bien”, dijo. La despedida en la puerta del comercio fue bastante fría, más bien parecía una huida necesaria hacia el bienestar. Pero yo volví a mi casa abatido por la tristeza.
Durante el resto del día la temperatura fue más agobiante que en el día anterior. Las radios hablaban de “ola de calor” y “temperatura record”. Yo lo pasé, al borde del derrumbe, a ratos bajo la ducha y otras veces intentando dormir para poder luego estudiar durante la noche, buscando algo de sosiego después de la ardiente jornada. Finalmente, y por eso de que la tristeza no construye nada, logré recobrar algo de aliento y retomé el estudio.
Soledad, ventilador, café, cigarrillos, grillos, cuadernos, biromes y cientos de ejercicios y problemas para resolver.
Por la mañana temprano éramos siete los que rendíamos, entre ellos Alonso y yo. Parados en la puerta del salón, que estaba frente a la biblioteca en la planta baja, esperábamos el llamado de la profesora.
—¡Palma! —llamó “la Basset”—, y me dirigió una mirada fulminante por encima de sus anteojos bifocales.
—Me parece que alguien se olvidó de afeitarse. Hágame acordar que le ponga un aplazo en aspecto y aseo personal —sentenció.
Yo recordé mis últimos tres días y estuve muy cerca del improperio seguido del portazo, pero me contuve. Me senté en el pupitre señalado y me dejé llevar.
Un poco antes del mediodía de aquel martes 9 de diciembre de 1980, ya no tan impreciso ni extraviado en el calendario de mis días de adolescente, salí de la escuela con la sensación de haber roto la mala racha y dando por sentado que por fin se reestablecía el orden natural de las cosas. En la puerta me esperaban mi amigo Alonso, que había terminado su examen un rato antes con idéntico resultado que el mío, y mi amiga Lina, que me había dicho la semana anterior: “Los voy a buscar a la puerta de la escuela para ver cómo rindieron”. Y allí estaba, sentada en el tapialito junto al Gordo, apoyados contra las rejas. Los vi de espaldas; ella con su corte garçon, poco común por esos días, se sonaba la nariz en un pañuelo rojo. Estaban en silencio, con las caras muy largas mirando un punto inexistente a la altura del cordón de la vereda.
—Hola Lina, ¿cómo va? —dije mostrando el mísero y regalado cuatro, escrito en un escueto formulario firmado por “la Basset”.
El Gordo me miraba acongojado y compungido. Ella levantó la vista y tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto. Con la voz quebrada me dijo:
—Lo mataron a Lennon, ¿no lo sabías? ¡Lo mataron a Lennon!
Y entonces sí. Me derrumbé sin consuelo.