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Barullo en papel Son de acá

“Yo siempre fui atrevido”

Al responder las preguntas de Barullo pareciera que Rafael Bielsa —poeta, narrador, político y rojinegro— hubiera sido muchos hombres y vivido varias vidas, épicas, vencidas, asombrosas o sencillas, hilarantes o líricas

Foto: Sebastián Vargas

Como Borges, Rafael Bielsa tuvo desde niño dos estirpes opuestas: de un lado el barrio del Abasto, la calle, el sur, la amistad, el fútbol y los riesgos, y del otro el petit hotel de Oroño y Montevideo, con la biblioteca marítima del abuelo insigne, el estudio, el centro, la belleza, el amor y la barricada. El mismo abuelo que lo apodó Gorito, porque de muy pequeño le costaba pronunciar la R buscando su gorra infantil. Al responder las preguntas de Barullo pareciera que Rafael Bielsa hubiera sido muchos hombres y vivido varias vidas, épicas, vencidas, asombrosas o sencillas, hilarantes o líricas. Se arrepiente de no haber hecho más que lo que hizo en los años airados, y de no haber sido más bueno con quienes lo acompañaron. Tiene más poemas publicados que Lugones en la antología de poesía del Bicentenario (Alfaguara), pero se niega a lanzar su mejor novela inédita: Arqueología de un amor sofocado.

—Comencemos con la infancia, el apodo Gorito, tu vida de contrastes entre el palacio de calle Montevideo, sus normas y la vida enfrente, el parque, el campito con los pibes de la calle. Thomas Bernhard tiene esa trilogía sobre su escritura, El origen, El aliento, El sótano, en tu caso, en ese bello libro aún inédito Arqueología de un amor sofocado, se intuye que en esa fisura entre el palacio del abuelo insigne y el campito de enfrente, está el tuyo… ¿puede ser?

—Es. Vivíamos los tres hermanos y mis padres en Mitre y La Paz, a pocas cuadras del Mercado de Abasto. Mi abuelo, profesor universitario, estaba en Montevideo 2150. De lunes a viernes, por Mitre, jugábamos a la pelota en la vereda, a las figuritas, teníamos una barra, nos agarrábamos a las piñas. El viernes por la noche empezaba la biblioteca marítima de mi abuelo, que terminaba la noche del domingo. Eran lecturas, la libertad del solo, una conducta anárquica. De muy niño, yo andaba de la cuarta al pértigo con una gorra de visera curva. Si por alguna razón se extraviaba, la buscaba por cada rincón, arrebatado e ido, gritando por mi dije. No me salía la letra erre, pero tenía una garganta del diablo. De ahí, mi abuelo me apodó Gorito. No es que hubiera una fisura; mi mundo tenía como Jano dos rostros. El social y deportivo de los días hábiles, y el lectoral y rumiante de los fines de semana. En ambos me sentía cómodo, amaba a ambos. En Mitre, la amistad, el fútbol, el riesgo; en Montevideo, la belleza, el amor, la barricada. Por entonces, Mitre se transitaba de norte a sur. Los carros de los verduleros pasaban, con sus barcarolas rimadas de lenguajes procaces para las muchachas bonitas, hacia el sur. Por Mitre, hacia el futuro se iba al sur. En mi modo de ver la belleza, el sur desde entonces es donde está todo lo venidero, y en el norte lo vencido. Hubo muchas elecciones en mi vida que se subsumieron en ese canon. Adicionalmente, creo que no es casual que, en Roma, viviera a los pies del monte Giannicolo, conocido también como Janículo, cuyo origen etimológico es el dios Jano, quien tenía dos rostros, los comienzos y los finales. Lo cierto es que a lo largo de mi vida he tenido varios de ambos.

—Tenés que definir a tu madre, Lidia Caldera (qué símbolo el apellido), la mujer capaz de enfrentar al célebre abuelo jurista en la mesa del palacio, la maestra, la mujer señalada por el índice del sol.

—Empiezo por el final. La mujer señalada por el índice del sol de la canción era mi nonna Marina, mirada a través de los ojos de mi madre. Para escribir la canción traté de pensar en lo que Lida Silvia Rosa, mi madre, sentía cuando recordaba a su madre. Mi Vieja fue una mujer de Atenas, en el sentido literal de algunos de los versos de Chico Buarque. No tanto respecto del contenido profundo de esa canción, sino en el de haberme copiado de su ejemplo, de su orgullo granítico, en su sobria fortaleza, su sentido del sacrificio y del seguimiento de lo que ella creía que era el deber. Lo de mi madre y mi abuelo está lleno de anécdotas familiares; lo esencial es que ella no le prodigaba pleitesía, y él aceptaba esa extravagancia con una elegancia jocosa. Amores diagonales, el de mi abuelo paterno con mi madre, el de mi padre con mi abuela materna, la nonna Marina. Quizás esos adultos mayores tenían aquello que carecían sus descendientes, hijo e hija. O tal vez, mi madre y mi padre podían prodigarles a ellos el afecto que no brindaban a sus parejas. Rigores de época.

—Sobre tu padre, Rafael hijo, está todo dicho en Arqueología de un amor sofocado, pero hay algo que él, tu padre, me dijo a mí en los pasillos de Tribunales sobre que vos “salvaste a Ñuls”. Tengo muchos amigos leprosos que piensan como tu padre: que los socios de Ñuls se animaron a voltear a Eduardo J. López porque vos te pusiste adelante del pelotón de fusilamiento. ¿Es así?

—No sabía que mi padre lo había dicho, lo que no es raro. Durante décadas no supe nada de él. Tampoco había oído que alguien más lo pensara, y me sorprende. No creo haberme puesto delante de aquello. Simplemente, Ñuls me importaba de una manera desmesurada, y Eduardo J. López me insultaba a mí con muchas de las cosas que hizo en el club. Él se había puesto entre el club y yo. Fue el lema de Martín Lutero, Ich kann nicht anders, “no puedo hacer otra cosa”. Si de algo me arrepiento de aquellos años airados, es de no haber hecho más que lo que hice, y de no haber sido más bueno con quienes me acompañaron. A veces, el exceso de amor es juzgado como una cosa secundaria, una bagatela, y se maltrata por ser menos desorbitados a quienes eligen estar junto a nosotros. Dos abusos nunca hacen una sobriedad, sino una furia.

—¿Cómo era Néstor Kirchner? Como político, como persona, como compañero. ¿Cómo era laburar con él? ¿Cuánto perdió el campo popular con su muerte?

—Lo primero que tengo que decir es que lo quiero. Eso quita naturalidad a mis juicios. Creo que era un muy buen tipo, más vulnerable de lo que él quería, más humorista que malhumorado, mejor oyente que hablante. Alguien que entendía el poder como muy pocos, de una manera eficaz y tajante. Un excelente militante si el compañero quería dejarse guiar. Necesitaba ser querido y por eso tomaba las emancipaciones como exclusiones, cosa que lo mortificaba. Trabajar con él exigía el escrúpulo de entender cosas que ya dije; la oposición debía ser expresada desde la óptica del perjuicio de las mayorías, no del desafío a su singularidad. Una vez, le dije que Thomas Jefferson había expresado que esperaba que la sabiduría de los gobernantes creciera con su poder y les enseñara que cuanto menos lo usaran, mayor sería. Me miró, alzando las cejas en una expresión dolorosa, y me pidió que le repitiera la frase. Lo hice. Dejó pasar unos segundos y se rio con escándalo. Me dijo que el mundo no era otra cosa que la voluntad de poder, nada más, y que él la tenía. Y lo remató enfatizando que el poder es uno, por lo que no hay que tercerizarlo, porque toda derivación es disminución. Detestaba deber dinero, era un acreedor nato. No le gustaban los planes sociales en tanto y en cuanto amaba generar trabajo. Su muerte causó una dilución de esas inclinaciones que le eran propias, y su empleo en contra de los intereses sectoriales y en favor de los que más sufren desaparecieron con él, lo que supone una enorme pérdida para el campo popular.

—Contanos dos anécdotas interesantes de los años ardorosos en que fuiste canciller de la República.

—¡Tantas! Relatarlas suena anacrónico, y no es algo que haga bien. Dicho lo que antecede, algo que recuerdo y que lo pinta como era, es lo siguiente. Íbamos en un viaje largo, probablemente a Venezuela, o a otro sitio, no lo recuerdo. Creo que yo estaba leyendo André Malraux. Une vie, la biografía escrita por Olivier Todd. Cuando él apareció por detrás de mí, yo me había demorado en una foto del escritor con Charles De Gaulle, sentados sobre un umbral de madera, posiblemente en el interior de algún teatro, hablando de ópera según el epígrafe. Me preguntó qué era esa imagen. Le señalé a De Gaulle y le dije que el general era él. Me dio vergüenza reconocer que me hubiese gustado ser el otro. Entonces me preguntó qué era lo que más me gustaba hacer. Le contesté que leer sin que me interrumpieran, no exactamente una gentileza, y le dije que el francés había sido mi segunda lengua. “¿Y a vos?”. Me explicó que caminar con su hijo Máximo hablando de política. Y sin solución de continuidad, cambió el giro que yo creí que llevaba. “¿Y qué pensás de (Horacio) Rosatti?”. Le dije que era muy formado, muy inteligente, y que entendía la política. Como Néstor quería cambiar a nuestro embajador en Francia, supuse que había pensado en Horacio y agregué que el Club de París había sido fundado en 1956, porque Argentina acordó reunirse con acreedores en esa ciudad, y que en tanto grupo informal de acreedores oficiales que buscaba soluciones coordinadas para los países deudores con dificultades de pago. Concluí internamente en que Rosatti podía hacer una buena embajada. Movió la cabeza y se fue. Al poco tiempo, lo nombró a Rosatti ministro de Justicia. Más adelante, a mí me propuso ser embajador en París. Yo acepté de inmediato, pero al día siguiente rechacé la honra. Hubiera sido un exceso. Así era su ciclo de toma de decisiones.

Un sábado, creo que fue en mayo de 2005, fui a Olivos con una turba de carpetas, a explicar los detalles de una negociación trabajosa. Me acompañó Andrea, mi esposa, con la expresa promesa de esperarme en el auto y no alborotar. Quería volver rápido a casa, donde esperaban mis hijos mayores. Pasé a la Jefatura de Gabinete, un sector de la quinta donde solíamos reunirnos. Empezó a pasar el tiempo y no venía, cosa rara porque era ansioso y él me había fijado la reunión. Siguió pasando y nada. Apareció como a la hora. Venía con Andrea, muertos de risa. La diversión consistía en que la había visto en el auto, la había invitado a pasear, y llevaban una hora hablando de Racing, equipo del que ambos eran fanáticos, y del partido que debía jugar, que no era contra el Bayern Múnich sino contra Huracán de Tres Arroyos. Si la memoria no me falla, Racing empató 0 a 0. A veces, era como el compañero bromista de cuarto año “A” de la secundaria.

—Los jugadores de Ñuls que te hicieron más feliz. Nombrá los que quieras.

—Marcos, el Mono Obberti, Bezerra, Marito Zanabria, Santamaría, Manolo Silva, Alfaro, Gamboa, Mauricio Pochettino, Zamora, Saldaña, Justo Villar, Scocco, Mauro Formica, Torómbolo Scoponi, Pablo Pérez, Ditta, Sforza. Con toda seguridad estoy siendo injusto.

—¿Es cierto que de joven te fuiste a probar a Ñuls con Griffa y no quedaste? ¿Qué se perdió el fútbol de Rosario en tu caso, un Marito Zanabria o un Blas Giunta?

—Me fui a probar a Ñuls, en cancha grande, con Griffa. Conservo la citación para una prueba ulterior, a la que no asistí. Recuerdo que ensayé un saque de arco desde el vértice del área chica, con cara interna y de chanfle. Se la quise dar al seis, que estaba de espaldas. La pelota cayó como una pedrada de granizo, en el área chica. El fútbol de Rosario no se perdió a un Zanabria, ni tampoco a un Giunta. Eventualmente, se perdió a un Demóstenes en jerigonza rosarigasina. Un jugador cuya mayor virtud no estaba en sus piernas sino en la lengua, que no se quiebra, pero tampoco driblea.

—Una frase para definir a María Eugenia y una frase para definir a Marcelo.

—María Eugenia es el temple frente a la adversidad. Marcelo es la voluntad frente a las restricciones. Dos productos genuinos de la escudería “Lida”.

—¿Es verdad que para la campaña a gobernador de Santa Fe, en 2007, tus amigos tuvieron que hacer una colecta para comprarte ropa?

—Sí, es verdad. No es que fuera un zaparrastroso; algún amigo me regaló un par de camisas blancas, un compañero un buen par de zapatos. No faltaba, pero tampoco sobraba. ¿Quién habrá relatado eso? Seguramente, el más pródigo. El relato indica que eran más interesados que generosos.

—¿En qué momento aparece la poesía en tu vida? Vos sos un escritor total, pero esencialmente un poeta. En la antología de Monteleone de Alfaguara, de 200 años de poesía argentina, hay más poemas tuyos que de Lugones. Eso es un juicio crítico. ¿Cómo, cuándo, por qué te hacés poeta?

—Debo decir que no conozco personalmente a Monteleone. Alguna vez nos escribimos. Conocía con solvencia todos mis libros de poemas, sobradamente mejor que lo que yo los conozco. Nunca vuelvo a leer lo que escribí. Por lo demás, tratándose de una antología, a veces un poema es largamente superior a la suma de otros veinte o treinta. ¿Cuántos poemas de mi autoría harían falta para empardar, en lo que sea, el Memorial Inmortal de Don Pedro Girón, Duque de Osuna, Muerto en la Prisión, de Francisco de Quevedo? “Lloraron sus envidias una a una, con las propias naciones las extrañas; Su tumba son de Flandes las campañas. Y su epitafio la sangrienta luna”. Creo que Borges dice que ese cuarto verso es el más grande de la lengua española. Los rosarinos que me tienen inquina refuerzan el número de títulos, no su calidad. Y pergeñan nuevas antologías pegajosas, con amigotes y secuaces, al igual que francachelas náuticas rumbo al norte, donde yace la derrota. Comencé a escribir poemas a los once o doce años. Me imagino que fue una imitación de lecturas en la biblioteca de mi abuelo Rafael, de La Bratacomiomaquia, “Extraña es la pregunta, el huésped le responde”, una parodia de La Ilíada de Homero. O de Poemas de John Keats, “¡Hijo de la vieja Montaña de la Luna de África!”. Un título que me llamaba la atención, y un lugar al que deseaba conocer. Supongo que habrá empezado como recuerda la memoria.

—¿Cómo llegás a la hora de la rebelión política, a la militancia? ¿Qué fue primero, la izquierda o el peronismo, o las dos cosas? ¿Querés contar algo de la Quinta de Funes? ¿Quién fue Marité Vidal?

—El peronismo, la izquierda y la Tendencia llegaron a mí, más que yo a ellos. De una familia ferozmente antiperonista y de un familiar de aquella familia disconforme como yo, lo primero fue la solidaridad con los que estaban en inferioridad de condiciones, sazonado con el cristianismo de la encíclica Populorum Progressio. El sancocho se derramó sobre la irritante proscripción del peronismo y todo formó parte del licuado que aceleraban los gobiernos militares con sus crueldades, absurdos y torpezas. En mi caso, junto con la rebeldía y las lecturas caudalosas, trotaban la música, la amistad, los poetas. Marité Vidal es mi amiga, minha sócia en cuestiones de belleza, alguien a quien perdí para siempre, a la que encontré hecha huesos y que ocupa y ocupará un lugar en mi vida hasta que sea mi turno para que me pierdan. La Quinta de Funes fue mi infierno en la Tierra durante muchos años, hasta que comprobé que allí no había un sótano, y a mí me habían mantenido chupado y encadenado dentro de un sótano. Finalmente, ese lugar de extinción apareció y lo reconocí, era La Calamita, con su sótano y su litera de quemar tendones y su paredón de fusilar. En la causa Guerrieri hubo testigos, además de mí, que así lo dejaron probado.

—¿Cómo fue el exilio? Hay, en general, una romantización del exilio, suponemos que no es tal.

—Irse a vivir al extranjero puede ser un acto de propia voluntad o un castigo. Es muy difícil o inútil comparar uno con otro. El exilio es contrario a la voluntad y eso lo vuelve intolerable, o lo volvió intolerable para mí. Yo vivía pensando en la Argentina, y eso me dio un carácter intratable. Estados Unidos y España, a su modo, fueron generosos conmigo, pero yo no lo quería ver, no deseaba ser tratado con esplendor. Iba a buscar a personas desagradables al aeropuerto de Barcelona, a El Prat, sólo para preguntarles si podían darme los papeles de diarios con los que envolvían sus zapatos para guardarlos en la valija. ¡Leer lo que estaba pasando, que adicción! Todas las veces que pude llamé a mi familia para que, un domingo por la tarde, me pusieran cinco minutos del partido de Ñuls, relatado por radio, para que pudiera escucharlo en la helada noche barcelonesa. No tengo recuerdos hermosos de aquel tiempo, y sé que me pasaron cosas hermosas allá. Cada vez que he podido, evité volver.

—Ya en democracia, ¿qué recuerdos y concepto tenés de Raúl Alfonsín? De su persona y de su presidencia.

—Sé perder, pero soy un pésimo perdedor. Cuando pierdo soy altivo, pero sólo para que quien me derrotó no se dé cuenta de cuánto me enojo, de cómo me perturbo. Y para que los que pierden conmigo eludan esa pasión nacional de correr como liebres a ofrecerle auxilio al ganador. Desprecio ese hábito y peleo contra él como puedo. Por eso es por lo que, para mí, nada se termina después de una derrota. Alfonsín nos había ganado, y por lo tanto sus años fueron para mí de oprobio. Trabajé con auxiliares muy cercanos a él, como Ideler Tonelli, o Enrique Paixao, pero más por aquello que yo veía de distinto en ellos respecto del presidente, que por su homogeneidad. El tiempo pasó, y cuando me tocó ser ministro de Relaciones Exteriores, nos pareció del caso invitar a expresidentes a las cenas en honor de visitantes ilustres que se organizaban en el Palacio San Martín. Mientras fui canciller, él fue invitado. Allí conocí a otra persona, que tal vez fuera la que había sido y yo no estuve en condiciones de ver. Un tipo culto, curioso, gran charlista, agudo. No sé si se conserva ese hábito de compartir la mesa junto con un visitante y un expresidente. Probablemente no: este gobierno prefiere eliminar lo vigente que robustecer lo existente. Cree que esa inferioridad es una forma de ser importante.

—¿Es cierto que desde la Secretaría de Justicia esos primeros años de la democracia fuiste uno de los pioneros de la informática jurídica en el país? Decinos una frase sobre Carlos Nino.

—Carlos Nino fue una mente superlativa que evitó en Argentina que el derecho fuera un instrumento al servicio de la justificación y la impunidad. Al respecto, recuerdo una anécdota que me contó Raúl Alfonsín, el mismo Nino, o un tipo fenomenal, Roberto Gargarella. Carlos Santiago Nino se reunía subrepticiamente con Malamud Goti, Alfonsín, Tróccoli y Jaunarena para discutir el modo en que no hubiese impunidad para los crímenes de la dictadura. Algo se filtró a la prensa. Como Nino y Malamud Goti no eran radicales de sangre azul, temieron ser acusados de correveidiles. Pero Alfonsín sabía que enfrente del sitio de las reuniones había un edificio desde donde los grababan con un micrófono direccional. Entonces, se instaló un aparato para que los vidrios tiritaran y eso impedía grabaciones externas. Nino integró el Consejo para la Consolidación de la Democracia, muchas de cuyas tareas las delegaba en estudiantes y profesionales recién graduados. Néstor Kirchner una vez me dio una filípica por mi compulsión a delegar, diciéndome que el poder era uno solo, y que quien lo delega lo menoscaba; ya hablé de eso. Él pensaba igual que el constitucionalista francés Carré de Malberg, quien decía que no había tres poderes sino solo uno, eventualmente dividido en tres funciones diferentes, la ejecutiva, la legislativa y la jurisdiccional. En cuanto a haber sido pionero en la informática jurídica, respecto de esa disciplina y de todas las demás, creo que más vale llegar a tiempo que ser invitado. Yo siempre fui atrevido.

—¿Será posible algún día la transversalidad política entre el peronismo y el radicalismo en la Argentina?

—Si es posible, no será con esos nombres propios, más litúrgicos que convocantes. Ya hubo transversalidad, y mi voto respecto de ella es no positivo. Néstor me contó el nacimiento de aquella idea con un optimismo crédulo y cansado; así debe de haber sonado la voz de Dios en el séptimo día. Es cierto que el general Perón se nutrió con radicales disidentes que buscaban defender la soberanía nacional frente al neocolonialismo, pero el peronismo estaba en sus primeros pasos. Juan Atilio Bramuglia fue socialista, así como Ángel Borlenghi. Expresaban un modo de transversalidad, pero errático. Tal vez sea posible alguna articulación, aunque sobre las ideas y capitaneada por figuras jóvenes. Pienso en Grabois, Axel Kicillof, Monteverde, Santoro. Ruego que prevalezca su capacidad por encima de su voracidad, su generosidad por sobre su recelo, su piedad por sobre su codicia, que provengan de la familia de las labores más que de la de las máquinas calculadoras.

—¿Por qué no quisiste encabezar la lista de convencionales constituyentes del peronismo santafesino este año?

—No es que no haya querido; no pude. Tenía que trabajar, hacía poco que había empezado, no podía pedir dos meses de licencia. Me hubiese encantado ser convencional constituyente. Pero, ¡hay tantas cosas que me hubiese gustado ser!

—¿Cómo fue la tarea de ser embajador argentino en Chile, un país donde para decirlo en términos futboleros, nos chiflan cada vez que tocamos la pelota? ¿Cómo son los chilenos?

—Es un país que amo, aunque debo recordar que he amado a mujeres que no me quisieron. El amor es asimétrico, hay que combatir esa certeza, pero desde la aceptación. Cuando alguna tragedia nos golpea, nosotros los argentinos empezamos buscando algún hipotético culpable. En Chile hay un concierto para solucionar colectivamente los daños. Como país es serio, amante de medir para que los números hagan innecesarios los caprichos, concienzudo respecto de sus decisiones. En Hispanoamérica hay un prototipo de argentino que yo asocio más bien con el porteño nuevo rico. No es el rico, porque hoy no alternan cuando viajan, y a comienzos del siglo XX el prototipo era Macoco Álzaga Unzué, quien en Maxim’s, mientras esperaba el primer plato, tiró manteca al techo donde estaban pintadas las valquirias. Alguien más excéntrico que irritante. Tampoco es el pobre, cuyos trayectos son de cabotaje. Es ese argentino gritón, protestador, ampuloso, urbano, capitalino y portuario, trepador. Es un resto de lo que fue el símbolo de la argentinidad, que ya no existe. Esa maqueta es la que fastidia, y con razón. Me imagino que muchos chilenos piensan lo que hubieran hecho con esta patria amada y arrasada que Dios nos dio. Pero no es nada con lo que no se pueda convivir. Chile premia con su conexión con el mundo, con su buena educación, con su previsibilidad.

—Acabás de donar toda tu biblioteca personal a la ciudad de Rosario (diez mil libros), ¿cómo se toma una decisión así?, ¿qué se siente?

—No iba a leer tantos libros de nuevo, de manera que allí ya existía una buena razón para donarlos. Luego, mi hijo mayor no los quiso y el segundo tampoco. El tercero y el más chico son consumidores furibundos de teléfonos celulares. Yo soy de ceder bienes más que de acumularlos, no me gusta el volumen, prefiero la limitación. Siento que hice lo que debía hacer.

—Tu novela Rojo sangre es un bello y feroz film noir de la otra Rosario, la que siempre estuvo ahí desde el imperio de Pichincha. Recuerdo que no hace mucho te robaron en el auto en Circunvalación llegando a Rosario. ¿Cómo se arregla esa grieta? ¿Podemos volver a esa época en que la clase obrera iba al paraíso? ¿Cómo?

—Creo que, como lo adelantó Giambattista Vico, hay un corsi e ricorsi. La historia humana sigue ciclos recurrentes de progreso y decadencia. Cambian las herramientas, pero no esa esencia de la condición humana. No sé si la clase obrera irá al paraíso, pero los que acumulan y no le permiten comer dejarán ese lugar. Hay que luchar, saber que es cansador y largo, y que no hay otro camino. Como escribió hace mucho Rousseau, la igualdad de la riqueza debe consistir en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ni ninguno tan pobre que se vea necesitado de venderse. No es de hoy para mañana.

—Tu mejor libro de narrativa está inédito, es la nouvelle Arqueología de un amor sofocado, ¿vas a editarlo o hay que seguir esperando?

—No hay que esperarlo, no vale la pena.

—No puedo soslayar preguntarte cómo ves el gobierno de Milei, este año y medio de gobierno de tu exempleado…

—Ambos éramos empleados de Eduardo Eurnekián, cobrábamos un sueldo y no teníamos acciones como propietarios. Fue un subordinado, cosa que traté de no hacerle sentir, como lo busco con todas las personas con las que trabajo en idéntico orden. Su gobierno, desde mi punto de vista, expresa exactamente todo lo que desprecio en el manejo de la cosa pública. Hace daño, no mira cuánto ni a quiénes, y no va a prevalecer.

—Tenés apenas 72 años recién cumplidos, mucha gente sigue esperando cosas tuyas, de la política, del pensamiento, de la poesía: ¿qué vas a hacer el resto de tu vida?

—¿Qué va a hacer el resto de mi vida conmigo?, sería una duda más ajustada. Y 72 son una banda de años. ¿Mi vida me dejará leer y escribir? ¿Amar a mis hijos? Eso es lo que quisiera, auténticamente. Pero el hombre propone y dispone la vida.

Por Marcelo Scalona

Escritor, poeta, periodista, editor y profesor de escritura creativa. Ha publicado las novelas El camino del otoño, Enrarecido, El portador y El hotel donde soñaba Perón; los libros de cuentos El altillo de mis oficios y Compostura de muñecas y los poemarios Mapa y El mar. Colabora habitualmente en los diarios Rosario/12 y La Capital.

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