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Volver a los diecisiete

Por poner un lugar, el bar Odeón. O el Continental. Santa Fe y Mitre, o Alem y 3 de Febrero. Mil novecientos setenta, por dar una fecha. Volver a los diecisiete, desde el rabo de la vida, es como lamer la herida, sin que la pena me inquiete.

Después, esos dos vértices daban lugar a triángulos itinerantes, a cuadrados, a rectángulos, a hexaedros. Los lugares de procesión podían conformar constelaciones lineales –como Canis Minor–; por ejemplo: desde la casa de mi abuela en la calle Montevideo hasta el Odeón. O radiales –Monoceros–: del Odeón a la Facultad de Derecho, o a la “Siberia” (el Instituto de Música), o a la casa de Marité (el andén de la belleza), donde hablábamos de política y cantábamos, o a Villa Banana, donde militábamos, o a la barranca, donde leía junto a la orilla, a la altura de Presidente Roca. También pentágonos –Auriga–: salir de lo de Marité, ir a lo de Enca, pasar a buscar la moto por lo del mecánico (una Gilera Saturno 500 cc), comer algo en la Granja Royal (un plato de salchichas con arvejas), y terminar la noche en el Odeón. Una galaxia de estrellas hospitalarias, en un cielo excesivo.

Es extraño: desde mis veintidós años hasta la niñez, lo recuerdo todo como si estuviera sucediendo; el color envejecido de los días de julio en los que el invierno rosarino se toma un respiro atemporal, el olor a musgo del paredón de la calle Wheelwright –de ladrillos ingleses color cuero, que separaba la ciudad del murmullo de las orillas–; la textura de la corteza de las palmeras; el efecto sobre las islas miradas desde la plaza Guernica.

En cambio, desde entonces hasta hoy, los años son un amasijo de flejes, de mampostería de demolición, de vidrios apedreados: los desechos del que pude haber sido. Tal vez, porque todo se apagó de golpe, de un momento para el otro. El paredón de la calle Wheelwright dejó, de un lado, la edad enérgica, y del otro, la prórroga de un plazo. Desde el nacimiento contraemos una deuda de vida con la muerte, que algún día hay que pagar.

Quizás los recuerdos más interesantes sean aquellos de los que se ignoran los motivos, porque obligan a pensar en cuáles fueron. Y ese trayecto está lleno de objetos relegados: guaridas, hojas crocantes de plátanos otoñales, calles sin salida, sortijas de contraseñas.

Por ejemplo, me acuerdo de una noche en la que fui a escuchar a Mito Sparn, que actuaba como solista. Estaba cantando Callejero, de Alberto Cortez y se quedó en blanco. El diábolus in musica, la restricción preexistente que condiciona la razón de ser de todo intérprete. Se levantó, con la guitarra inerte en la mano derecha, y se fue para no volver. Esa escena tan vívida trae consigo el olor del río, el frío exterior, la superficie escamada de la silla sobre la que estaba sentado.

U otra noche, en la que Horacio Sturam dijo en el escenario: “…con mucho esfuerzo. me estaba acostumbrando a la idea de ser petiso, y ahora tengo que acostumbrarme a que también voy a ser pelado” (humo, ruido de vasos, una risa cuajada entre exclamaciones). O la leyenda urbana –nunca confirmada– de que Alfredo Llusá, violinista ornitológico, había aprendido a tocar la flauta traversa sólo para sumarla al arreglo de Nieblas del Riachuelo, el turbio fondeadero sonoro que su instrumento baldeaba con agua fresca. Escalofríos, insomnios con la cabeza llena de ideas y de música, amor y muerte asechando por su lugar en la línea de largada.

Hay frisos de aquellos años que, de tan vívidos, encandilan. Están contenidos dentro de una atmósfera de representación figurativa, donde la baba del caracol que fui todavía conserva su textura cremosa, en todo su esplendor, su violencia y su belleza. Brazadas rumbo a cambiar el mundo que conocíamos, sin saber del todo cómo sería el mundo por conocer. El pliegue lánguido de una noche azul cobalto, los fogonazos como duraznos efímeros, un pedazo de luna haciendo equilibrio sobre un riel, los ruidos húmedos de unas pisadas sobre la grava llovida. La fiesta de la vida y el silbido fugaz de la muerte. “Las puertas están cerradas, ventanas y celosías. «No soy el amor amante, soy la Muerte, Dios me envía»”.

La primera vez que escuché el Romance del enamorado y la muerte, esa delicia del siglo XVI, fue durante una obra para títeres, en las voces de José Luis Bollea y Marta Elena Carranza. Preparaba mi oído y mi espíritu para después admirar el clarinete de Jorge Migoya, los pasajes al piano de Daniel Zimbaldo o de Alberto Vilosio, los ritmos de Gustavo Puccini, el bajo de Charlie Pagura o las improvisaciones de Lucas Demare, los que a su vez me alistaban para la explosión ácida de Tommy Gubitsch, que pasó apenas un año por el Invisible de Spinetta con su guitarra astral. “Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía; soñaba con mis amores, que en mis brazos los tenía”.

Por eso es que no entiendo la letra de algunos tangos, como : “¡… mis ansias ya se habían refugiado entre las ruinas de mi pasado!”. O de Como dos extraños: “¡… los recuerdos me han hecho mal!”. Ni ruinas, ni mal. Hoy es los despojos: una sentina de maderas pegadas con brea, de marcos desportillados. En mi pasado está Shangri-La, uno de los beyul tibetanos, idílico y sagrado.

El Rosario donde viví era una constelación de estrellas: música, ideas, compromiso, libros. Me imagino que ahora habrá otras estrellas y otra constelación, pero no me sé los nombres y, además, no son las de la esquina de la casa de mi vieja. Los clavos con los que agriete, las piedras con que me hundo, son uvas de un viejo mundo que mi devenir me dio, con ellas me interno yo, en el destino profundo.

Por eso es que no volveré. En algún sentido, porque nunca me fui. Y en el otro, porque no sería yo, y Rosario ya no es la que fue.

Publicado en la ed. impresa #12

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