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Barullo en papel Columnas

Vida de dos

Aldo está gris. Con algunas manchas marrones en los pómulos. Todavía el bigote conserva su vitalidad. Pero está muerto. Yace en un cajón acolchonado que no hubiese sido suficiente para su cuerpo vivo. Como si la gente se achicara con la muerte. Como si fuesen los gestos lo que le dieran expansión física a un cuerpo. Su mejor amigo, León, y su editor, Carlos, lo miran de cerca. Son los únicos en esa sala chiquita rodeada de coronas de flores. Dejaron el bullicio atrás, de gente que parece en una conferencia o en el hall de un teatro, y se acercaron a verlo.

—Tiene puesta la camisa de flores, qué hijo de puta -, le dice Carlos.

 —Jefe hasta el último momento- , dice León. Pensar que lo cargaba el miércoles pasado en la mesa de examen porque se vestía como un pendejo. Las tenés muertas a las alumnas, le dije, y se reía, con esa risa tipo Patán.

—Tipo Corleone, tipo Corleone. Cómo te vas a morir, boludo. Lo dice tocándose la rodilla que más le duele.

Desde la esquina se ven grupos de jóvenes desperdigados en las escaleras de mármol. No se sabe a qué velorio pertenecen porque hay varias salas distribuidas en cinco pisos. Un edificio dedicado a la pena, a apilar el dolor en horarios pautados y espacios acondicionados con fragancias artificiales. Beatriz ingresa sostenida por Gastón, su hijo más grande. No ve a nadie. No le interesa quién está. Todavía no está viviendo lo que le pasa. Sólo tiene un dolor insondable que la atraviesa pero que aún no tiene palabras, ni tiempo. El hall de ingreso es de mármol y aluminio, como un anuncio a los deudos del invierno que vendrá.  La pantalla anuncia, en una lista de nombres: 12-03-20  Aldo César Cavalieri- Piso 4. Madre e hijo esperan el ascensor. Ella mira para abajo, él a los números rojos que decrecen. Detrás de ellos, en la misma espera, cinco hombres desaliñados. Parecen arrastrados allí fuera de su voluntad. Cuando llega el ascensor uno le hace señas a Gastón para que suban solos, ellos esperarán al siguiente, para postergar el momento, quizás.

Cuando la puerta automática se abre, los recibe el calor de la gente amontonada, voces disonantes que hablan con ánimo, de cualquier cosa. Beatriz levanta la vista pero no ve a nadie conocido. Gastón la toma del brazo y tuercen la marcha hacia la derecha. Hay dos velorios en el mismo piso y deben ir al correcto. Su hija, parada junto a la mejor amiga va a su encuentro. Tiene un pantalón blanco con cinturón ajustado y una remera verde con volados. No tuvo tiempo para cambiarse por algo oscuro, o no quiso que la vestimenta sea la afirmación de lo que había sucedido en su vida desde la mañana. Se abrazan en silencio.

No lo pude salvar, Florcita. Cuando llegó Urgencias ya no lo pudieron revivir. ¿Por qué, por qué? – dice con una voz aguda que retumba por las paredes.

Los grupos de personas formados más por orden de llegada que por afinidad, bajan la voz de su conversación. Una manera del pudor los embarga. Gastón y Florencia sientan a Beatriz en el último sillón del rincón más alejado de la sala. Una mujer se le acerca acompañada por un hombre. Por como ella comanda la escena se entiende que son matrimonio. Por su soltura para eludir el tabú que representa la viuda, parecen muy cercanas. No tan identificada en el sufrimiento como para ser una hermana. Quizás es una prima o amiga de muchos años.

El diálogo vuelve a tener un volumen adecuado como para jugar a olvidar el motivo de la reunión. Son las ocho de la noche. Los colegas comienzan a llegar después de terminar su día de consultorio. Se abrazan entre ellos, saludan con un gesto de cabeza a algunos conocidos de la facultad, de signo político contrario. Ana, sentada en el centro del grupo, cerca de la puerta de hojas dobles, levanta su rostro demacrado, casi ajeno sin maquillar, para ser saludada por cada uno de los que entra. Sus casi sesenta años no se traslucen por el jean ajustado y el abdomen liso, su piel bronceada se ofrece en el escote de blusa de broderie blanca, su pelo largo, teñido de rubio para ganarle a las canas y conservar su color original. Una belleza báltica que reluce aún más con el desconsuelo. Ella los abraza rodeándolos con una fuerza que transmite el dolor mudo que siente, que pide que la ciñan y no la suelten. No lo puedo creer, no lo puedo creer, se dicen: Hablé con él ayer. Nos íbamos a juntar el sábado a tomar un café. Hablé la semana pasada. Lo vi en la facu antes de ayer. Me llamó para decirme que teníamos que ir pensando la lista para las próximas elecciones. Hablamos porque íbamos a ir a charlar con el Rector, hay que aprovechar este momento, dijo. Se dicen, se comparten dichos, promesas que no resultan comportarse como un conjuro.

—¿No estaba en tratamiento, Beatriz?- le pregunta la mujer que sigue sentada a su lado.

—Si, si, estaba con el tratamiento para las apneas, algo de oxígeno a la noche. Pero creíamos que estaba controlado. Hoy se levantó, tenía que ir a dar clases. Me dijo que se sentía un poco mal, que se iba a recostar de nuevo. Pensé que era el pescado que comimos anoche, porque le caía pesado. Yo regué las plantas, podés creer, cómo se me ocurre, y cuando fui a preguntarle si quería café, ya estaba desvanecido. No pude, no pude, dice con desesperación.

Su piel es casi del mismo color que sus ojos claros. Es rubia, blanca, transparente, liviana.

León lo ayuda a Carlos a acercarse al grupo, porque dejó el bastón en el auto. Le operaron la rodilla pero no quiere que lo vean viejo. Hay que mantener el negocio, piensa, aunque le ha contado a todo el mundo sobre sus problemas articulares. Es su forma de fidelizar a las decenas de docentes universitarios locales a los que publica año tras año.  Se abrazan con Ana y con todos los demás.

—¿Podés creer que preguntan los alumnos en el Facebook si murió de coronavirus? Hay que ser malicioso- dice Laurita, de la cátedra de comunicación humana.

—Pero no, justamente iban a viajar al noroeste con unos matrimonios amigos y suspendieron para cuidarse del contagio. Anoche lo habían decidido- contesta Ana.

Llegan el ex vice decano, de dos gestiones atrás y un consejero radical, pero de la Franja. Intentan integrarse al grupo saludando compungidos, pero hay una resistencia física en el modo en que se colocan todos que hace que queden como apéndices adosados haciendo las pases en el aire de los asuntos que los alejan. Quedan los dos como si fuesen porteros esperando una buena noticia, comiendo los caramelos en miniatura que hay repartidos en compoteras. Acarreándose café uno al otro. Esperando la hora de poder irse o de que llegue algún cercano.

Ninguno se anima a saludar a Beatriz, que sigue acorazada por los íntimos. Gastón es su antesala. El desplazamiento involuntario por los saludos recibidos lo han terminado de colocar en ese punto de gozne entre las habitaciones que circundan la de su padre muerto. Una cinestesia maníaca mueve su remera naranja de espaldas al cajón y denuncia cómo se siente, aún sin que lo sepa todavía. Qué le vamos a hacer. Terrible. Pobre viejo. Repite con una sonrisa automática.

—Vamos, Carlos- le dice León.

—Ni la saludamos a Beatriz, ¿te parece?

—Vamos, Carlos. No pasa nada.

Hacen un saludo general con la mano. Cuando se está yendo, León se da vuelta y le dice a los del grupo: cualquier cosa me avisan, ¿eh? Inmediatamente se siente un estúpido. ¿Qué otra cosa puede pasar que ya no pasó? ¿Qué se despierte Aldo? ¿Qué esto haya sido un sueño? Pasan al lado del ex vice decano y el consejero, el primero hace ademán de acercarse a dar la mano, un beso, lo que le dejen. León lo corta en seco con la mirada.

—Este hijo de puta se piensa que me olvido las que le hizo para complicarle lo de la cátedra paralela.

—No importa, igual mandaba más que él, le dice Carlos.

—Sí, pero este forro sigue vivo.

—Pero mal, vive mal. Todas las semanas me llama para ver si se vendió su libro, y cuánto… ¿Viste la cantidad de rubias que había?

Se ríen.

—La mayor cantidad de rubias por metro cuadrado de la universidad.  

—¿Todas natural?

—Eso no importa. La que tiene alma de rubia tiene que buscarse el Koleston que la ayude.

—Y el bacán que la acamale.

—El Aldo que la encame.

Se ríen otra vez.

—Con las botas puestas.

—Si, lo dejaron sin aire, pero con las botas puestas…

Cuando van entrando al estacionamiento ven venir a dos hombres. Esbeltos ambos, acostumbrados a llevar esos trajes impecables. Se saludan con Carlos como viejos amigos. Con ese respeto de conocerse las historias. Con razón hoy no vino, le dice uno de los esbeltos a Carlos. Su rostro lleva el desconcierto de lo irremediable pero la tranquilidad de haber aceptado lo azaroso, y aún poder vestirse así, sabiendo que en segundos pueda no significar nada todo lo que su vestimenta le aseguraba.

—Son los amigos del bar. Se juntaban todos los jueves a la mañana -le aclara Carlos a León mientras se suben al auto.

—La puta madre que lo parió. ¿Qué mierda es ese ruido?

—Es del cinturón. No le des bola que en unas cuadras deja de sonar.

                                                       ***

Ana busca su auto con la mirada. No recuerda dónde lo dejo esta tarde. Se despide de la gente de la facultad y camina hacia Av. Francia, más para engañarlos y que la pierdan de vista que por saber adónde va. Estuvo tanto tiempo sentada que le duelen las piernas.  Le parece irreal que cada paso que dé desde ahora la va a alejar de ese cuerpo al que estuvo ligada más de treinta años. Son las once de la noche y tuvieron que irse porque la familia de Aldo decidió que cerraban hasta las siete de la mañana, hora en que lo buscarán para cremarlo. ¿Se dice ‘lo buscarán’? ¿O es correcto decir ‘buscarán el cuerpo’? Ese todo intenso que observó hoy dando a ver la verdad de su muerte. La obviedad de su muerte que no se ajusta a esa forma que continúa viva, arropada entre encajes, en un cajón. A Aldo le gustaban los encajes, pero no en las sábanas, piensa mientras sigue caminando, y los tacos chinos le hacen doler las puntas de los pies. De alguna forma la alivia, en toda esta locura, que esa forma física, ese todo inanimado pero presente, mañana deje de existir y sea cenizas llevadas por el viento. La cremación como una justicia social del duelo. Que ninguna tenga el privilegio legal de llevarle flores. Que ambas tengan que acudir a sus propios goces para poder olvidarlo.

Ana entra a su casa.

—No me llamaste para que te vaya a buscar- le dice su marido.

—No, no me di cuenta. No, fui en el auto, pero lo dejé.

—…

—No lo encontré. Mañana lo busco.

—¿Querés comer algo?

—No.

—Mañana no vas a poder buscarlo. Acaban de decretar el aislamiento social preventivo y obligatorio.

—La concha de la lora. No me imaginé que iba a ser tan pronto.

—Yo lo busco.

—No, es lejos. Pará. Ahora vemos…

—Me tomo un taxi. Dame las llaves que lo encuentro con la alarma.

—No me di cuenta de hacer eso.

—No. No te diste cuenta. Chau.

Lo dice con bronca. Escucha cuando azota la puerta. Ana abre la heladera. Hay una horma de queso a medio cortar. Dos botellas de agua. Un sobre de mayonesa. Nada que pueda abrirle el apetito. Aunque hambre es algo que nunca tiene. Con los años fue logrando que nada le guste mucho. Su marido también. Los dos comparten la idea de no saciar sus apetitos con comida, la pasión por el ejercicio, y la decisión de no haber tenido hijos. También el dejarse tranquilos en sus respectivas intimidades. Todavía recuerda el día que le dijo a Aldo que se iba a casar. Estaban en un bar del centro. Aldo estuvo como veinte minutos en silencio, experimentando su impotencia.

—Parece una película francesa- le dijo. Te vas a casar con alguien enamorada de otro. Y me lo decís en un bar.

—Vos no te querés casar conmigo. Y a mi novio lo quiero.

—No puedo separarme. No puedo dejar a mis hijos.

—¿No? No los vas a dejar. Te separarías de tu mujer, no de ellos.

—Sí, los dejaría a merced de una mujer enojada. No se deja a la mujer sola con los hijos. Los malogra. Los echa a perder.

—Vos sos un retrógrado.

—(Después de un silencio) A él lo querés, pero a mí me amás.

En el tono de la despedida de su marido, Ana entiende que se ha roto un equilibrio. Y lo que vendrá es por lo pronto, incierto. Se acuesta en el sillón del estudio, donde prepara las clases, donde están sus libros, donde ha escrito los proyectos que siempre fueron con Aldo. Es lo más cerca que puede estar de él. Tiene mucho frío. Se tapa con la manta de corderito. Mira su teléfono por primera vez en diez o doce horas. Tiene decenas de mensajes sin leer. En un gesto automático entra a contactos. Su nombre está primero. Piensa cuánto tiempo le llevará el sencillo ademán de borrarlo. Se duerme repasando este día que corta su vida en dos. Escucha entre sueños las bisagras chirriantes del garaje, el auto que se desliza, el motor que se apacigua al llegar a casa.

                                                               ***

—¿Mamá, me escuchás? ¿Estás bien?

—Si, Gastón. Tomé clonazepam pero no tanto. Medio nomás. ¿Qué hora es?

—Las seis de la mañana. ¿Querés un café, un mate, un té?

—Si estás tomando mate, dame uno cuando esté lavado.  No me entra otra cosa en el estómago. ¿Tu hermana?

—Ahora viene. Fue a llevar a los chicos con la suegra.

—Mamá, te quiero decir algo. Vamos a ir al crematorio de Baigorria, pero después no nos vamos a poder reunir. Anoche decretaron aislamiento social, preventivo y obligatorio. Podemos justificar la cremación pero después nos tenemos que ir cada uno a su casa.

—No lo puedo creer. Cómo me puede estar pasando esto.

—No llores. ¿Qué querés hacer? ¿Querés venirte para casa? Carina no tiene problemas, ya lo hablamos.

No Gastón, no sé, no puedo. No me hagas pensar ahora. No tengo a papi, si encima me tengo que ir de casa, no sé, los perros, qué hacemos, las plantas. Aunque no me importa, por mí que no estén más. Que se seque todo. No sé. No lo puedo creer. Cómo pasó esto. Por qué tuve que regar las plantas.

Mamá, por favor, no te hagas esto. Tuvo un infarto masivo. No hubieras podido salvarlo tampoco diez minutos antes.

No sabés. No sabés. Cuarenta y dos años juntos. No tenés ni idea.

Era tu marido, pero también mi padre. Vamos mamá, ahí viene Flor, vamos saliendo.

                                                                      ***

Beatriz entra sola a su casa. Está usando el llavero de Aldo. Sus hijos la miran desde sendos autos mientras corre las rejas, camina por el sendero de la entrada, abre la puerta, desconecta la alarma. Saluda agitando la mano derecha desde el umbral. Sus perros aúllan desde el patio. Aldo nunca los dejó entrar, porque los animales son para vivir afuera. Son dignos pero separados de los humanos, sin compartir los mismos sillones y mezclar sus porquerías con nosotros. Por eso hace veinte años compraron la casa en barrio Parque con jardín, pileta, apta para desenvolver el gusto por las mascotas de ella y respetar la neurosis obsesiva de él. Beatriz fue el artífice de un mundo feliz donde sus hijos pasaron la infancia, la adolescencia y ahora vuelven trayendo a sus nietos. Donde ella levantó las baldosas que cubría toda la extensión del patio y convirtió la tierra en un vergel. Donde Aldo construyó su estudio mirando al jardín, y pasaba horas leyendo, estudiando, observando la familia que había formado.

Son pasadas la una de la tarde. Beatriz trae un paquete en la mano con comida que le dio su hija antes de bajar del auto. A cambio le dejó las cenizas de su padre, que estarán en suspenso hasta que termine la cuarentena. Ella tiene todo lo demás. Sus cosas, su cama, su olor. Va hacia la cocina sin prender ninguna luz. La guía la claridad que viene del patio. Le abre la puerta a los perros, que la miran con sorpresa. No cruzan la línea divisoria que tantos años aprendieron a respetar.

Come un pedazo de pollo frío con unas papas grasosas. No siente el gusto. Lo hace por puro automatismo y porque sus hijos le advirtieron que tenía que comer. La conocen. Nunca se colmó con la comida. Siempre lo necesario para vivir, dijo, si bien se daba los gustos los domingos cuando se juntaban todos a comer asado. Así se mantuvo flaca, joven, atenta, para salir con su marido, ir a las fiestas a las que los invitaban, a los viajes con los amigos a Europa o la Patagonia. Con la Universidad era otra cosa, era territorio exclusivo de él, su excusa permanente, su gran ocupación. Lo que lo sacaba de la casa hasta la noche, lo sumía en reuniones eternas, o en llamados telefónicos interminables sobre cuitas políticas renovadas. Pero a ella no le interesaba intervenir. Cuando Aldo fue parte de la gestión de la Facultad, participó de su asunción, o de las fiestas de fin de año con el Rector y los Decanos. Pero muy pocos siquiera sabían su nombre. Aunque sentía el peso de sus miradas.

Desde ayer todo eso había terminado. Los tiempos acompasados, las esperas nocturnas, los gustos amalgamados. Los dichos de los hijos compartidos en la cama, antes de dormir, como quien escribe un recuento de lo logrado. Toda una vida de comunión, de común-unión. ¿Qué haría con su tiempo? ¿Qué sentido tenía cultivar su jardín si no iba a tener a quién mostrarle sus flores?

Beatriz enciende la televisión. Todavía estaba puesto el canal de noticias desde el miércoles a la noche, cuando llegaron de cenar en Puerto Gaboto. Lo deja puesto en un volumen alto y entra al estudio de Aldo.  Se sienta a observar, como si mirar fuese incorporar cada centímetro de lo que él tocó. ¿Qué va a hacer con esa enorme biblioteca? Ninguno de sus hijos eligió su profesión. ¿Lo donaría a la facultad, justo ahora que están los adversarios políticos? Los anteojos para ver de cerca, los de ver de lejos. La agenda de cuero que le regaló un paciente, de tantos años. La foto que ella misma le encuadró y que a él le encantaba. Una foto que traduce el desorden alegre en la cocina, con sus hijos, sus nietos, una sobrina. Uno de los bebés llora, otro, un poco más grande, mira para otro lado, las puertas del aparador blanco mal cerradas. Ella despeinada de gozo, de tenerlos a todos allí. Él aparece por detrás, en un plano secundario, un lugar modesto, pero para nada accesorio.

Se lleva la foto a la pieza, la pone sobre la mesa de luz de Aldo. El periodista comenta los números de los muertos en Italia, donde la pandemia está descontrolada. “En Italia los fallecidos por coronavirus no pueden ser velados por sus familiares.” A continuación pasan un video de una familia gritando por su padre, al que se llevan en un ataúd unas personas con trajes blancos, como astronautas. “Mio padre, mio padre”, sollozan desde un balcón. Apaga el televisor y se va a dormir.

Los días siguientes Beatriz se levanta de la cama sólo para comer algo e ir a sentarse al estudio de Aldo. A seguir mirando, a hojear los libros. No tiene horarios que cumplir. Tampoco podría. Empieza entonces a leer un poco de cada libro. A ordenarlos según criterios que va inventando. Por color de tapa. Por espesor. Agrupa los que tienen la palabra inconsciente en el título. Otros por la palabra sexo. Llega a los que fueron escritos por él. Uno sólo es de autoría única. De mediados de los años ’80. Se llama “La democracia en la universidad”. Época de búsqueda de una carrera política. Lee sus páginas de presentación. El libro está dedicado a dos colegas, y a Ana Pawlak, por su trabajo en el “establecimiento del texto”. Ana había ingresado recientemente a la cátedra como ayudante. Luego se convertiría en docente, investigadora, acompañante ineludible de Aldo en todo lo que emprendió.  Los demás libros, en co-autoría con otros investigadores. El nombre de Ana lo secunda en la tapa, en todos ellos. A Aldo le divertía mucho poner títulos que fuesen paráfrasis de otros, con subtítulos explicativos. “Las partículas elementales del parentesco. Sobre las paternidades actuales”. “Crimen y fastidio. Matrimonio y tedio en la época actual”. “Sexo y traición en Carl Gustav Jung. Sobre el intento de desexualización del psicoanálisis”. “Las afinidades selectivas. Críticas a los modos psicológicos de sistematización de la subjetividad”.  

 Beatriz va hacia la cocina. Sus perros, que testearon durante días la falta de orden, la siguen.

Debe contestar los numerosos mensajes que han escrito sus hijos. Cómo está. Si necesita algo. Si quiere que llamen a la verdulería, la carnicería, el mercadito, para llevarle algo. Si habló con alguna amiga. Abre una botella de vino blanco. Un Rutini Sauvignon Blanc que tenían guardado para algo especial. Prende la radio, siempre en el mismo dial. Entrevistan a alguien que presentan como psicólogo, filósofo y divulgador del psicoanálisis, sobre los efectos de la cuarentena en la salud mental. El muchacho, porque no es más que un muchacho de la edad de su hijo, lleva en su voz un grano de soberbia que siente cruel. Dice: “… uno de los signos más explícitos de locura es vivir en días continuos; que se pierda la diferencia entre días de la semana y el fin de semana … entre la pesada mañana de un lunes y el exultante sábado a la noche. Los locos no pueden cortar el tiempo.  ¿Cuántos hoy recuerdan que es domingo? ¿Cuántos hoy harán alguna rutina de domingo? La cuarentena no es una cuestión de salud ni acatamiento, es un duelo forzado.”

Cuando escucha la palabra duelo, mira el calendario pegado a la heladera. Hace una cuenta. Efectivamente hoy es domingo. Hace nueve días que está yendo y viniendo de la cama al estudio de Aldo.

¿Qué hay que hacer para sobrellevarla?, pregunta el periodista. “Lo mismo que hicieron en otras ocasiones que atravesaron un duelo. ¿Qué no podemos dejar de hacer? Cortar el tiempo. No matar el tiempo, cortarlo. ¿Cómo se corta? Con variaciones y abstenciones. Hoy  domingo hagan lo que siempre hacen los domingos”. “Sin salir de casa, ¿no?, aclaremos”, dice el periodista con ánimo conciliador. “Claro, hoy se descansa y se deja descansar. Quedate en casa”.

Con esto último Beatriz sale expulsada de su silla como por una fuerza interna. Estoy podrida de que los psicólogos me digan qué tengo que hacer. Se escucha la voz por primera vez en nueve días. Va al estudio. Agarra el grupo de libros escritos por su marido. Sale al jardín por primera vez después de Aldo. Pone todos los libros en la parrilla del quincho. Busca los fósforos en el cajoncito de la mesa campestre que antes les dio sitio a todos. El alcohol de quemar en la puerta al lado de la parrilla. Alcohol metílico, Beatriz, le hubiera corregido Aldo. Algunos libros se abren porque el viento se arremolina en la parrilla. Beatriz observa cómo un pájaro vuela en contra del viento. Las plumas de sus alas se desordenan en el intento. Las hojas de los árboles hacen un ruido insular, aislado. Un silencio de fondo realza el ruido y eso la aturde. Busca la copa de vino para volver al patio. Suena el teléfono y lo levanta como si se despertara de un trance.

—Mamá, ¿cómo estás? ¿Estás bien? Te llamo porque si no es todo por WhatsApp.

—Bien, Gastón, bien, acá con unas Hortensias que quiero revisar.

Publicado en la ed. impresa #15

Por Luisina Bourband

Entrerriana de nacimiento, llevo más tiempo de mi vida viviendo en Rosario, con escalas en Buenos Aires y Madrid. Soy psicóloga, practicante de psicoanálisis. Como escritora he publicado contratapas en Rosario/12, el libro Maternidad intratable y participado en las publicaciones Antología de la calle inclinada y Escribiendo por la memoria.

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