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Barullo en papel Recorridos

Un bodegón perdido en el tiempo

El comedor Paraná, en la esquina de Rioja y Laprida, es uno de los últimos refugios para gente de otras épocas que todavía valora el sencillo acto de conversar. Y nunca hay apuro.

El comedor Paraná es un bodegón inverosímil, un lugar improbable para el mundo actual. El techo alto, las paredes revestidas de delgadas láminas verticales de madera y decoradas apenas con un póster y un almanaque, los sencillos manteles bordó cruzados sobre un fondo de tela blanca, las mesas y sillas que ostentan varias décadas y la estantería detrás de la barra —donde se mezclan botellas de antaño y las jarras pingüino— colocan tanto al visitante ocasional como al habitual parroquiano en un ambiente que pareciera naufragar y esquivar con tranquilidad las imposiciones de la época. Pasan los años y el lugar sigue igual. Solo falta en la entrada, desde hace un par de años, el tradicional cartel con la propaganda de Seven Up en el centro y el nombre del comercio a un costado.

Sobre los vidrios de las ventanas, a la altura del metro ochenta, aún se ven pintadas las viejas ofertas gastronómicas de la casa —picadas, carlito, minutas—  en letras negras y mayúsculas, como se estilaba treinta años atrás.  No hay música y la televisión está puesta a medio volumen, cosa de que se pueda conversar.

“Acá la tuve comiendo a la legendaria Nati Mistral. Venía con su perrito, lo dejaba en la ventana”, comenta José, cuyos padres fundaron el lugar cincuenta y siete años atrás, justo cuando él nacía. Su papá murió hace ya tiempo, su mamá hace cinco años, en los últimos tiempos se sentaba en una silla al final de  la barra, donde comenzaba el pasillito que lleva a la cocina. José recuerda entre risas: “Un domingo a la noche vinieron Los Nocheros, cuando eran furor, año 2003, y los atendió ella, que ni los conocía. «Qué hambre que tenían estos muchachos —decía—, se comieron todos los ravioles». Los artistas que actuaban en El Círculo terminaban sus funciones y se llegaban al Paraná. “Había más bohemia —piensa José—, gente que venía todas las noches a comer, todo el mundo estaba con su historia”.

El comedor Paraná es un bodegón inverosímil, un lugar improbable para el mundo actual. El techo alto, las paredes revestidas de delgadas láminas verticales de madera y decoradas apenas con un póster y un almanaque, los sencillos manteles bordó cruzados sobre un fondo de tela blanca, las mesas y sillas que ostentan varias décadas y la estantería detrás de la barra —donde se mezclan botellas de antaño y las jarras pingüino— colocan tanto al visitante ocasional como al habitual parroquiano en un ambiente que pareciera naufragar y esquivar con tranquilidad las imposiciones de la época. Pasan los años y el lugar sigue igual. Solo falta en la entrada, desde hace un par de años, el tradicional cartel con la propaganda de Seven Up en el centro y el nombre del comercio a un costado.

Sobre los vidrios de las ventanas, a la altura del metro ochenta, aún se ven pintadas las viejas ofertas gastronómicas de la casa —picadas, carlito, minutas—  en letras negras y mayúsculas, como se estilaba treinta años atrás.  No hay música y la televisión está puesta a medio volumen, cosa de que se pueda conversar.

“Acá la tuve comiendo a la legendaria Nati Mistral. Venía con su perrito, lo dejaba en la ventana”, comenta José, cuyos padres fundaron el lugar cincuenta y siete años atrás, justo cuando él nacía. Su papá murió hace ya tiempo, su mamá hace cinco años, en los últimos tiempos se sentaba en una silla al final de  la barra, donde comenzaba el pasillito que lleva a la cocina. José recuerda entre risas: “Un domingo a la noche vinieron Los Nocheros, cuando eran furor, año 2003, y los atendió ella, que ni los conocía. «Qué hambre que tenían estos muchachos —decía—, se comieron todos los ravioles»”. Los artistas que actuaban en El Círculo terminaban sus funciones y se llegaban al Paraná. “Había más bohemia —piensa José—, gente que venía todas las noches a comer, todo el mundo estaba con su historia”.

A principios del 2000 la noche empezó a cambiar. La vida comercial y administrativa de la mañana y tarde también. El correo era más activo, la Municipalidad estaba centralizada y toda la gente venía a hacer trámites al centro. Pero hicieron los distritos descentralizados y cambió todo.

Tradicionalmente el Paraná funcionó desde las siete de la mañana hasta la medianoche. Luego, en el horario del almuerzo y la cena. Hoy solo abre al mediodía. Los domingos son el día más fuerte de la semana. Su gastronomía mantiene el menú clásico de los bodegones. Para las fechas patrias se hace un locro muy sustancioso. En invierno, comidas contundentes para el frío, como el mondongo, el guiso de lentejas y el bife a la criolla, y en verano ensalada rusa, arrollados caseros y milanesas. Sirven, como siempre lo hicieron, la jarra de vino con soda. Los parroquianos piden que no se modifique el lugar: ni su estética ni su carta.

—Tengo hasta especialistas en ovnis —aclara José—, en tantos años de estar acá ya no te llama la atención nada.

La clientela se compone en su mayoría de gente grande. José dice que el centro se convirtió en un lugar donde residen muchos mayores porque ahí tienen a mano servicios y todo les queda cerca. Dice que algunos tienen quien los cuide y otros no. Los fines de semana y sobre todo los domingos, cuando la actividad comercial es nula, la teoría de José parece hacerse realidad. En los pocos bares abiertos se ven matrimonios grandes, señoras ya viejitas que comparten un almuerzo y personas solitarias que sin embargo se ponen su mejor ropa para ir a almorzar, actividad que puede llegar a ser, según el caso, la más importante de la semana.

José atiende con tranquilidad a quienes van llegando. Aunque tiene todas las mesas a su cargo, no anda a las corridas. Lo mismo ocurre con los pedidos: no salen de un microondas. La gente que va ahí lo sabe, y aprovecha para conversar o distraerse un rato. El Paraná es un lugar de encuentro. Todos se conocen y se saludan. Como no ocurre con todos los lugares, este invita a quedarse, a estar. “Acá se charla bastante, y es una diferencia que veo con la gente joven, que se sienta y se ponen uno frente al otro y miran el teléfono”, reflexiona José, mientras la ciudad corre del otro lado de la ventana y comienza a llegar gente.

Como todos los domingos, en la televisión se suceden las carreras del TC 2000 y el diario va de mesa en mesa hasta que llegan los platos de comida. Luego del postre se habla menos y con la panza llena el corazón está más contento. El ritual de la mesa, del vino y el pan sucede lento y armonioso y, al menos por un rato, el mundo parece estar en su lugar.

Al fallecer sus padres, le propusieron a José agarrar el negocio y aceptó sin dudar. Dice que siempre le gustó el trato con la gente y cuando uno lo ve trabajar se convence de que dice la verdad. Sabe tratar a los clientes mayores con naturalidad, paciencia y entendimiento. El Paraná es su ecosistema, su hábitat natural. Siente por él mucho cariño, aunque no reniega del paso de los años ni de un posible cierre. “El paso del tiempo tiene cosas lindas y cosas feas. Es irremediable y en lo posible hay que tratar de llevarlo. A mis hijos esto ya no les interesa, así que cuando me jubile se termina. Me va a dar nostalgia, pero es la ley de la vida ¿no?”.

Así es. La ley de la vida.

“Acá la tuve comiendo a la legendaria Nati Mistral. Venía con su perrito, lo dejaba en la ventana”, comenta José, cuyos padres fundaron el lugar cincuenta y siete años atrás, justo cuando él nacía. Su papá murió hace ya tiempo, su mamá hace cinco años, en los últimos tiempos se sentaba en una silla al final de  la barra, donde comenzaba el pasillito que lleva a la cocina. José recuerda entre risas: “Un domingo a la noche vinieron Los Nocheros, cuando eran furor, año 2003, y los atendió ella, que ni los conocía. «Qué hambre que tenían estos muchachos —decía—, se comieron todos los ravioles». Los artistas que actuaban en El Círculo terminaban sus funciones y se llegaban al Paraná. “Había más bohemia —piensa José—, gente que venía todas las noches a comer, todo el mundo estaba con su historia”.

Ilustración: Freddy

Publicado en la ed. impresa #02

Por Santiago Beretta

Nací en Rosario en 1989. Soy periodista y escritor, aunque me gano la vida también con changas y laburos de distinto tipo. Desde chico me gusta andar por las calles, contar la ciudad y sus personajes, sus lugares y cotidianidades. La escritura me permitió darles forma y sentido a estas ganas e inquietudes. Desde 2010 dirijo y edito la revista Apología y actualmente participo en distintos medios gráficos de la ciudad. El fin es siempre el mismo: pensar y compartir mis divagues ciudadanos a través de mis notas. En 2017 publiqué Rodolfo Elizalde, libro que recopila charlas con el artista plástico.

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